Al llegar al pueblo lo primero que hicimos fue ir
a la comisaría, pero cuando llegamos observamos con estupor que estaba cerrada
a cal y canto.
-Yo creo que en este pueblo no hay más comisarías
que esta.
-Vamos a dar una vuelta a ver si alguien nos dice
en donde podemos localizar a un agente-Le contesté.
-Pero si no hay nadie en las calles- Me dijo sorprendido
de ver el pueblo desierto.
-Ya, es que es la hora de la comida, estará toda
la gente en su casa comiendo o echando la siesta.
Nos recorrimos prácticamente el pueblo entero sin
encontrar a ningún policía ni tan siquiera a ninguna persona adulta, tan sólo un
anciano que parecía tener alzhéimer puesto que le preguntamos varias cosas y
nos contestó con frases incoherentes, mientras que hacía algún que otro
movimiento de brazos y permanecía con la mirada perdida en un punto imaginario.
También encontramos algunos niños montando en
bicicleta pero que no nos hicieron caso, seguían pedaleando como sino nos
hubieran visto.
Entramos a un bar y tampoco encontramos en él a
ningún cliente ni a ningún camarero, nos servimos una cervecita y observé el
bar con gran inquietud, al contemplar que era muy parecido al que sale en la
película de quien puede matar a un niño, del magistral director de
cine, Chicho Ibáñez Serrador.
Se trataba de un pequeño bar de sillas viejas y de
aspecto poco cuidado, los cuadros y los objetos de decoración eran muy escasos,
y daban una imagen de pobreza y austeridad.
La situación que vivíamos Marcelo y yo, era muy
parecida a la que vivieron la pareja de recién casados que arriba a la isla y
se encuentran con un pueblo de casas blancas, vacío y con tan sólo niños que
van de un lado a otro en bici.
Para colmo el bar era también muy parecido al de
la película, por lo que yo creía que todo era fruto de una paranoia. La mesa,
la barra, las paredes, todo era igual.
Era como si me hubieran dado todo el peyote y me
estuviera haciendo efectos que no podía controlar desde que me desperté en el
campamento base, o donde diablos fuera que recobré la noción del tiempo.
Me resultaba muy difícil pensar que todo fuera tan parecido a la ficción de
la película que más me había impresionado, de todas cuantas películas había
visto en mi corta vida. Todo lo que estaba viviendo tenía que ser fruto de mi
imaginación, no podía ser cierto.
Miré a Marcelo con desconfianza, pude percibir en su rostro sudoroso que
también lo estaba pasando mal, por la noche se había helado de frío y había
tenido una hipotermia a causa del frío que hacía, en cambio ahora el calor era
insoportable. No podíamos creer como la oscilación térmica pudiera ser tan acusada,
podíamos estar rondando los 40 grados y por la noche a buen seguro que no
llegaba a cero grados. Ni que estuviéramos en el desierto de Atacama.
Tenía claro que no me habían dado nada, que esto
era la cruda realidad de un viaje que por el momento estaba siendo todo menos
relajante, salí fuera tras beberme una segunda cerveza que calmó un poco mi sed
y mi ansiedad, pero tampoco conseguí quitarme el agobio de encima porque el
calor me asfixiaba y los rayos del sol caían a plomo sobre mi cabeza, y sobre
las aceras desiertas de las calles del pueblo.
Volví a entrar para echarme agua en el lavabo por
la cabeza, para posteriormente salir del establecimiento en busca de encontrar
a alguien. Cuando salí del baño me topé
de bruces con el anciano que parecía tener Alzheimer. Nos dijo que nos
marcháramos de allí. Tras intentar de nuevo pedirle explicación de lo sucedido,
de pedirle explicaciones de donde estaba la gente, decidimos marcharnos.
Era imposible establecer una conversación con
aquel sujeto. Como alguien, en su sano juicio, podía dejar su negocio al frente
de una persona que tenía sus facultades psíquicas y cognitivas tan mermadas
como aquel pobre hombre.
Debía tratarse de una emergencia muy grande, en la
que ni tan siquiera hubiera tenido tiempo de cerrar el bar.
Tras pagarle lo consumido, salimos del local con
la firme intención de proseguir la búsqueda.
A los cinco minutos de abandonar el bar, Marcelo me
dijo que se encontraba muy mal, y que necesitaba regresar al local para estar
en un sitio donde no le diera el sol. Le dije que aguantara, pero no me hizo
caso y se marchó, por lo que tuve que continuar la búsqueda en solitario.
Me llamaba poderosamente la atención la pobreza de
las fachadas del pueblo, todas llevaban sin ser pintadas un montón de años por
lo que daba aspecto de pobreza y abandono, aparte del deterioro de la pintura
blanca de las paredes de las casas, el polvo acumulado en todas las aceras y
las bolsas y cascaras de pipas tiradas por las calles, denotaban una dejadez
extrema.
Suciedad a raudales en todos los costados de las
calles, no debía haber barrenderos, y parecía que ningún vecino se había
dignado a barrer las calles en cuatro décadas.
Los vecinos del pueblo parecían tener algo más
urgente e importante que hacer aquella tarde de enero que barrer y limpiar las
calles de su pueblo. Yo seguía inquieto sin saber como era posible que todo el
mundo se hubiera puesto de acuerdo en abandonar el municipio aquel día, cuando
ayer parecía ser un sitio totalmente normal con la actividad clásica de un
pueblo pequeño pero con las tiendas abiertas, los coches circulando y los
viandantes andando por las aceras, cosa que no se veía ahora por ningún lado.
Algo debía haber pasado pero como era posible que
pudiera afectar, o al menos movilizar, a todos los habitantes de la localidad
inclusive a la policía. No se puede secuestrar a toda a la gente de golpe, nada tenía sentido, las
ventanas de las casas estaban cerradas al igual que todos los establecimientos,
salvo el bar en que se había quedado Marcelo. No había ningún cartel ni ningún
bando municipal colgado en las paredes de las calles, que pudiera presagiar, o ayudarme
a entender lo que estaba sucediendo.
Tampoco se veía sangre o cartuchos de pólvora que
me hicieran sospechar que hubiera ocurrido una tragedia como la que aconteció
en Puerto Hurraco a principios de los noventa, en la provincia de Badajoz,
pueblo que también me recordaba a este, con casas blancas de una o dos alturas,
con aceras y calles muy estrechas y con muy pocos coches aparcados, a decir
verdad hay miles de pueblos con esas características.
En un callejón encontré una casa que tenía una
ventana abierta, me acerqué a ella y llamé en voz alta a una hipotética persona
que estuviera en su interior, pero nadie contestó, aprecié durante un minuto
apoyado en la ventana que la estancia era un salón bien amueblado, con un
periódico encima de una mesa.
Me daba respeto entrar en aquel salón pero después
de analizar la situación me decidí a saltar y entrar a la casa por dicha
ventana. Salí del salón tras comprobar que el periódico era de fecha de ayer, y
accedí a un patio interior en el que había una hermosa higuera aparte de otros
árboles frutales que estaban bien cuidados.
Era un patio de grandes dimensiones, al fondo
había una puerta que estaba entornada por la que me decidí a entrar, se trataba
de la cocina en la que volví a gritar para ver si había alguien.
No me contestaron, así que opté por continuar investigando
por el resto de dependencias de la casa, por sus diferentes habitaciones, a ver
si encontraba algo raro, con más morbosidad que convicción de encontrar algo
que me fuera a dar una pista sobre lo que acontecía en aquella población.
Nada más lejos de la realidad, las personas que
vivían en la casa debían de ser de los más ricos a juzgar por las dimensiones
de la misma y de lo bien amueblada que estaba. En los pueblos es común
encontrar casas abiertas, pero generalmente la de las personas más humildes, y
esta no lo era ni mucho menos, tenía cuadros y alfombras que afirmaban mi
teoría de que sus moradores tenían pasta. Por no hablar de las joyas que me
encontré en una de las habitaciones que no me atreví a sustraer, nunca había
robado y ni siquiera en una situación tan fácil para ello quise hacerlo.
Estuve cerca de meterlas en mi mochila y salir
corriendo de la casa, había pulseras, sortijas, pendientes, alhajas de todo
tipo, pero me pudo mi buena ética para no hurtar a nadie que no me haya hecho daño
moral o físico, así que decidí bajar las escaleras y salir al exterior después
de comerme un plato de judías que se encontraban en una hoya.
No había
desayunado nada aquella mañana, desde que cené unas galletas de chocolate, no
había ingerido nada más, puesto que no contaba con más alimentos en la mochila.
La comida
parecía hecha esa misma mañana, ya que estaba caliente todavía y estaba muy
rica, muy bien sazonada. La persona que la hubiera preparado no podía haberse
ido de la casa hacia más de dos horas, a juzgar por la temperatura de la
comida, y yo llevaba más o menos ese tiempo en el pueblo, quizás un poco menos.
Por un lapsus de tiempo muy pequeño no me encontré
con la persona que guisó la comida abandonando la casa y saliendo del pueblo.
Me dio apuro esperar a que regresaran los dueño
así que salí con el buche lleno y la bofetada de calor que me dieron al salir
del inmueble, me hizo recordar que no hacía día para caminar más que por la
sombra.
Llegué a una plaza en la que había unos niños
jugando con unos cromos, al acercarme a ellos recogieron todo rápidamente y se
montaron en sus bicicletas para salir pitando de la plaza, despavoridos, como
alma que lleva el diablo.
No entendí el extraño comportamiento de aquellos
chavales que habían salido despavoridos al ver que me acercaba a ellos. Recorrí
la plaza al oír el ruido de una cuerda golpear el asfalto.
Se trataba de unas niñas que se encontraban al
fondo de la misma saltando a la comba. Opté por probar a ver si esta vez no
salían corriendo, para ello fui andando despacio, sin mirarlas, como si
estuviera dando un paseo de forma despreocupada.
Me acerqué a ellas y les pregunté que si sabían
donde estaba la gente del pueblo. Una niña en tono arrogante y mostrando cierto
desprecio me dijo que estarían en sus casas. La dije que me había recorrido todo
el pueblo y había llamado a la mayoría de puertas y en ninguna me habían
contestado.
-Llama otra vez pues, y ahora déjanos en paz, que
nos estás molestando.
Me dio ganas de cruzarle la cara. Lo que más me
desesperaba del momento que atravesaba, era que los chavales se rieran de mí o
me evitaran en una situación tan dramática como la que estaba viviendo. Se
burlaban de mí y no me aportaban una solución.
Llamé a un par de casas más y al ver que no me
contestaban volví a la plaza, cogí la comba y con una violencia inusitada,
presa de la ira, la ansiedad y el sol de justicia que me volvía más agresivo de
lo que ya era de por sí, comencé a fustigarlas. Latigué a las dos niñas que me
habían vacilado.
Las golpee con brutalidad en piernas, brazos y glúteos
hasta que me di cuenta de que había perdido el juicio y estaba cometiendo una
locura. Cuando comenzaron a huir retuve a la niña que me había contestado
primero, la así de los brazos y pude comprobar que ahora era ella la que estaba
asustada y tenía miedo.
-Haber puta, dime en donde están tus padres.
-Tras bacilar un largo rato me dijo que se habían
ido a una romería, que era la tradición más arraigada del pueblo, todos los
años por estas fechas, iban todos los adultos a una pequeña ermita en la
montaña, y sólo se quedaban en el pueblo los pequeños.
-Por donde se va a esa ermita.
-Tenes que tomar el camino que lleva a la
gasolinera y luego agarrar el camino que sube por...
Eran demasiados datos que mi cerebro, en ese
momento no podía procesar, así que me llevé a la niña a su casa puesto que
andando no se podía llegar, según ella eran más de cuatro horas lo que
tardaríamos y mis piernas no aguantarían a cubrir ni la cuarta parte de ese largo
trayecto.
No sabía que hacer, parecía que me iban a estallar
las piernas después de haberme pateado todo el pueblo y sobretodo de las
caminatas que me había dado por el monte, no había parado de andar en los dos
últimos días.
Una vez en la casa llamé a sus padres y a los
números de los vecinos que tenían apuntados en un listín de teléfonos que
encontré en la mesa donde se hallaba el propio teléfono. Pero todos estaban
apagados o fuera de cobertura, según me dijo la niña, era un lugar muy apartado
al que no llegaban las ondas de la televisión ni de la radio, ni tan siquiera de la telefonía.
Sólo tenía dos opciones, esperar a que volvieran,
o coger el coche e irme con ella a la romería. La segunda opción me pareció mejor en un primer
momento, si bien Carlota, la niña que se encontraba conmigo, me dijo que sólo se
podía acceder en todoterreno, puesto que el camino era muy pedregoso. Así que
esperé hasta las once de la noche, a esa hora como no habían regresado, decidí
coger las llaves de su coche y salir de la casa en su compañía.
Me había dicho que estarían al llegar desde las
nueve y no tenía ganas de esperar más tiempo, así que la metí en el coche a
regañadientes para que me guiara en la dirección correcta hacia el lugar donde
se ubicaba la dichosa ermita. No sin antes advertirla que si se trataba de una
broma, me la iba a pagar muy cara.
La situación lo requería, en otro caso incurriría
en delito de allanamiento de morada, secuestro de un menor y sustracción de
vehículo, pero tenía la eximente de estado de necesidad que anulaba toda
responsabilidad penal que pudiera existir. O al menos eso creía en aquel
momento.
Antes de salir del pueblo me encontré a Marcelo deambulando
por una polvorienta calle en avanzado estado de embriaguez, con una cerveza en
la mano y la mirada perdida en un punto imaginario.
Tras bacilar un instante, se subió al coche y continuamos
la marcha, me había olvidado de él y me lo echó en cara, me insultó y me dijo
que como era capaz de dejarle tirado.
Le contesté que era él el que me había dejado
tirado para beberse unas birras de gratis en el bar Aurelios, en vez de buscar
a gente para solucionar el problema. Discutimos de forma acalorada hasta que se
puso muy nervioso y me cogió del cuello mientras conducía.
-Estás loco, nos vamos a matar, que haces.- Intenté
quitármelo pero no pude y el vehículo se estampó contra una pared, por suerte
no pasó nada ya que llevaba cinturón y pude frenar algo para que el choque
fuera muy leve. Marcelo, que no llevaba puesto el cinturón de seguridad, se
golpeó contra el cristal delantero haciéndose una herida en la frente, de la
que manaba una gran cantidad de sangre.
Tras el choque, Marcelo no paraba de maldecir su
suerte, encontró unos pañuelos y se tapó la herida como buenamente pudo, cuando
la sangre dejó de manar se calmó un poco. Para ese momento Carlota ya no se
encontraba en el habitáculo trasero del auto, sin duda alguna, había
aprovechado el momento de confusión y alboroto que supuso el choque y la pelea
entre nosotros, para salir corriendo.
Se nos
había escapado aprovechando la menor situación, así que salí despavorido hacia
su encuentro, tras un carrera de unos trescientos metros en la que quedé
exhausto, conseguí darla alcance y volví al vehículo de nuevo con ella.
Cuando regresé al vehículo me sorprendió la
actitud de Marcelo, pareciere que la contusión que recibió al impactar con el
vidrio delantero, le hubiera servido para calmarse. Parecía estar más cooperante
incluso me ayudó en las labores de retención de Carlota.
Entre los
dos, logramos ingresarla en los asientos traseros del vehículo. Para que no se
nos volviera a escapar, Marcelo fue en la parte trasera durante todo el
recorrido. El coche tenía poca gasolina por lo que paré a repostar, pero como
no, la gasolinera estaba también cerrada.
La gasolinera más cercana se hallaba a unos 30
kilómetros, por lo que ante la duda de si
regresar al pueblo o continuar la marcha, opté por lo segundo. En el caso de quedarme
en el camino tirado, sin combustible, terminaríamos el recorrido andando.
Al poco de abandonar las últimas casas del
municipio, tomamos un desvío que surgió en la margen derecha de la carretera,
en ese preciso momento nos percatamos del cambio de rasante y del firme del
trazado de aquel penoso camino. Nos habíamos adentrado en una vía agropecuaria
y pedregosa de mala muerte, por donde iba el coche dando tumbos.
Las ruedas
parecían que no iban a aguantar muchos kilómetros por una zona así, pero no
había otra salida que continuar hasta que aquel
Toyota del año de la pera dijera basta.
La carretera cada vez picaba más hacía arriba, y
el carro iba muy forzado, la noche era muy cerrada y la luz de los focos era
muy tenue, no alumbraban lo suficiente para una conducción segura.
En un primer momento Carlota, y posteriormente
Marcelo, me pidieron que diera marcha atrás, que no era viable continuar por
aquel camino que no cesaba de hacer curvas mal trazadas, pero yo no estaba por
la labor de dar marcha atrás y quería continuar.
No quería que pasara ni un segundo más sin saber
que coño era lo que estaba pasando en ese maldito lugar. De pronto Carlota me
dijo que no sabía si íbamos por el camino correcto, o había que haberse
desviado por una bifurcación que nos había salido a la derecha del camino.
Ante las dudas que me surgían de si me estaba
mintiendo, decidí continuar la marcha, llevaba puestas las luces largas, pero
aún así, no veía a más de cinco o seis metros de distancia. Al cabo de un
pequeño rato, Carlota me insistió en que parase, aduciendo que íbamos por mal
camino. Ya no sabía si me lo decía porque no quería llegar allí, o porque
realmente creía que nos habíamos equivocado.
En un momento de discusión acerca de lo que debíamos
hacer, con Marcelo llamándome temerario y Carlota gritando que nos íbamos a
salir del trazado y nos íbamos a matar, a punto estuvimos de perecer en aquel
lugar, tal y como vaticinaba Carlota.
Muy cerquita estuvimos de salirnos del camino y
caernos por un barranco, el margen derecho de la vía agropecuaria por la que
transitábamos delimitaba con un desfiladero. Por ser noche cerrada, no
alcanzamos a apreciar la magnitud de aquel desnivel.
Por suerte, frené justo a tiempo, las llantas
delanteras del vehículo quedaron a escasos centímetros de la caída. Con la
linterna pude contemplar el escaso margen con el que quedamos del precipicio. Nos
habíamos librado de fallecer en aquel horrible lugar por escasos centímetros.
Tras regresar al vehículo y serenarme por unos instantes, logré dar marcha
atrás para volver al camino.
Continuamos la marcha por un breve espacio de
tiempo, pero ante la escasa visibilidad y la insistencia de mis dos
acompañantes decidí dar la vuelta. Más que una decisión voluntaria, fue una
obligación, Marcelo me agarró y me obligó a parar el auto, no tuve más remedio
que obedecer sus órdenes a decir verdad.
La bajada se hacía más penosa si cabe, el vehículo
tendía a embalarse cuando la pendiente se tornaba más acusada. Para colmo de
males, el indicador de la gasolina no paraba de oscilar, pidiéndome repostar.
Por lo que opté por descender en punto muerto, asumiendo el gran riesgo que
esto suponía.
El riesgo de quedarnos sin fuel en aquel lugar no
era tan peligroso como lo era el descender en punto muerto, era consciente de
ello, no obstante, confiaba plenamente en mis dotes como conductor nocturno,
labor que había desempeñado en incontables ocasiones, al regreso de fiestas en
el campo, conocidas como raves.
Estas tenían lugar en parajes tan desolados como Chapinería, Patones o la
rivera del Jarama, siempre conducía con unas copas de más en el cuerpo. En esta
ocasión no había ingerido más alcohol que un par de birras en el bar Aurelios, y de eso ya habían pasado muchas
horas.
En uno de esos retornos, conduciendo borracho por el campo, había jurado
que ya no cogería el coche en una situación tan deplorable como aquellas, donde
la visión es casi nula, y el tamaño de las piedras es tal, que en cualquier
momento se puede pinchar, pero había jurado en falso.
Cuando sentía que había quemado el freno del auto,
de tanto pisarlo a fondo, llegamos al cruce donde había tenido dudas de por
donde seguir. Carlota nos dijo que no sabía que hacer, porque no había ido más
que en dos ocasiones, y no se sabía bien el camino, máxime de noche sin apenas
luz.
La noche era cerrada y fría, no se oía ningún
ruido ni se veían luces por lo que no quedaba otra opción que tirar para la
casa de la niña y esperar a que regresaran sus padres. Carlota nos comentó que
todos los días pasaba un autobús a las nueve de la mañana dirección a Córdoba.
Desde tal ciudad podríamos regresar a Buenos Aires.
Estuvimos detenidos durante algo más de un minuto
en dicho enclave, los dos caminos picaban hacia arriba, por lo que cualquiera
de ellos me podía conducir hacia la ermita. Opté por bajarme del vehículo, otra
vez acompañado de mi linterna, con la firme intención de encontrar una señal
que indicase el camino al templo sagrado.
Pero no había forma, ni tan siquiera una señal en
una piedra blanca, como en algunas rutas turísticas se hace. En este paraje
alejado de la mano del hombre no había señal alguna que nos indicase el camino
a seguir.
En ese momento, me vino a la cabeza la posibilidad
de que todo fuera un bulo, que se tratase de un cuento chino de Carlota, que la
romería fuera una invención. Regresaba al Toyota cuando Marcelo comenzó a
amenazarme.
-Vos flaco, o me llevas al pueblo o te rajo.-Me
amenazó con una botella cortada que portaba en la mano derecha. Su cara de
lunático me hacía temer que iba en serio.
Para
satisfacción de mis dos acompañantes, emprendí el camino de regreso hacia la
vivienda de la joven.
El pedal del freno ya no me respondía, continuar
la marcha ya no suponía ser un temerario, rayaba la locura, era como jugar a la
ruleta rusa.
Tras una curva, surgía una pequeña recta con gran
pendiente descendente, el vehículo comenzó a embalarse de nuevo, y ante mi
imposibilidad manifiesta de detenerlo, opté por empotrarlo contra la pared
rocosa que se cernía a mi derecha, evitando una posible caída por el
precipicio.
El auto quedó completamente abollado en la parte
delantera, pero por suerte no sufrimos ningún tipo de daño ni lesión. Salimos
ilesos del vehículo con la sensación de que lo más duro ya había pasado.
Carlota me insultaba por haber puesto su vida en
peligro y por haber destrozado el auto de sus progenitores. En ese instante
analicé lo que había hecho, hubiera sido mucho más sensato habernos quedado en
su casa, aguardando la llegada de algún adulto capaz de explicarnos de una
buena vez que carajos sucedía en tal ominosa comarca.
Cerré el vehículo para evitar posibles robos y
conminé a mis compañeros para que descendieran la montaña rumbo al pueblo.
Marcelo rápidamente me acompañó entre burlas y sarcasmos por mi forma de
conducir. Carlota lloraba desconsolada con la cabeza sobre sus manos en el
capot del Toyota.
Antes de que nos perdiéramos en la lejanía, se
unió a nosotros en nuestra penosa marcha, sorteando las numerosas piedras que
dificultaban en demasía el caminar.
Tras una hora de incesante caminata llegamos a la
carretera comarcal, que estaba bien asfaltada y por la que llegaríamos en un
poco tiempo a la casa de Carlota. Poco a poco, el sonido de los grillos fue
apagándose, sustituyéndose por el de los perros.
Con las piernas hinchadas, el frío calando en
nuestros huesos, y el ladrido de los canes, llegamos a la modesta vivienda de
Carlota donde aguardamos la llegada de sus padres.
Una vez en el inmueble, me dejé caer en el sofá
experimentando un lastimoso cansancio y un sufrido desaliento por todo lo que
había acontecido aquel fatídico domingo.
Esperando que la siguiente semana comenzara con
una grata sorpresa, me levanté del desvencijado sofá para dirigirme a mi mochila,
saqué el teléfono y tras comprobar que los móviles de Lucía y Matías seguían
sin dar señal, me dispuse a poner el despertador
del teléfono mientras lo cargaba.
Me decanté
por poner las siete y cuarto, para tener tiempo de pasar por la comisaría a
poner la denuncia, con tiempo de sobra para poder llegar con antelación a la
parada.
En la mochila que llevaba conmigo tenía algo de
ropa, por lo que me pegué una ducha y experimenté algo parecido a lo que debe
sentir un vagabundo cuando se viste con ropa limpia tras un largo periodo en la
inmundicia.
Intenté
dormir tras la ducha, pero no lo conseguí, la alarma sonó a dicha hora sin que
hiciera falta, puesto que nos pasamos la noche en vela esperando la llegada de
algún vecino.
Al cansancio y la incertidumbre de no saber cuando
íbamos a salir de ese maldito pueblo, tenía que añadir las conjeturas que
llegaban a mí oreja. Marcelo aquella madrugada no paraba de decirme que podíamos estar ante
un caso de abducción colectiva.
-Hemos sido víctimas de una de las mayores
abducciones colectivas de la historia, poca gente habrá experimentado un
episodio como el que nos ha tocado vivir, hemos entrado en el club de los
privilegiados que se topan de lleno con el misterio. Todavía no somos
conscientes de lo que vivimos la noche anterior. Sólo el transcurso del tiempo
logrará hacernos asimilar todo lo que hemos vivido en esas horas de zozobra.
-¿Una de las mayores
abducciones de la historia? Pero si sólo fuimos cuatro las personas que
estábamos en aquel paraje donde dices que fuimos abducidos.- Le contesté
incrédulo, con ganas de bajarle de la nube.
-Y cuantas veces crees que un grupo de cuatro
personas ha experimentado un suceso de tal magnitud, habitualmente son
viandantes que caminan en solitario, los que se topan con esta clase de
fenómenos, en ocasiones son parejas, y rara vez un grupo de personas. En
Wichita, en el Estado de Kansas, en 1997 cuatro sujetos dijeron haber visto una
luz roja bajar de los cielos, de pronto descubrieron una nave cilíndrica, de
unos tres metros de ancho y cuatro de largo. Esa nave cegó a tres de los
jóvenes. Cuando por fin recobraron la vista, no había rastro de la nave
cilíndrica, ni tampoco del cuarto sujeto, que desapareció durante aquellos
instantes de angustia e incertidumbre. Ni que decir tiene que ya no volvieron a
ver a su amigo, se habló de que fue abducido y llevado al planeta del que
provenía la nave. También se dijo, que logró escapar, pero que su destino
estaba ya escrito, y fue absorbido por fuerzas no vislumbradas hasta el
momento, que pretendían impedir, como así lograron, que aquel joven pudiera
revelar a las autoridades federales todo lo que había sucedido aquella noche.
- Pero entonces, ¿por qué no se llevaron a los
tres restantes sujetos?
-Porque no hacía falta, como fueron cegados por la
máquina cilíndrica, nunca pudieron contar a las autoridades lo que aconteció durante
aquellos largos minutos. Un lance en el que perdieron la capacidad visual a
consecuencia de las luces rojas que brotaban de la máquina cilíndrica. Al ser
víctimas de tamaño complot espacial, sus testimonios acerca de lo ocurrido, no
tuvieron ninguna trascendencia ni política ni judicial.
-Pero que complot espacial ni que ocho cuartos,
Marcelo, estás desvariando, no sé si a consecuencia del sueño, del cansancio
físico o del estrés que nos produce estar en esta situación tan deleznable,
pero te aconsejo que dejes de hablar de naves cilíndricas, fuerzas no
vislumbradas y complots espaciales.
-Yo hablo de lo que me sale del orto, y si no
querés escucharme vete a dormir de una buena vez.
Cuando comenzaba con ese tono, a emplear la
palabra querés ya sabía que estaba enrabietado, por lo que no seguí su juego y
comencé a leer el periódico.
Mientras
tanto, Marcelo continuaba divagando a cerca de personas que habían sido
víctimas de abducciones, teorizando sobre
las opciones posibles donde podían encontrarse Lucía y Matías, aportando
diversos matices y enfoques sobre lo que podía haber sucedido, y mientras más
hablaba, más me dolía la cabeza.
Cuando por fin Marcelo se cansó de hablar de los posibles
sucesos sufridos por nuestros compañeros
de viaje, una vez agotadas todas las opciones y vertientes factibles y no tan
factibles, habidas y por haber, a cerca de su paradero, invertimos el resto de
la noche jugando al ajedrez y al tute, hasta que se hicieron las siete y
cuarto.
A esa hora decidimos salir de la casa para ir a la
comisaría, nos despedimos de Carlota que
se la veía aliviada al contemplar como abandonábamos su casa sin destrozar
nada, bastante tendrían ya sus padres con la reparación del vehículo empotrado
en la montaña.
A los cinco minutos de salir de la morada de
carlota, y tras comprobar que el carro de Matías no estaba donde lo dejamos el
sábado, llegamos a la comisaría.
Nos topamos con la puerta cerrada a cal y canto de
las dependencias policiales. Nos quedamos atónitos, mirándonos boquiabiertos
sin saber qué hacer.
-¿No será por la hora?
-Aquí no viene el horario de apertura, pero no
queda otra opción que esperar a ver si abren, si a las nueve menos veinte no
han abierto nos vamos a la parada de bus.-Le contesté tras observar mi reloj.
-Yo me voy ya, ya pondré la denuncia en Buenos
Aires.
Al contemplar como Marcelo se iba para la plaza donde
debía pasar el autobús que nos dejaría en Córdoba, dudé si seguir sus pasos.
Pero decidí quedarme en aquel punto de la calle, aguardando la llegada de los
alguaciles. Esperar a llegar a la capital para interponer la correspondiente
denuncia de desaparición, me parecía que podía jugar en nuestra contra.
Las
autoridades podían llegar a entender que teníamos algo que ocultar.
Hasta aquel momento no se me había pasado por la
cabeza ni por asomo, el llamar a los padres de Lucía, ni a la mujer de Matías.
Tampoco el buscar el teléfono de otra comisaría, para poner al menos, dadas las
circunstancias, una denuncia telefónica.
Siempre las buenas ideas afloran cuando ya no hay
solución, había permanecido durante toda la noche en una casa donde tenían el
libro de páginas amarillas y no se me había ocurrido buscar un número de la
policía. Ahora que me encontraba en la intemperie, era cuando se me ocurría
realizar esa llamada.
Viendo que no se movía un alma por ninguna de las
calles adyacentes a la de la comisaría, comencé a andar en dirección a la casa
de Carlota, con el firme propósito de llamar a la policía y relatar todo lo
sucedido dos noches atrás.
Pero cuando llegué a la puerta y timbré, no obtuve
respuesta alguna. Como era de esperar, Carlota no abría la puerta, bastante
había padecido ya la pobre como para dejarme entrar voluntariamente en su
vivienda.
Tras aporrear la puerta, y timbrar en incontables
ocasiones, Carlota se asomó por la ventana, descorriendo la cortina. Se quedó
mirándome fijamente esbozando una sonrisa inquietante, para luego hacerme un
corte de manga y descorrer la cortina.
Esa fue la última vez que vi a Carlota. Nunca más
se dignó a aparecer. Ni tan siquiera cuando le pedía que llamara a la policía
para denunciar la desaparición de dos personas la noche del último sábado.
No hubo forma, no sé si no me escuchaba, o no
quería hacerme caso. Lo cierto es que tras un largo espacio de tiempo que
permanecí sentado en la acera, decliné en mi propósito de ser oído por Carlota,
y regresé a la comisaría que continuaba cerrada.
Iban pasando los minutos, y continuaban las calles
vacías, ahora ni tan siquiera se veían chiquillos correteando y jugando por las
aceras. Tampoco parecía haber vida dentro de las casas, no se escuchaba más
ruido que el de los gorriones y el de los jilgueros en las copas de los árboles.
Algún que otro gato maullaba desde los tejados.
Las
ventanas permanecían cerradas, las chimeneas no echaban humo, el viento soplaba
con fuerza en aquella gélida mañana, que poco a poco, con el transcurrir de los
minutos, iba siendo más templada, más acorde con las fechas en las que nos
encontrábamos.
Los grados de temperatura iban in crescendo como
también mi desesperación.
Como era posible que fueran las ocho y veinte, y
no hubiera ningún signo de actividad humana en aquel ominoso pueblo.
Podía ser que fuera festivo este lunes, pero
entonces como es que no se llevaron a los niños para disfrutar de dos días de
asueto. Por otro lado, era inconcebible pensar que todos los vecinos se iban a
ir de vacaciones.
Transcurrió otro buen puñado de minutos antes
de que me moviera de la acera donde se encontraba la comisaría, momento en que
decidí ir a la plaza donde Marcelo me estaría aguardando, a buen seguro impacientemente.
Por el corto camino que anduve hasta llegar a la
plaza, me topé con más de lo mismo, casas cerradas, calles vacías, paredes
malogradas por las inclemencias del tiempo y el transcurrir de los años,
tristeza, abandono y desolación, en aquella aciaga mañana de principios de año.
Las nueve apuntaba mi reloj, pero sin embargo el
autobús no aparecía por la plaza, ni siquiera aparecía su sombra a lo lejos de
la carretera por la que supuestamente debería venir el dichoso vehículo.
-Tú, nos ha engañado esta piba, aquí no va a pasar
ningún bus.
-Vamos a esperar unos minutos y sino volvemos a la
casa a desayunar- Me dijo Marcelo con resignación.
-Que iluso eres si crees que Carlota nos va abrir
las puertas de su casa para que podamos desayunar. Ya fui para allá hace un
rato, para intentar llamar a la policía y no me abrió la puerta.
-¿Y por qué no me avisaste?
-No haberte ido. ¿Te topaste con alguien durante
estas dos horas?
-Que va, no pasó ningún carro, no vi a nadie ni
tan siquiera asomarse desde la ventana. ¿Pero por qué no llamas al número de
emergencias si tanto te preocupa anunciar la desaparición de Lucía y Matías?
-¿Qué número debo marcar?
- ¿Llevas más de un año viviendo en Argentina y
todavía no sabes qué número hay que marcar en caso de emergencias?- Se burlaba
mi compañero.
Tras
marcarme el número, pude hablar con una mujer a la que le relaté todo lo
sucedido la noche del sábado. Me dijo que daría buena nota a las autoridades
pertinentes para que se iniciara la oportuna labor de búsqueda. Ya me quedaba
más tranquilo, al menos sabía que desde otras latitudes tenían la certeza de lo
ocurrido, cosa que en este paraje, nadie conocía, salvo nosotros y una
desvergonzada niña. Conforme pasaban los minutos, la desesperación iba haciendo
mella en nuestros maltrechos estados de ánimo.
Abatidos y afligidos por la imposibilidad de salir
de aquel fatídico lugar, el hambre hacía estragos en nuestros vacíos estómagos.
-Yo me voy ya, son las nueve y cuarenta, llevo dos
horas y diez minutos mirando la puta carretera, me abro.
-¿Y a dónde vas a ir, alma de cántaro?- Le
contesté.
-A donde sea, no aguanto ni un solo minuto más en
este detestable lugar, voy a ver si encuentro alguna tienda que asaltar, ya que
no hay nadie en este puto pueblo, voy a arramplar con todo lo que se me venga
en gana.
Cuando fue inútil convencer a Marcelo de que se
quedara a esperar un poco más, que tuviera una pizca de paciencia, apareció al
fondo de la carretera la silueta de lo que parecía ser un autobús, en ese
momento le vociferé para que volviera, percatándole de la llegada de un
vehículo de grandes dimensiones. Cuando Marcelo regresó, asistimos impávidos a
una visión que nos desconcertó más aún de lo que ya de por sí estábamos. Al
aproximarse a plaza, pudimos apreciar que no se trataba de un autobús, si no de
un tractor.
Ambos nos quedamos anonadados, perplejos,
estupefactos, sin saber qué hacer. Nos miramos unos segundos, Marcelo se echó
las manos a la cabeza, para posteriormente comenzar a tirarse de los pelos
entre sollozos, maldiciendo su suerte. En ese instante reaccioné, ese
agricultor no nos podía sacar del pueblo, pero tal vez nos podría dar pistas de
lo que estaba sucediendo en aquel miserable lugar.
Comencé a correr en la dirección que tomó el
tractor, una vez que este se desvió dos calles más arriba, antes de llegar a la
plaza donde nos encontrábamos.
Gracias a que iba muy despacio, pude darle alcance
tras un largo sprint que me dejó sin aliento. Cuando el tractorista se percató
de mi presencia al divisarme por el espejo retrovisor, detuvo su tractor.
El hombre fue amable conmigo, me contó que venía
casi todos los días a arar aquellas tierras, pero que no vivía en Capilla, sino
en un pueblo cercano. Que le constaba que era día de asueto en aquella
localidad, pero que le extrañaba ver todo cerrado aquella mañana, sin saber
nada más de lo que estaba sucediendo.
-¿Sería tan amable de acercarnos a su localidad,
para poder abordar un autobús que nos lleve a Córdoba?- Le pedí de la forma más
cortés que se me ocurrió en aquel momento.
-Tengo mucho trabajo, de todas formas por aquí
pasa el autobús que va a Córdoba. No necesitas ir a mi pueblo.
-Me dijeron que sólo pasa a las nueve, llevamos
desde las siete y no ha pasado.
- Tal vez pase en un rato, ten paciencia, al ser
pueblos con muy pocos habitantes los autobuses a veces esperan a llevar un
mínimo de pasajeros, antes de emprender la marcha.
-Si no pasa en unas horas, y no hay aparece nadie
en el pueblo, me podría acercar, yo le pago lo que haga falta.
-No se trata de dinero, pero bien, búscame en un
par de horas, estaré en aquel solar.- Me señaló con su dedo índice un
descampado seco e improductivo, un erial del que no podía salir nada bueno. No
pude formular ninguna pregunta ni petición más, puesto que el tractorista
emprendió de nuevo su marcha, abandonándome en aquella sucia calle.
En ese instante cundió en mí otra vez el desánimo,
aquel agricultor que parecía amable, me había dejado sólo, con mis dudas. No
entendía nada de lo que sucedía y cada vez me surgían más dudas acerca de si
volvería a ver a Lucía con vida.
Sabía que cuanto más tiempo transcurriese, mas
difícil sería encontrarles, no quería ser pesimista pero lo veía muy chungo, no
sabía que diablos les pasó. Pero me afloraban muchas dudas, la más recurrente
el hecho de que si se habían ido voluntariamente, porqué habían escogido ese
momento.
También la posibilidad que se hubieran despeñado y estuvieran muertos o a punto de hacerlo, cobraba
fuerza. Ninguna solución posible que fuera positiva, afloraba en mi cabeza. Incluso
pensé que Marcelo podía haberles hecho algo malévolo que supuestamente me estaría
ocultando durante todo este tiempo.
Pero esto último resultaba un tanto descabellado, Marcelo
solo había perdido los nervios conmigo un instante cuando me agarró del cuello
y nos chocamos con el coche a causa de la tensión que estábamos viviendo, no
era un loco psicópata.
A decir verdad, también me amenazó con una botella
rota para que regresáramos al pueblo. Si realmente era un perturbado no me
constaba, ni me había dado motivos para pensar de esa forma tan equivocada, o
al menos tan ruin, de echar el muerto a mi amigo.
En esos instantes apareció Marcelo, andaba
mascullando palabras ininteligibles, su semblante denotaba una incipiente
desesperación.
-Qué te dijo el jornalero.
-Nada interesante, que no es del pueblo y que no
sabe lo que sucede, aunque se ha mostrado firme en su decisión de llevarnos a
su pueblo en dos horas, si todavía no ha aparecido nadie para aquel entonces.
-¡En dos horas! Para ese entonces ya me habré
cortado las venas si no aparece nadie por estos lares.
Regresamos a la parada con pocas expectativas de
que fuera a pasar el autobús, pero aferrándonos a esa pequeña esperanza que
siempre queda, por otro lado, alimentada por ser la única posibilidad real de
salir de allí.
Al cabo de un rato, Marcelo decidió dar una vuelta
de reconocimiento por las calles aledañas a la plaza. Acordamos antes de que
marchara, que le llamaría en caso de que apareciera cualquier tipo de vehículo.
No hubo ningún movimiento digno de reseñar, tan
sólo el de los pájaros, gatos y perros vagabundos que transitaban por aquellas
vetustas calles.
-Vamos a buscar al tractorista, porque está visto
que aquí no va a aparecer nadie en todo el día.
Marcelo estuvo de acuerdo con mi propuesta y me
acompañó hacia el solar donde nos debíamos reencontrar con el agricultor.
Recorrimos el breve trayecto oteando a todos lados
por si veíamos algún movimiento desde los ventanales de cualquiera de las
numerosas casas existentes en aquellas calles. Cuando llegamos al solar, cuál
fue nuestra desesperación, al contemplar estupefactos que no había tractor
alguno.
Ni tractor, ni agricultor, ni aperos de labranza,
ni ninguna señal o indicio que nos hiciera llegar a pensar que se hubieran
labrado las tierras aquella mañana.
El terruño en el que nos encontrábamos inmersos
era una conjunción de tierras y piedras polvorientas, donde no parecía haberse
sembrado nada en mucho tiempo.
-Pero si esto es un barbecho improductivo, no se
podía referir a este sitio.
-Me señaló con su dedo índice claramente apuntando
hacia este lugar.- Le contesté enfurecido, sin dar crédito a lo que veían mis
ojos.
-Pues algo falla, o te ha engañado o tenía
Parkinson y pretendía apuntar a otro sitio.
Continuamos andando en busca de otras tierras en
las que se pudiera encontrar aquel tractorista, mientras Marcelo me echaba en
cara que no hubiéramos ido antes en su búsqueda, a lo que le contesté que bien
pudo hacerlo él, que no me echara el muerto.
Salimos del pueblo y desde nuestra posición,
podíamos divisar una vasta extensión de terreno, pero en ninguna parte se
vislumbraba alguna figura humana. Era algo inaudito, pasaban las horas y todo
continuaba igual, sin rastro de ningún ciudadano.
-¿Crees que pueda haber sido una alucinación lo del
tractor?- Me insinuó Marcelo.
-No digas tonterías, no fue una visión, estuve
hablando con él por un rato, pero el sinvergüenza debe haberse cansado de
trabajar y se ha ido sin nosotros.
-Pero que tierras habrá arado, si no se ve ninguna
zona labrada.
Las palabras de Marcelo eran ciertas, no se
apreciaban surcos en ninguna de las parcelas existentes en la zona, por lo que
parecía como si el tractor no hubiera arado aquella mañana, tal vez, al no ver
al capataz de las tierras optó por regresar a su pueblo. Pero no lo hizo por el
camino por el que vino, de forma que no nos topamos con él a su regreso.
Tras acercarnos a las tierras adyacentes a nuestra
posición, y contemplar con más detalle lo que desde arriba habíamos visto,
decidimos regresar al pueblo para comprobar si ya había algún tipo de actividad
humana.
Recorrimos las calles del pueblo sin toparnos con
nadie, timbramos, gritamos, golpeamos las puertas, pero sin obtener ningún tipo
de respuesta. Cuando llegamos al bar Aurelios pudimos apreciar que estaba
cerrado. No había ni rastro de aquel viejo que nos echó de su bar, aquel con el
que intentamos entablar una conversación en varias ocasiones sin que fuera
posible, sin obtener una sola respuesta coherente a la multitud de preguntas
que se nos agolpaban en la cabeza en aquel instante.
-Hoy ni tan siquiera se ve a los niños que
merodeaban ayer por las calles. ¿Dónde estarán ahora?
-No tengo ni la menor idea donde han podido ir a
parar.- Me contestó Marcelo mientras se comía las uñas, a estas alturas apenas
le quedaban ya resquicios que seguir comiéndose.
En ese momento de zozobra nos decantamos por
buscar una tienda de alimentación, el hambre acuciaba nuestros gaznates,
después de tantas horas sin ingerir alimento alguno.
Nos adentramos por una calle estrecha en la que
Marcelo recordaba haber visto una tienda de comestibles.
-¡Mira vos, este carro no estaba hace un par de
horas!
Le miré incrédulo, sorprendido por sus palabras,
cuando salí del estupor me sumé a los esfuerzos de Marcelo, que gritaba y
golpeaba en las puertas colindantes al lugar donde estaba estacionado aquel
vehículo sospechoso de haber sido movido hacía pocas horas.
Pero nos volvimos a topar con el silencio más
atroz, una sensación de soledad absoluta, difícil de describir, inimaginable
para el que no estuviera allí. Derrotado y superado por los obstáculos que se
interponían en mi camino, me derrengué en el suelo.
Para entonces, Marcelo ya había abortado su misión
de buscar gente en aquella callejuela, y se mostraba circunspecto, merodeaba
por la calzada, con la cabeza agachada, como buscando algo en el asfalto.
De repente cogió una piedra que encontró en el
suelo y con ella en la mano percibí que se dirigía hacia la tienda de
comestibles.
En ese instante me levanté del suelo como si
tuviera un resorte en el costado, para dirigirme a Marcelo pidiéndole con voz
en grito que no cometiera tamaña fechoría, aquello que pretendía hacer era un
despropósito.
-¡Loco!, loco para, si de verdad quieres salir de
aquí sin meterte en líos, no hagas eso, vamos al bar Aurelios y allí comemos
algo.- Le expuse con las manos en alto, tratando de apaciguar sus ánimos
furibundos.
-Pero si el Aurelios está cerrado, hemos pasado
tres veces por ahí, y las tres veces estaba chapado, no pienso regresar a ese
sitio, tengo hambre, y no me importa tener más quilombos, me chupa un huevo lo
que pueda llegar a pasar.
Cuando trataba de decir algo coherente y
persuasivo, capaz de detener a mi compañero de fatigas, Marcelo arremetió
contra el cristal del establecimiento que saltó en mil pedazos.
Lanzó la piedra con tal violencia, a modo de
lanzador de peso, que la cristalera se vino abajo.
Pero no iba a ser tan sencillo alimentarse aquel
lunes, puesto que existían unos barrotes que impedían la entrada al
establecimiento. Era necesario encontrar un palo o una rama de un árbol, lo
suficientemente ancha para que con ella pudiéramos arrastrar los alimentos
hacia los barrotes, para así poder sacarlos del local.
Marcelo arrancó de cuajo una rama de un abedul que
se encontraba cerca de la tienda, y con él comenzó a arrastrar los alimentos
que más cerca se encontraban de los barrotes.
-Tanto esfuerzo y tanta destrucción para conseguir
unos tristes doritos.
-Algo habrá que comer, o quieres morir de
inanición.- Me respondió Marcelo con cara de pocos amigos.
Por mi comentario, logré que mi compañero no me
diera ni una de las bolsas que obtuvo, así que me tocó a mí, ingeniármelas para
alcanzar algún otro producto que estuviera a mi alcance. Tarea difícil, puesto
que la rama no era lo suficientemente larga como para alcanzar los suculentos
productos que se encontraban al fondo del establecimiento, sagazmente colocados
en ese área por el propietario del local, para evitar posibles sustracciones
como en este caso.
No obstante, logré alcanzar alguna bolsa de papas,
y finalmente, estirando el brazo a más no poder, alcancé una caja que contenía bollería,
palmeras y croissants, mayormente.
Ni que
decir tiene que se me cayeron al suelo cuando los saqué del estante, pero era
la única forma de dar con ellos.
El suelo de la tienda no parecía estar muy sucio,
al menos en comparación con toda la mugre que se veía en las calles, y tal era
mi hambre, que no dudé un instante en comerme todo lo que buenamente logré
alcanzar.
-Esto es el aperitivo, el almuerzo donde va ser,
que prefieres, cevichería, sancochados, hamburguesas, pizzas, hot dogs…
-Ya estoy saturado de tanto dulce, no necesito
comer más, al menos por unas horas.- Le contesté con las manos en la panza,
sintiendo ardores por injerir los alimentos con tanta rapidez, luego de haber
pasado tantas horas sin comer.
Emprendimos la marcha con mentalidades y propósitos
diferentes, mi acompañante pensando en encontrar un restaurante que asaltar, y
yo buscando a alguien que nos facilitase la salida de aquel calamitoso y
detestable pueblo.
Dos calles más abajo, Marcelo encontró un
restaurante, leía los nombres de los platos embelesado, como creyendo que
alguien le iba a tener preparado algunas de esas exquisitas comidas que en el
cristal se anunciaban.
-¿Quién te va a preparar la comida, te vas a poner
tú a cocinar una parrillada de lomo saltado, entrecot de res y solomillo de
buey?
-Que carajos, tengo hambre.- Musitaba mientras
buscaba en el asfalto otra piedra con la que poder romper la entrada del
establecimiento.
-¿Tienes algún tipo de patología que te produce
animadversión por las cristaleras?- Le contesté mientras le sostenía a duras
penas, tratando de evitar otra tropelía de un Marcelo que parecía estar
ausente, ensimismado, buscando piedras afanosamente hasta de debajo de los
escasos vehículos que allí se encontraban estacionados.
-Que vida más azarosa te espera si te dedicas a
allanar todos los locales de este funesto pueblo. Me abro, no quiero ser
cómplice de tus fechorías.
-Ni yo de tus felonías, ingrato, te consigo
sustento para que no perezcas de inanición y así me lo pagas, abandonándome a
las primeras de cambio. Está bien, lárgate, no quiero saber más de ti, yo me
las puedo ingeniar para sobrevivir en esta tierra hostil, no requiero de tu
deshonrosa presencia para salir adelante. Embustero, traidor, mercenario…
Así pues, abandoné a Marcelo mientras continuaba
soltando todo tipo de improperios e infamias hacia mi persona, sólo la
distancia evitó que siguiera escuchando la pila de insolencias y groserías que
profería con su hocico.
- Para ser hijo de embajador,¡ tienes la boca muy
sucia!-Le dije cuando me encontraba lejos de él.
Llevaría cerca de media hora caminando en soledad,
cuando de pronto, un sonido lejano de lo que parecían ser risotadas de niños,
se coló por mi pabellón auditivo.
Era la primera voz que escuchaba de un lugareño,
desde que el tractorista se perdió en la lejanía antes de que el reloj marcase
las diez de la mañana. Habían transcurrido casi siete horas sin obtener ninguna
señal de vida humana. No podía dejar escapar esa señal, corrí como alma que
lleva el diablo hacia el lugar del que provenían las risotadas.
Viré a la derecha desde la calle de la que provenía, y al fondo de la
nueva vía, vislumbré a dos niños que jugaban con una peonza en el irregular asfalto.
Me acerqué a ellos con prudencia y disimulo, esta
vez no quería que salieran corriendo como las veces anteriores. Andaba
despacio, como dando un paseo, sin apenas detener la mirada en los muchachos
que parecían absortos, ensimismados con el rodar de su trompo.
En el momento en que me encontraba a unos tres
metros de distancia de ellos, alzaron la mirada hacia mí. No se me ocurrió otra
cosa que saludarles como si fuera vecino de los mismos.
Para satisfacción mía, los niños no reaccionaron
como me esperaba, huyendo del lugar. Si no que se mostraron tranquilos,
sosegados, calmados, y me devolvieron el saludo cortésmente, sin reflejar
ningún tipo de miedo por mi presencia.
Tras saludarme, continuaron jugando con la peonza,
como si nada. Una vez que les sobre pasé, me detuve, no sabía cómo actuar, pero
tenía que sacar más información de aquellos muchachos antes de que se
esfumaran.
-Hola, ¿Están sus padres en casa? Necesito hablar
con ellos.
-No, estamos solos.
-¿Saben cuándo van a llegar?
-No, no sabemos nada.
Otra respuesta incómoda, no había forma de obtener
respuestas que me ayudaran a ver la luz al final del túnel.
-¿Cuándo fue la última vez que estuvieron en casa?
Uno de los niños se mostró incómodo, no sé si por
la última pregunta, o por apreciar cierta insistencia en mis palabras. El otro
muchacho sin embargo se mostró cooperante y me contestó que desde ayer estaban solos.
-¿Quién os hace la comida entonces?
-Nos la dejaron hecha, sólo tenemos que calentarla
en el microondas.
-¿No tienen que ir a la escuela?
-Hoy no, porque es festivo.
-¿Y mañana?
-Mañana si tenemos colegio.
Esa respuesta me tranquilizó un poco, pero no
quería dormir otro día más en ese lugar tan hostil, tan adverso a mis intereses
y que dañaba tanto mi integridad psicológica.
-¿Me podrías dar el número de teléfono de tu
padre? me urge hablar con él.
-No sé su teléfono, mis padres me llamaron esta
mañana, son ellos los que me llaman a casa cuando se van.
-¿Y qué fue lo que te dijeron?
- Me preguntaron si todo estaba bien, nada más.
No podía obtener mayor información de aquel
chiquillo, bastante suerte tuve con que se mostrase predispuesto a contestarme
tantas preguntas. Ahora solo quedaba esperar a que llegase la gente al pueblo,
con la tranquilidad que otorga el saber con casi total certeza, que al día
siguiente se reanudará la actividad normal del pueblo. Con ello, llegará la
oportunidad de salir del mismo.
Continué andando, con la intención, pero sobre
todo con el deseo de encontrarme a alguien más que pudiera arrojar más luz a
todo este desaguisado. Pero fue en vano, anduve cerca de una hora, en la que me
dio tiempo a recorrerme prácticamente todo el pueblo.
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