jueves, 19 de diciembre de 2013

Huida a ninguna parte


Al llegar al pueblo lo primero que hicimos fue ir a la comisaría, pero cuando llegamos observamos con estupor que estaba cerrada a cal y canto.
 
-Yo creo que en este pueblo no hay más comisarías que esta.
-Vamos a dar una vuelta a ver si alguien nos dice en donde podemos localizar a un agente-Le contesté.
-Pero si no hay nadie en las calles- Me dijo sorprendido de ver el pueblo desierto.
-Ya, es que es la hora de la comida, estará toda la gente en su casa comiendo o echando la siesta.
 
Nos recorrimos prácticamente el pueblo entero sin encontrar a ningún policía ni tan siquiera a ninguna persona adulta, tan sólo un anciano que parecía tener alzhéimer puesto que le preguntamos varias cosas y nos contestó con frases incoherentes, mientras que hacía algún que otro movimiento de brazos y permanecía con la mirada perdida en un punto imaginario.
 
También encontramos algunos niños montando en bicicleta pero que no nos hicieron caso, seguían pedaleando como sino nos hubieran visto.
Entramos a un bar y tampoco encontramos en él a ningún cliente ni a ningún camarero, nos servimos una cervecita y observé el bar con gran inquietud, al contemplar que era muy parecido al que sale en la película de quien puede matar a un niño, del magistral director de cine, Chicho Ibáñez Serrador.
Se trataba de un pequeño bar de sillas viejas y de aspecto poco cuidado, los cuadros y los objetos de decoración eran muy escasos, y daban una imagen de pobreza y austeridad.
 
La situación que vivíamos Marcelo y yo, era muy parecida a la que vivieron la pareja de recién casados que arriba a la isla y se encuentran con un pueblo de casas blancas, vacío y con tan sólo niños que van de un lado a otro en bici.
Para colmo el bar era también muy parecido al de la película, por lo que yo creía que todo era fruto de una paranoia. La mesa, la barra, las paredes, todo era igual.
 
Era como si me hubieran dado todo el peyote y me estuviera haciendo efectos que no podía controlar desde que me desperté en el campamento base, o donde diablos fuera que recobré la noción del tiempo.
Me resultaba muy difícil pensar que todo fuera tan parecido a la ficción de la película que más me había impresionado, de todas cuantas películas había visto en mi corta vida. Todo lo que estaba viviendo tenía que ser fruto de mi imaginación, no podía ser cierto.
Miré a Marcelo con desconfianza, pude percibir en su rostro sudoroso que también lo estaba pasando mal, por la noche se había helado de frío y había tenido una hipotermia a causa del frío que hacía, en cambio ahora el calor era insoportable. No podíamos creer como la oscilación térmica pudiera ser tan acusada, podíamos estar rondando los 40 grados y por la noche a buen seguro que no llegaba a cero grados. Ni que estuviéramos en el desierto de Atacama.
 
Tenía claro que no me habían dado nada, que esto era la cruda realidad de un viaje que por el momento estaba siendo todo menos relajante, salí fuera tras beberme una segunda cerveza que calmó un poco mi sed y mi ansiedad, pero tampoco conseguí quitarme el agobio de encima porque el calor me asfixiaba y los rayos del sol caían a plomo sobre mi cabeza, y sobre las aceras desiertas de las calles del pueblo.
 
Volví a entrar para echarme agua en el lavabo por la cabeza, para posteriormente salir del establecimiento en busca de encontrar a alguien.  Cuando salí del baño me topé de bruces con el anciano que parecía tener Alzheimer. Nos dijo que nos marcháramos de allí. Tras intentar de nuevo pedirle explicación de lo sucedido, de pedirle explicaciones de donde estaba la gente, decidimos marcharnos.
Era imposible establecer una conversación con aquel sujeto. Como alguien, en su sano juicio, podía dejar su negocio al frente de una persona que tenía sus facultades psíquicas y cognitivas tan mermadas como aquel pobre hombre.
Debía tratarse de una emergencia muy grande, en la que ni tan siquiera hubiera tenido tiempo de cerrar el bar.
Tras pagarle lo consumido, salimos del local con la firme intención de proseguir la búsqueda.
A los cinco minutos de abandonar el bar, Marcelo me dijo que se encontraba muy mal, y que necesitaba regresar al local para estar en un sitio donde no le diera el sol. Le dije que aguantara, pero no me hizo caso y se marchó, por lo que tuve que continuar la búsqueda en solitario.
 
Me llamaba poderosamente la atención la pobreza de las fachadas del pueblo, todas llevaban sin ser pintadas un montón de años por lo que daba aspecto de pobreza y abandono, aparte del deterioro de la pintura blanca de las paredes de las casas, el polvo acumulado en todas las aceras y las bolsas y cascaras de pipas tiradas por las calles, denotaban una dejadez extrema.
Suciedad a raudales en todos los costados de las calles, no debía haber barrenderos, y parecía que ningún vecino se había dignado a barrer las calles en cuatro décadas.
 
Los vecinos del pueblo parecían tener algo más urgente e importante que hacer aquella tarde de enero que barrer y limpiar las calles de su pueblo. Yo seguía inquieto sin saber como era posible que todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo en abandonar el municipio aquel día, cuando ayer parecía ser un sitio totalmente normal con la actividad clásica de un pueblo pequeño pero con las tiendas abiertas, los coches circulando y los viandantes andando por las aceras, cosa que no se veía ahora por ningún lado.
 
Algo debía haber pasado pero como era posible que pudiera afectar, o al menos movilizar, a todos los habitantes de la localidad inclusive a la policía. No se puede secuestrar a toda a  la gente de golpe, nada tenía sentido, las ventanas de las casas estaban cerradas al igual que todos los establecimientos, salvo el bar en que se había quedado Marcelo. No había ningún cartel ni ningún bando municipal colgado en las paredes de las calles, que pudiera presagiar, o ayudarme a entender lo que estaba sucediendo.
 
Tampoco se veía sangre o cartuchos de pólvora que me hicieran sospechar que hubiera ocurrido una tragedia como la que aconteció en Puerto Hurraco a principios de los noventa, en la provincia de Badajoz, pueblo que también me recordaba a este, con casas blancas de una o dos alturas, con aceras y calles muy estrechas y con muy pocos coches aparcados, a decir verdad hay miles de pueblos con esas características.
 
En un callejón encontré una casa que tenía una ventana abierta, me acerqué a ella y llamé en voz alta a una hipotética persona que estuviera en su interior, pero nadie contestó, aprecié durante un minuto apoyado en la ventana que la estancia era un salón bien amueblado, con un periódico encima de una mesa.
 
Me daba respeto entrar en aquel salón pero después de analizar la situación me decidí a saltar y entrar a la casa por dicha ventana. Salí del salón tras comprobar que el periódico era de fecha de ayer, y accedí a un patio interior en el que había una hermosa higuera aparte de otros árboles frutales que estaban bien cuidados.
Era un patio de grandes dimensiones, al fondo había una puerta que estaba entornada por la que me decidí a entrar, se trataba de la cocina en la que volví a gritar para ver si había alguien.
No me contestaron, así que opté por continuar investigando por el resto de dependencias de la casa, por sus diferentes habitaciones, a ver si encontraba algo raro, con más morbosidad que convicción de encontrar algo que me fuera a dar una pista sobre lo que acontecía en aquella población.
 
Nada más lejos de la realidad, las personas que vivían en la casa debían de ser de los más ricos a juzgar por las dimensiones de la misma y de lo bien amueblada que estaba. En los pueblos es común encontrar casas abiertas, pero generalmente la de las personas más humildes, y esta no lo era ni mucho menos, tenía cuadros y alfombras que afirmaban mi teoría de que sus moradores tenían pasta. Por no hablar de las joyas que me encontré en una de las habitaciones que no me atreví a sustraer, nunca había robado y ni siquiera en una situación tan fácil para ello quise hacerlo.
 
Estuve cerca de meterlas en mi mochila y salir corriendo de la casa, había pulseras, sortijas, pendientes, alhajas de todo tipo, pero me pudo mi buena ética para no hurtar a nadie que no me haya hecho daño moral o físico, así que decidí bajar las escaleras y salir al exterior después de comerme un plato de judías que se encontraban en una hoya.
 No había desayunado nada aquella mañana, desde que cené unas galletas de chocolate, no había ingerido nada más, puesto que no contaba con más alimentos en la mochila.
 La comida parecía hecha esa misma mañana, ya que estaba caliente todavía y estaba muy rica, muy bien sazonada. La persona que la hubiera preparado no podía haberse ido de la casa hacia más de dos horas, a juzgar por la temperatura de la comida, y yo llevaba más o menos ese tiempo en el pueblo, quizás un poco menos.
Por un lapsus de tiempo muy pequeño no me encontré con la persona que guisó la comida abandonando la casa y saliendo del pueblo.
 
Me dio apuro esperar a que regresaran los dueño así que salí con el buche lleno y la bofetada de calor que me dieron al salir del inmueble, me hizo recordar que no hacía día para caminar más que por la sombra.
 
Llegué a una plaza en la que había unos niños jugando con unos cromos, al acercarme a ellos recogieron todo rápidamente y se montaron en sus bicicletas para salir pitando de la plaza, despavoridos, como alma que lleva el diablo.
 
No entendí el extraño comportamiento de aquellos chavales que habían salido despavoridos al ver que me acercaba a ellos. Recorrí la plaza al oír el ruido de una cuerda golpear el asfalto.
Se trataba de unas niñas que se encontraban al fondo de la misma saltando a la comba. Opté por probar a ver si esta vez no salían corriendo, para ello fui andando despacio, sin mirarlas, como si estuviera dando un paseo de forma despreocupada.
 
Me acerqué a ellas y les pregunté que si sabían donde estaba la gente del pueblo. Una niña en tono arrogante y mostrando cierto desprecio me dijo que estarían en sus casas. La dije que me había recorrido todo el pueblo y había llamado a la mayoría de puertas y en ninguna me habían contestado.
 
-Llama otra vez pues, y ahora déjanos en paz, que nos estás molestando.
 
Me dio ganas de cruzarle la cara. Lo que más me desesperaba del momento que atravesaba, era que los chavales se rieran de mí o me evitaran en una situación tan dramática como la que estaba viviendo. Se burlaban de mí y no me aportaban una solución.
Llamé a un par de casas más y al ver que no me contestaban volví a la plaza, cogí la comba y con una violencia inusitada, presa de la ira, la ansiedad y el sol de justicia que me volvía más agresivo de lo que ya era de por sí, comencé a fustigarlas. Latigué a las dos niñas que me habían vacilado.
 
Las golpee con brutalidad en piernas, brazos y glúteos hasta que me di cuenta de que había perdido el juicio y estaba cometiendo una locura. Cuando comenzaron a huir retuve a la niña que me había contestado primero, la así de los brazos y pude comprobar que ahora era ella la que estaba asustada y tenía miedo.
 
-Haber puta, dime en donde están tus padres.
-Tras bacilar un largo rato me dijo que se habían ido a una romería, que era la tradición más arraigada del pueblo, todos los años por estas fechas, iban todos los adultos a una pequeña ermita en la montaña, y sólo se quedaban en el pueblo los pequeños.
-Por donde se va a esa ermita.
-Tenes que tomar el camino que lleva a la gasolinera y luego agarrar el camino que sube por...
 
Eran demasiados datos que mi cerebro, en ese momento no podía procesar, así que me llevé a la niña a su casa puesto que andando no se podía llegar, según ella eran más de cuatro horas lo que tardaríamos y mis piernas no aguantarían a cubrir ni la cuarta parte de ese largo trayecto.
 
No sabía que hacer, parecía que me iban a estallar las piernas después de haberme pateado todo el pueblo y sobretodo de las caminatas que me había dado por el monte, no había parado de andar en los dos últimos días.
 
Una vez en la casa llamé a sus padres y a los números de los vecinos que tenían apuntados en un listín de teléfonos que encontré en la mesa donde se hallaba el propio teléfono. Pero todos estaban apagados o fuera de cobertura, según me dijo la niña, era un lugar muy apartado al que no llegaban las ondas de la televisión ni de la radio,  ni tan siquiera de la telefonía.
 
Sólo tenía dos opciones, esperar a que volvieran, o coger el coche e irme con ella a la romería. La  segunda opción me pareció mejor en un primer momento, si bien Carlota, la niña que se encontraba conmigo, me dijo que sólo se podía acceder en todoterreno, puesto que el camino era muy pedregoso. Así que esperé hasta las once de la noche, a esa hora como no habían regresado, decidí coger las llaves de su coche y salir de la casa en su compañía.
 
Me había dicho que estarían al llegar desde las nueve y no tenía ganas de esperar más tiempo, así que la metí en el coche a regañadientes para que me guiara en la dirección correcta hacia el lugar donde se ubicaba la dichosa ermita. No sin antes advertirla que si se trataba de una broma, me la iba a pagar muy cara.
 
La situación lo requería, en otro caso incurriría en delito de allanamiento de morada, secuestro de un menor y sustracción de vehículo, pero tenía la eximente de estado de necesidad que anulaba toda responsabilidad penal que pudiera existir. O al menos eso creía en aquel momento.
 
Antes de salir del pueblo me encontré a Marcelo deambulando por una polvorienta calle en avanzado estado de embriaguez, con una cerveza en la mano y la mirada perdida en un punto imaginario.
Tras bacilar un instante, se subió al coche y continuamos la marcha, me había olvidado de él y me lo echó en cara, me insultó y me dijo que como era capaz de dejarle tirado.
Le contesté que era él el que me había dejado tirado para beberse unas birras de gratis en el bar Aurelios, en vez de buscar a gente para solucionar el problema. Discutimos de forma acalorada hasta que se puso muy nervioso y me cogió del cuello mientras conducía.
 
-Estás loco, nos vamos a matar, que haces.- Intenté quitármelo pero no pude y el vehículo se estampó contra una pared, por suerte no pasó nada ya que llevaba cinturón y pude frenar algo para que el choque fuera muy leve. Marcelo, que no llevaba puesto el cinturón de seguridad, se golpeó contra el cristal delantero haciéndose una herida en la frente, de la que manaba una gran cantidad de sangre.
 
Tras el choque, Marcelo no paraba de maldecir su suerte, encontró unos pañuelos y se tapó la herida como buenamente pudo, cuando la sangre dejó de manar se calmó un poco. Para ese momento Carlota ya no se encontraba en el habitáculo trasero del auto, sin duda alguna, había aprovechado el momento de confusión y alboroto que supuso el choque y la pelea entre nosotros, para salir corriendo.
 Se nos había escapado aprovechando la menor situación, así que salí despavorido hacia su encuentro, tras un carrera de unos trescientos metros en la que quedé exhausto, conseguí darla alcance y volví al vehículo de nuevo con ella.
 
Cuando regresé al vehículo me sorprendió la actitud de Marcelo, pareciere que la contusión que recibió al impactar con el vidrio delantero, le hubiera servido para calmarse. Parecía estar más cooperante incluso me ayudó en las labores de retención de Carlota.
 Entre los dos, logramos ingresarla en los asientos traseros del vehículo. Para que no se nos volviera a escapar, Marcelo fue en la parte trasera durante todo el recorrido. El coche tenía poca gasolina por lo que paré a repostar, pero como no, la gasolinera estaba también cerrada.
 


La gasolinera más cercana se hallaba a unos 30 kilómetros,  por lo que ante la duda de si regresar al pueblo o continuar la marcha, opté por lo segundo. En el caso de quedarme en el camino tirado, sin combustible, terminaríamos el recorrido andando.
Al poco de abandonar las últimas casas del municipio, tomamos un desvío que surgió en la margen derecha de la carretera, en ese preciso momento nos percatamos del cambio de rasante y del firme del trazado de aquel penoso camino. Nos habíamos adentrado en una vía agropecuaria y pedregosa de mala muerte, por donde iba el coche dando tumbos.
 Las ruedas parecían que no iban a aguantar muchos kilómetros por una zona así, pero no había otra salida que continuar hasta que aquel  Toyota del año de la pera dijera basta.
La carretera cada vez picaba más hacía arriba, y el carro iba muy forzado, la noche era muy cerrada y la luz de los focos era muy tenue, no alumbraban lo suficiente para una conducción segura.
 
En un primer momento Carlota, y posteriormente Marcelo, me pidieron que diera marcha atrás, que no era viable continuar por aquel camino que no cesaba de hacer curvas mal trazadas, pero yo no estaba por la labor de dar marcha atrás y quería continuar.
 
No quería que pasara ni un segundo más sin saber que coño era lo que estaba pasando en ese maldito lugar. De pronto Carlota me dijo que no sabía si íbamos por el camino correcto, o había que haberse desviado por una bifurcación que nos había salido a la derecha del camino.
 
Ante las dudas que me surgían de si me estaba mintiendo, decidí continuar la marcha, llevaba puestas las luces largas, pero aún así, no veía a más de cinco o seis metros de distancia. Al cabo de un pequeño rato, Carlota me insistió en que parase, aduciendo que íbamos por mal camino. Ya no sabía si me lo decía porque no quería llegar allí, o porque realmente creía que nos habíamos equivocado.
 
En un momento de discusión acerca de lo que debíamos hacer, con Marcelo llamándome temerario y Carlota gritando que nos íbamos a salir del trazado y nos íbamos a matar, a punto estuvimos de perecer en aquel lugar, tal y como vaticinaba Carlota.
Muy cerquita estuvimos de salirnos del camino y caernos por un barranco, el margen derecho de la vía agropecuaria por la que transitábamos delimitaba con un desfiladero. Por ser noche cerrada, no alcanzamos a apreciar la magnitud de aquel desnivel.
Por suerte, frené justo a tiempo, las llantas delanteras del vehículo quedaron a escasos centímetros de la caída. Con la linterna pude contemplar el escaso margen con el que quedamos del precipicio. Nos habíamos librado de fallecer en aquel horrible lugar por escasos centímetros. Tras regresar al vehículo y serenarme por unos instantes, logré dar marcha atrás para volver al camino.
Continuamos la marcha por un breve espacio de tiempo, pero ante la escasa visibilidad y la insistencia de mis dos acompañantes decidí dar la vuelta. Más que una decisión voluntaria, fue una obligación, Marcelo me agarró y me obligó a parar el auto, no tuve más remedio que obedecer sus órdenes a decir verdad.
La bajada se hacía más penosa si cabe, el vehículo tendía a embalarse cuando la pendiente se tornaba más acusada. Para colmo de males, el indicador de la gasolina no paraba de oscilar, pidiéndome repostar. Por lo que opté por descender en punto muerto, asumiendo el gran riesgo que esto suponía.
El riesgo de quedarnos sin fuel en aquel lugar no era tan peligroso como lo era el descender en punto muerto, era consciente de ello, no obstante, confiaba plenamente en mis dotes como conductor nocturno, labor que había desempeñado en incontables ocasiones, al regreso de fiestas en el campo, conocidas como raves.
 
Estas tenían lugar en parajes tan desolados como Chapinería, Patones o la rivera del Jarama, siempre conducía con unas copas de más en el cuerpo. En esta ocasión no había ingerido más alcohol que un par de birras en el bar  Aurelios, y de eso ya habían pasado muchas horas.
En uno de esos retornos, conduciendo borracho por el campo, había jurado que ya no cogería el coche en una situación tan deplorable como aquellas, donde la visión es casi nula, y el tamaño de las piedras es tal, que en cualquier momento se puede pinchar, pero había jurado en falso.
 
Cuando sentía que había quemado el freno del auto, de tanto pisarlo a fondo, llegamos al cruce donde había tenido dudas de por donde seguir. Carlota nos dijo que no sabía que hacer, porque no había ido más que en dos ocasiones, y no se sabía bien el camino, máxime de noche sin apenas luz.
 
La noche era cerrada y fría, no se oía ningún ruido ni se veían luces por lo que no quedaba otra opción que tirar para la casa de la niña y esperar a que regresaran sus padres. Carlota nos comentó que todos los días pasaba un autobús a las nueve de la mañana dirección a Córdoba. Desde tal ciudad podríamos regresar a Buenos Aires.
 
Estuvimos detenidos durante algo más de un minuto en dicho enclave, los dos caminos picaban hacia arriba, por lo que cualquiera de ellos me podía conducir hacia la ermita. Opté por bajarme del vehículo, otra vez acompañado de mi linterna, con la firme intención de encontrar una señal que indicase el camino al templo sagrado.
Pero no había forma, ni tan siquiera una señal en una piedra blanca, como en algunas rutas turísticas se hace. En este paraje alejado de la mano del hombre no había señal alguna que nos indicase el camino a seguir.
 
En ese momento, me vino a la cabeza la posibilidad de que todo fuera un bulo, que se tratase de un cuento chino de Carlota, que la romería fuera una invención. Regresaba al Toyota cuando Marcelo comenzó a amenazarme.
 
-Vos flaco, o me llevas al pueblo o te rajo.-Me amenazó con una botella cortada que portaba en la mano derecha. Su cara de lunático me hacía temer que iba en serio.
 Para satisfacción de mis dos acompañantes, emprendí el camino de regreso hacia la vivienda de la joven.
 
El pedal del freno ya no me respondía, continuar la marcha ya no suponía ser un temerario, rayaba la locura, era como jugar a la ruleta rusa.
Tras una curva, surgía una pequeña recta con gran pendiente descendente, el vehículo comenzó a embalarse de nuevo, y ante mi imposibilidad manifiesta de detenerlo, opté por empotrarlo contra la pared rocosa que se cernía a mi derecha, evitando una posible caída por el precipicio.
 
El auto quedó completamente abollado en la parte delantera, pero por suerte no sufrimos ningún tipo de daño ni lesión. Salimos ilesos del vehículo con la sensación de que lo más duro ya había pasado.
Carlota me insultaba por haber puesto su vida en peligro y por haber destrozado el auto de sus progenitores. En ese instante analicé lo que había hecho, hubiera sido mucho más sensato habernos quedado en su casa, aguardando la llegada de algún adulto capaz de explicarnos de una buena vez que carajos sucedía en tal ominosa comarca.
Cerré el vehículo para evitar posibles robos y conminé a mis compañeros para que descendieran la montaña rumbo al pueblo. Marcelo rápidamente me acompañó entre burlas y sarcasmos por mi forma de conducir. Carlota lloraba desconsolada con la cabeza sobre sus manos en el capot del Toyota.
 
Antes de que nos perdiéramos en la lejanía, se unió a nosotros en nuestra penosa marcha, sorteando las numerosas piedras que dificultaban en demasía el caminar.
Tras una hora de incesante caminata llegamos a la carretera comarcal, que estaba bien asfaltada y por la que llegaríamos en un poco tiempo a la casa de Carlota. Poco a poco, el sonido de los grillos fue apagándose, sustituyéndose por el de los perros.
Con las piernas hinchadas, el frío calando en nuestros huesos, y el ladrido de los canes, llegamos a la modesta vivienda de Carlota donde aguardamos la llegada de sus padres.
 
Una vez en el inmueble, me dejé caer en el sofá experimentando un lastimoso cansancio y un sufrido desaliento por todo lo que había acontecido aquel fatídico domingo.
Esperando que la siguiente semana comenzara con una grata sorpresa, me levanté del  desvencijado sofá para dirigirme a mi mochila, saqué el teléfono y tras comprobar que los móviles de Lucía y Matías seguían sin dar señal, me dispuse  a poner el despertador del teléfono mientras lo cargaba.
 Me decanté por poner las siete y cuarto, para tener tiempo de pasar por la comisaría a poner la denuncia, con tiempo de sobra para poder llegar con antelación a la parada.
En la mochila que llevaba conmigo tenía algo de ropa, por lo que me pegué una ducha y experimenté algo parecido a lo que debe sentir un vagabundo cuando se viste con ropa limpia tras un largo periodo en la inmundicia.
 Intenté dormir tras la ducha, pero no lo conseguí, la alarma sonó a dicha hora sin que hiciera falta, puesto que nos pasamos la noche en vela esperando la llegada de algún vecino.
 
Al cansancio y la incertidumbre de no saber cuando íbamos a salir de ese maldito pueblo, tenía que añadir las conjeturas que llegaban a mí oreja. Marcelo aquella madrugada  no paraba de decirme que podíamos estar ante un caso de abducción colectiva.
-Hemos sido víctimas de una de las mayores abducciones colectivas de la historia, poca gente habrá experimentado un episodio como el que nos ha tocado vivir, hemos entrado en el club de los privilegiados que se topan de lleno con el misterio. Todavía no somos conscientes de lo que vivimos la noche anterior. Sólo el transcurso del tiempo logrará hacernos asimilar todo lo que hemos vivido en esas horas de zozobra.
 
-¿Una de las  mayores  abducciones de la historia? Pero si sólo fuimos cuatro las personas que estábamos en aquel paraje donde dices que fuimos abducidos.- Le contesté incrédulo, con ganas de bajarle de la nube.
-Y cuantas veces crees que un grupo de cuatro personas ha experimentado un suceso de tal magnitud, habitualmente son viandantes que caminan en solitario, los que se topan con esta clase de fenómenos, en ocasiones son parejas, y rara vez un grupo de personas. En Wichita, en el Estado de Kansas, en 1997 cuatro sujetos dijeron haber visto una luz roja bajar de los cielos, de pronto descubrieron una nave cilíndrica, de unos tres metros de ancho y cuatro de largo. Esa nave cegó a tres de los jóvenes. Cuando por fin recobraron la vista, no había rastro de la nave cilíndrica, ni tampoco del cuarto sujeto, que desapareció durante aquellos instantes de angustia e incertidumbre. Ni que decir tiene que ya no volvieron a ver a su amigo, se habló de que fue abducido y llevado al planeta del que provenía la nave. También se dijo, que logró escapar, pero que su destino estaba ya escrito, y fue absorbido por fuerzas no vislumbradas hasta el momento, que pretendían impedir, como así lograron, que aquel joven pudiera revelar a las autoridades federales todo lo que había sucedido aquella noche.
- Pero entonces, ¿por qué no se llevaron a los tres restantes sujetos?
-Porque no hacía falta, como fueron cegados por la máquina cilíndrica, nunca pudieron contar a las autoridades lo que aconteció durante aquellos largos minutos. Un lance en el que perdieron la capacidad visual a consecuencia de las luces rojas que brotaban de la máquina cilíndrica. Al ser víctimas de tamaño complot espacial, sus testimonios acerca de lo ocurrido, no tuvieron ninguna trascendencia ni política ni judicial.
-Pero que complot espacial ni que ocho cuartos, Marcelo, estás desvariando, no sé si a consecuencia del sueño, del cansancio físico o del estrés que nos produce estar en esta situación tan deleznable, pero te aconsejo que dejes de hablar de naves cilíndricas, fuerzas no vislumbradas y complots espaciales.
-Yo hablo de lo que me sale del orto, y si no querés escucharme vete a dormir de una buena vez.
Cuando comenzaba con ese tono, a emplear la palabra querés ya sabía que estaba enrabietado, por lo que no seguí su juego y comencé a leer el periódico.
 Mientras tanto, Marcelo continuaba divagando a cerca de personas que habían sido víctimas de abducciones,  teorizando sobre las opciones posibles donde podían encontrarse Lucía y Matías, aportando diversos matices y enfoques sobre lo que podía haber sucedido, y mientras más hablaba, más me dolía la cabeza.
 
Cuando por fin Marcelo se cansó de hablar de los posibles sucesos sufridos por  nuestros compañeros de viaje, una vez agotadas todas las opciones y vertientes factibles y no tan factibles, habidas y por haber, a cerca de su paradero, invertimos el resto de la noche jugando al ajedrez y al tute, hasta que se hicieron las siete y cuarto.
 
A esa hora decidimos salir de la casa para ir a la comisaría, nos despedimos de  Carlota que se la veía aliviada al contemplar como abandonábamos su casa sin destrozar nada, bastante tendrían ya sus padres con la reparación del vehículo empotrado en la montaña.
A los cinco minutos de salir de la morada de carlota, y tras comprobar que el carro de Matías no estaba donde lo dejamos el sábado, llegamos a la comisaría.
Nos topamos con la puerta cerrada a cal y canto de las dependencias policiales. Nos quedamos atónitos, mirándonos boquiabiertos sin saber qué hacer.
-¿No será por la hora?
-Aquí no viene el horario de apertura, pero no queda otra opción que esperar a ver si abren, si a las nueve menos veinte no han abierto nos vamos a la parada de bus.-Le contesté tras observar mi reloj.
-Yo me voy ya, ya pondré la denuncia en Buenos Aires.
 
Al contemplar como Marcelo se iba para la plaza donde debía pasar el autobús que nos dejaría en Córdoba, dudé si seguir sus pasos. Pero decidí quedarme en aquel punto de la calle, aguardando la llegada de los alguaciles. Esperar a llegar a la capital para interponer la correspondiente denuncia de desaparición, me parecía que podía jugar en nuestra contra.
 Las autoridades podían llegar a entender que teníamos algo que ocultar.
Hasta aquel momento no se me había pasado por la cabeza ni por asomo, el llamar a los padres de Lucía, ni a la mujer de Matías. Tampoco el buscar el teléfono de otra comisaría, para poner al menos, dadas las circunstancias, una denuncia telefónica.
Siempre las buenas ideas afloran cuando ya no hay solución, había permanecido durante toda la noche en una casa donde tenían el libro de páginas amarillas y no se me había ocurrido buscar un número de la policía. Ahora que me encontraba en la intemperie, era cuando se me ocurría realizar esa llamada.
Viendo que no se movía un alma por ninguna de las calles adyacentes a la de la comisaría, comencé a andar en dirección a la casa de Carlota, con el firme propósito de llamar a la policía y relatar todo lo sucedido dos noches atrás.
Pero cuando llegué a la puerta y timbré, no obtuve respuesta alguna. Como era de esperar, Carlota no abría la puerta, bastante había padecido ya la pobre como para dejarme entrar voluntariamente en su vivienda.
Tras aporrear la puerta, y timbrar en incontables ocasiones, Carlota se asomó por la ventana, descorriendo la cortina. Se quedó mirándome fijamente esbozando una sonrisa inquietante, para luego hacerme un corte de manga y descorrer la cortina.
Esa fue la última vez que vi a Carlota. Nunca más se dignó a aparecer. Ni tan siquiera cuando le pedía que llamara a la policía para denunciar la desaparición de dos personas la noche del último sábado.
No hubo forma, no sé si no me escuchaba, o no quería hacerme caso. Lo cierto es que tras un largo espacio de tiempo que permanecí sentado en la acera, decliné en mi propósito de ser oído por Carlota, y regresé a la comisaría que continuaba cerrada.
Iban pasando los minutos, y continuaban las calles vacías, ahora ni tan siquiera se veían chiquillos correteando y jugando por las aceras. Tampoco parecía haber vida dentro de las casas, no se escuchaba más ruido que el de los gorriones y el de los jilgueros en las copas de los árboles.
Algún que otro gato maullaba desde los tejados.
 Las ventanas permanecían cerradas, las chimeneas no echaban humo, el viento soplaba con fuerza en aquella gélida mañana, que poco a poco, con el transcurrir de los minutos, iba siendo más templada, más acorde con las fechas en las que nos encontrábamos.
Los grados de temperatura iban in crescendo como también mi desesperación.
Como era posible que fueran las ocho y veinte, y no hubiera ningún signo de actividad humana en aquel ominoso pueblo.
Podía ser que fuera festivo este lunes, pero entonces como es que no se llevaron a los niños para disfrutar de dos días de asueto. Por otro lado, era inconcebible pensar que todos los vecinos se iban a ir de vacaciones.
Transcurrió otro buen puñado de minutos antes de que me moviera de la acera donde se encontraba la comisaría, momento en que decidí ir a la plaza donde Marcelo me estaría aguardando, a buen seguro impacientemente.
 
Por el corto camino que anduve hasta llegar a la plaza, me topé con más de lo mismo, casas cerradas, calles vacías, paredes malogradas por las inclemencias del tiempo y el transcurrir de los años, tristeza, abandono y desolación, en aquella aciaga mañana de principios de año.
 
Las nueve apuntaba mi reloj, pero sin embargo el autobús no aparecía por la plaza, ni siquiera aparecía su sombra a lo lejos de la carretera por la que supuestamente debería venir el dichoso vehículo.
 
-Tú, nos ha engañado esta piba, aquí no va a pasar ningún bus.
-Vamos a esperar unos minutos y sino volvemos a la casa a desayunar- Me dijo Marcelo con resignación.
-Que iluso eres si crees que Carlota nos va abrir las puertas de su casa para que podamos desayunar. Ya fui para allá hace un rato, para intentar llamar a la policía y no me abrió la puerta.
-¿Y por qué no me avisaste?
-No haberte ido. ¿Te topaste con alguien durante estas dos horas?
-Que va, no pasó ningún carro, no vi a nadie ni tan siquiera asomarse desde la ventana. ¿Pero por qué no llamas al número de emergencias si tanto te preocupa anunciar la desaparición de Lucía y Matías?
-¿Qué número debo marcar?
- ¿Llevas más de un año viviendo en Argentina y todavía no sabes qué número hay que marcar en caso de emergencias?- Se burlaba mi compañero.
 Tras marcarme el número, pude hablar con una mujer a la que le relaté todo lo sucedido la noche del sábado. Me dijo que daría buena nota a las autoridades pertinentes para que se iniciara la oportuna labor de búsqueda. Ya me quedaba más tranquilo, al menos sabía que desde otras latitudes tenían la certeza de lo ocurrido, cosa que en este paraje, nadie conocía, salvo nosotros y una desvergonzada niña. Conforme pasaban los minutos, la desesperación iba haciendo mella en nuestros maltrechos estados de ánimo.
Abatidos y afligidos por la imposibilidad de salir de aquel fatídico lugar, el hambre hacía estragos en nuestros vacíos estómagos.
-Yo me voy ya, son las nueve y cuarenta, llevo dos horas y diez minutos mirando la puta carretera, me abro.
-¿Y a dónde vas a ir, alma de cántaro?- Le contesté.
-A donde sea, no aguanto ni un solo minuto más en este detestable lugar, voy a ver si encuentro alguna tienda que asaltar, ya que no hay nadie en este puto pueblo, voy a arramplar con todo lo que se me venga en gana.
 
Cuando fue inútil convencer a Marcelo de que se quedara a esperar un poco más, que tuviera una pizca de paciencia, apareció al fondo de la carretera la silueta de lo que parecía ser un autobús, en ese momento le vociferé para que volviera, percatándole de la llegada de un vehículo de grandes dimensiones. Cuando Marcelo regresó, asistimos impávidos a una visión que nos desconcertó más aún de lo que ya de por sí estábamos. Al aproximarse a plaza, pudimos apreciar que no se trataba de un autobús, si no de un tractor.
Ambos nos quedamos anonadados, perplejos, estupefactos, sin saber qué hacer. Nos miramos unos segundos, Marcelo se echó las manos a la cabeza, para posteriormente comenzar a tirarse de los pelos entre sollozos, maldiciendo su suerte. En ese instante reaccioné, ese agricultor no nos podía sacar del pueblo, pero tal vez nos podría dar pistas de lo que estaba sucediendo en aquel miserable lugar.
 
Comencé a correr en la dirección que tomó el tractor, una vez que este se desvió dos calles más arriba, antes de llegar a la plaza donde nos encontrábamos.
Gracias a que iba muy despacio, pude darle alcance tras un largo sprint que me dejó sin aliento. Cuando el tractorista se percató de mi presencia al divisarme por el espejo retrovisor, detuvo su tractor.
El hombre fue amable conmigo, me contó que venía casi todos los días a arar aquellas tierras, pero que no vivía en Capilla, sino en un pueblo cercano. Que le constaba que era día de asueto en aquella localidad, pero que le extrañaba ver todo cerrado aquella mañana, sin saber nada más de lo que estaba sucediendo.
-¿Sería tan amable de acercarnos a su localidad, para poder abordar un autobús que nos lleve a Córdoba?- Le pedí de la forma más cortés que se me ocurrió en aquel momento.
-Tengo mucho trabajo, de todas formas por aquí pasa el autobús que va a Córdoba. No necesitas ir a mi pueblo.
-Me dijeron que sólo pasa a las nueve, llevamos desde las siete y no ha pasado.
- Tal vez pase en un rato, ten paciencia, al ser pueblos con muy pocos habitantes los autobuses a veces esperan a llevar un mínimo de pasajeros, antes de emprender la marcha.
-Si no pasa en unas horas, y no hay aparece nadie en el pueblo, me podría acercar, yo le pago lo que haga falta.
-No se trata de dinero, pero bien, búscame en un par de horas, estaré en aquel solar.- Me señaló con su dedo índice un descampado seco e improductivo, un erial del que no podía salir nada bueno. No pude formular ninguna pregunta ni petición más, puesto que el tractorista emprendió de nuevo su marcha, abandonándome en aquella sucia calle.
 
 
En ese instante cundió en mí otra vez el desánimo, aquel agricultor que parecía amable, me había dejado sólo, con mis dudas. No entendía nada de lo que sucedía y cada vez me surgían más dudas acerca de si volvería a ver a Lucía con vida.
Sabía que cuanto más tiempo transcurriese, mas difícil sería encontrarles, no quería ser pesimista pero lo veía muy chungo, no sabía que diablos les pasó. Pero me afloraban muchas dudas, la más recurrente el hecho de que si se habían ido voluntariamente, porqué habían escogido ese momento.
También la posibilidad que se hubieran despeñado  y estuvieran muertos o a punto de hacerlo, cobraba fuerza. Ninguna solución posible que fuera positiva, afloraba en mi cabeza. Incluso pensé que Marcelo podía haberles hecho algo malévolo que supuestamente me estaría ocultando durante todo este tiempo.
 
Pero esto último resultaba un tanto descabellado, Marcelo solo había perdido los nervios conmigo un instante cuando me agarró del cuello y nos chocamos con el coche a causa de la tensión que estábamos viviendo, no era un loco psicópata.
A decir verdad, también me amenazó con una botella rota para que regresáramos al pueblo. Si realmente era un perturbado no me constaba, ni me había dado motivos para pensar de esa forma tan equivocada, o al menos tan ruin, de echar el muerto a mi amigo.
En esos instantes apareció Marcelo, andaba mascullando palabras ininteligibles, su semblante denotaba una incipiente desesperación.
-Qué te dijo el jornalero.
-Nada interesante, que no es del pueblo y que no sabe lo que sucede, aunque se ha mostrado firme en su decisión de llevarnos a su pueblo en dos horas, si todavía no ha aparecido nadie para aquel entonces.
-¡En dos horas! Para ese entonces ya me habré cortado las venas si no aparece nadie por estos lares.
Regresamos a la parada con pocas expectativas de que fuera a pasar el autobús, pero aferrándonos a esa pequeña esperanza que siempre queda, por otro lado, alimentada por ser la única posibilidad real de salir de allí.
Al cabo de un rato, Marcelo decidió dar una vuelta de reconocimiento por las calles aledañas a la plaza. Acordamos antes de que marchara, que le llamaría en caso de que apareciera cualquier tipo de vehículo.
No hubo ningún movimiento digno de reseñar, tan sólo el de los pájaros, gatos y perros vagabundos que transitaban por aquellas vetustas calles.
-Vamos a buscar al tractorista, porque está visto que aquí no va a aparecer nadie en todo el día.
Marcelo estuvo de acuerdo con mi propuesta y me acompañó hacia el solar donde nos debíamos reencontrar con el agricultor.
Recorrimos el breve trayecto oteando a todos lados por si veíamos algún movimiento desde los ventanales de cualquiera de las numerosas casas existentes en aquellas calles. Cuando llegamos al solar, cuál fue nuestra desesperación, al contemplar estupefactos que no había tractor alguno.
Ni tractor, ni agricultor, ni aperos de labranza, ni ninguna señal o indicio que nos hiciera llegar a pensar que se hubieran labrado las tierras aquella mañana.
El terruño en el que nos encontrábamos inmersos era una conjunción de tierras y piedras polvorientas, donde no parecía haberse sembrado nada en mucho tiempo.
-Pero si esto es un barbecho improductivo, no se podía referir a este sitio.
-Me señaló con su dedo índice claramente apuntando hacia este lugar.- Le contesté enfurecido, sin dar crédito a lo que veían mis ojos.
-Pues algo falla, o te ha engañado o tenía Parkinson y pretendía apuntar a otro sitio.
 
Continuamos andando en busca de otras tierras en las que se pudiera encontrar aquel tractorista, mientras Marcelo me echaba en cara que no hubiéramos ido antes en su búsqueda, a lo que le contesté que bien pudo hacerlo él, que no me echara el muerto.
Salimos del pueblo y desde nuestra posición, podíamos divisar una vasta extensión de terreno, pero en ninguna parte se vislumbraba alguna figura humana. Era algo inaudito, pasaban las horas y todo continuaba igual, sin rastro de ningún ciudadano.
-¿Crees que pueda haber sido una alucinación lo del tractor?- Me insinuó Marcelo.
-No digas tonterías, no fue una visión, estuve hablando con él por un rato, pero el sinvergüenza debe haberse cansado de trabajar y se ha ido sin nosotros.
-Pero que tierras habrá arado, si no se ve ninguna zona labrada.
Las palabras de Marcelo eran ciertas, no se apreciaban surcos en ninguna de las parcelas existentes en la zona, por lo que parecía como si el tractor no hubiera arado aquella mañana, tal vez, al no ver al capataz de las tierras optó por regresar a su pueblo. Pero no lo hizo por el camino por el que vino, de forma que no nos topamos con él a su regreso.
Tras acercarnos a las tierras adyacentes a nuestra posición, y contemplar con más detalle lo que desde arriba habíamos visto, decidimos regresar al pueblo para comprobar si ya había algún tipo de actividad humana.
Recorrimos las calles del pueblo sin toparnos con nadie, timbramos, gritamos, golpeamos las puertas, pero sin obtener ningún tipo de respuesta. Cuando llegamos al bar Aurelios pudimos apreciar que estaba cerrado. No había ni rastro de aquel viejo que nos echó de su bar, aquel con el que intentamos entablar una conversación en varias ocasiones sin que fuera posible, sin obtener una sola respuesta coherente a la multitud de preguntas que se nos agolpaban en la cabeza en aquel instante.
-Hoy ni tan siquiera se ve a los niños que merodeaban ayer por las calles. ¿Dónde estarán ahora?
-No tengo ni la menor idea donde han podido ir a parar.- Me contestó Marcelo mientras se comía las uñas, a estas alturas apenas le quedaban ya resquicios que seguir comiéndose.
En ese momento de zozobra nos decantamos por buscar una tienda de alimentación, el hambre acuciaba nuestros gaznates, después de tantas horas sin ingerir alimento alguno.
Nos adentramos por una calle estrecha en la que Marcelo recordaba haber visto una tienda de comestibles.
-¡Mira vos, este carro no estaba hace un par de horas!
Le miré incrédulo, sorprendido por sus palabras, cuando salí del estupor me sumé a los esfuerzos de Marcelo, que gritaba y golpeaba en las puertas colindantes al lugar donde estaba estacionado aquel vehículo sospechoso de haber sido movido hacía pocas horas.
Pero nos volvimos a topar con el silencio más atroz, una sensación de soledad absoluta, difícil de describir, inimaginable para el que no estuviera allí. Derrotado y superado por los obstáculos que se interponían en mi camino, me derrengué en el suelo.
Para entonces, Marcelo ya había abortado su misión de buscar gente en aquella callejuela, y se mostraba circunspecto, merodeaba por la calzada, con la cabeza agachada, como buscando algo en el asfalto.
De repente cogió una piedra que encontró en el suelo y con ella en la mano percibí que se dirigía hacia la tienda de comestibles.
En ese instante me levanté del suelo como si tuviera un resorte en el costado, para dirigirme a Marcelo pidiéndole con voz en grito que no cometiera tamaña fechoría, aquello que pretendía hacer era un despropósito.
-¡Loco!, loco para, si de verdad quieres salir de aquí sin meterte en líos, no hagas eso, vamos al bar Aurelios y allí comemos algo.- Le expuse con las manos en alto, tratando de apaciguar sus ánimos furibundos.
-Pero si el Aurelios está cerrado, hemos pasado tres veces por ahí, y las tres veces estaba chapado, no pienso regresar a ese sitio, tengo hambre, y no me importa tener más quilombos, me chupa un huevo lo que pueda llegar a pasar.
Cuando trataba de decir algo coherente y persuasivo, capaz de detener a mi compañero de fatigas, Marcelo arremetió contra el cristal del establecimiento que saltó en mil pedazos.
Lanzó la piedra con tal violencia, a modo de lanzador de peso, que la cristalera se vino abajo.
Pero no iba a ser tan sencillo alimentarse aquel lunes, puesto que existían unos barrotes que impedían la entrada al establecimiento. Era necesario encontrar un palo o una rama de un árbol, lo suficientemente ancha para que con ella pudiéramos arrastrar los alimentos hacia los barrotes, para así poder sacarlos del local.
Marcelo arrancó de cuajo una rama de un abedul que se encontraba cerca de la tienda, y con él comenzó a arrastrar los alimentos que más cerca se encontraban de los barrotes.
-Tanto esfuerzo y tanta destrucción para conseguir unos tristes doritos.
-Algo habrá que comer, o quieres morir de inanición.- Me respondió Marcelo con cara de pocos amigos.
Por mi comentario, logré que mi compañero no me diera ni una de las bolsas que obtuvo, así que me tocó a mí, ingeniármelas para alcanzar algún otro producto que estuviera a mi alcance. Tarea difícil, puesto que la rama no era lo suficientemente larga como para alcanzar los suculentos productos que se encontraban al fondo del establecimiento, sagazmente colocados en ese área por el propietario del local, para evitar posibles sustracciones como en este caso.
No obstante, logré alcanzar alguna bolsa de papas, y finalmente, estirando el brazo a más no poder, alcancé una caja que contenía bollería, palmeras y croissants, mayormente.
 Ni que decir tiene que se me cayeron al suelo cuando los saqué del estante, pero era la única forma de dar con ellos.
El suelo de la tienda no parecía estar muy sucio, al menos en comparación con toda la mugre que se veía en las calles, y tal era mi hambre, que no dudé un instante en comerme todo lo que buenamente logré alcanzar.
-Esto es el aperitivo, el almuerzo donde va ser, que prefieres, cevichería, sancochados, hamburguesas, pizzas, hot dogs…
-Ya estoy saturado de tanto dulce, no necesito comer más, al menos por unas horas.- Le contesté con las manos en la panza, sintiendo ardores por injerir los alimentos con tanta rapidez, luego de haber pasado tantas horas sin comer.
Emprendimos la marcha con mentalidades y propósitos diferentes, mi acompañante pensando en encontrar un restaurante que asaltar, y yo buscando a alguien que nos facilitase la salida de aquel calamitoso y detestable pueblo.
Dos calles más abajo, Marcelo encontró un restaurante, leía los nombres de los platos embelesado, como creyendo que alguien le iba a tener preparado algunas de esas exquisitas comidas que en el cristal se anunciaban.
-¿Quién te va a preparar la comida, te vas a poner tú a cocinar una parrillada de lomo saltado, entrecot de res y solomillo de buey?
-Que carajos, tengo hambre.- Musitaba mientras buscaba en el asfalto otra piedra con la que poder romper la entrada del establecimiento.
-¿Tienes algún tipo de patología que te produce animadversión por las cristaleras?- Le contesté mientras le sostenía a duras penas, tratando de evitar otra tropelía de un Marcelo que parecía estar ausente, ensimismado, buscando piedras afanosamente hasta de debajo de los escasos vehículos que allí se encontraban estacionados.
-Que vida más azarosa te espera si te dedicas a allanar todos los locales de este funesto pueblo. Me abro, no quiero ser cómplice de tus fechorías.
-Ni yo de tus felonías, ingrato, te consigo sustento para que no perezcas de inanición y así me lo pagas, abandonándome a las primeras de cambio. Está bien, lárgate, no quiero saber más de ti, yo me las puedo ingeniar para sobrevivir en esta tierra hostil, no requiero de tu deshonrosa presencia para salir adelante. Embustero, traidor, mercenario…
Así pues, abandoné a Marcelo mientras continuaba soltando todo tipo de improperios e infamias hacia mi persona, sólo la distancia evitó que siguiera escuchando la pila de insolencias y groserías que profería con su hocico.
- Para ser hijo de embajador,¡ tienes la boca muy sucia!-Le dije cuando me encontraba lejos de él.
Llevaría cerca de media hora caminando en soledad, cuando de pronto, un sonido lejano de lo que parecían ser risotadas de niños, se coló por mi pabellón auditivo.
Era la primera voz que escuchaba de un lugareño, desde que el tractorista se perdió en la lejanía antes de que el reloj marcase las diez de la mañana. Habían transcurrido casi siete horas sin obtener ninguna señal de vida humana. No podía dejar escapar esa señal, corrí como alma que lleva el diablo hacia el lugar del que provenían las risotadas.
Viré a la derecha desde  la calle de la que provenía, y al fondo de la nueva vía, vislumbré a dos niños que jugaban con una peonza en el irregular asfalto.
Me acerqué a ellos con prudencia y disimulo, esta vez no quería que salieran corriendo como las veces anteriores. Andaba despacio, como dando un paseo, sin apenas detener la mirada en los muchachos que parecían absortos, ensimismados con el rodar de su trompo.
En el momento en que me encontraba a unos tres metros de distancia de ellos, alzaron la mirada hacia mí. No se me ocurrió otra cosa que saludarles como si fuera vecino de los mismos.
Para satisfacción mía, los niños no reaccionaron como me esperaba, huyendo del lugar. Si no que se mostraron tranquilos, sosegados, calmados, y me devolvieron el saludo cortésmente, sin reflejar ningún tipo de miedo por mi presencia.
Tras saludarme, continuaron jugando con la peonza, como si nada. Una vez que les sobre pasé, me detuve, no sabía cómo actuar, pero tenía que sacar más información de aquellos muchachos antes de que se esfumaran.
-Hola, ¿Están sus padres en casa? Necesito hablar con ellos.
-No, estamos solos.
-¿Saben cuándo van a llegar?
-No, no sabemos nada.
Otra respuesta incómoda, no había forma de obtener respuestas que me ayudaran a ver la luz al final del túnel.
-¿Cuándo fue la última vez que estuvieron en casa?
Uno de los niños se mostró incómodo, no sé si por la última pregunta, o por apreciar cierta insistencia en mis palabras. El otro muchacho sin embargo se mostró cooperante y me contestó  que desde ayer estaban solos.
-¿Quién os hace la comida entonces?
-Nos la dejaron hecha, sólo tenemos que calentarla en el microondas.
-¿No tienen que ir a la escuela?
-Hoy no, porque es festivo.
-¿Y mañana?
-Mañana si tenemos colegio.
Esa respuesta me tranquilizó un poco, pero no quería dormir otro día más en ese lugar tan hostil, tan adverso a mis intereses y que dañaba tanto mi integridad psicológica.
-¿Me podrías dar el número de teléfono de tu padre? me urge hablar con él.
-No sé su teléfono, mis padres me llamaron esta mañana, son ellos los que me llaman a casa cuando se van.
-¿Y qué fue lo que te dijeron?
- Me preguntaron si todo estaba bien, nada más.
No podía obtener mayor información de aquel chiquillo, bastante suerte tuve con que se mostrase predispuesto a contestarme tantas preguntas. Ahora solo quedaba esperar a que llegase la gente al pueblo, con la tranquilidad que otorga el saber con casi total certeza, que al día siguiente se reanudará la actividad normal del pueblo. Con ello, llegará la oportunidad de salir del mismo.
Continué andando, con la intención, pero sobre todo con el deseo de encontrarme a alguien más que pudiera arrojar más luz a todo este desaguisado. Pero fue en vano, anduve cerca de una hora, en la que me dio tiempo a recorrerme prácticamente todo el pueblo.
 
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario