jueves, 18 de junio de 2015

Relato corto: Los atroces dolores estomacales.

No sé si el lector habrá experimentado en alguna ocasión un dolor estomacal tan fuerte que deseare haber quedado inconsciente para dejar de sufrir tamaño dolor.
Eso es lo que me ocurrió una tarde de aquel largo invierno, la tarde agonizaba, el sol se metía por detrás del parque de las siete tetas, trazando en el firmamento pinceladas rojizas y rosadas entremezcladas con otras tonalidades más apagadas, grises y ocres.
Yo descendía de dicho parque, rumbo a mi casa, charlando con amigos del barrio, cuando en el interior de mi vientre comenzaba a fraguarse una feroz batalla de la que yo no podía sospechar ni por asomo.
No sé si sería debido a la ingesta de un alimento en mal estado, o si se debía a no haberme lavado las manos antes de comer, error que cometía en incansables ocasiones.
Lo cierto es que jamás recordaré esos retortijones que me persiguieron durante siete interminables días en los cuales me sentí el ser más desdichado de la faz de la tierra.
Acudí esa misma tarde a urgencias, gracias a que mi madre entendió rápidamente la intensidad de los dolores que me perseguían.
El doctor me dijo que me lavase bien las manos antes de injerir cualquier tipo de alimento, y que tomase durante toda la semana unas pastillas que harían eliminar de mi organismo a la tenia, que crecía en mi interior a consecuencia de mi mala higiene.
Pese a mis reticencias, acudí al colegio a la mañana siguiente, obedecí a mi madre para no causarle más disgustos de los que ya le habían ocasionado los otros dos miembros de la familia.
Pero a las pocas horas de entrar en el aula, la maestra de Sociales no fue tan reacia a mostrar compasión por mi estado como Don Geremías, y me dio permiso para abandonar la escuela y llegar a casa.
Los días pasaban pero los dolores no cesaban, o al menos no de forma definitivamente, me hartaba de comer arroz blanco y sopitas insípidas anhelando sanar de una vez por todas.
-Eres terco e impaciente como tu padre.
-Si supieras los dolores que vengo padeciendo desde el lunes por la tarde, madre, callarías.- Le contesté con voz lastimosa, acompañada de una mirada de niño bueno que nunca ha roto un plato.
Mi madre no sabía si creerme, miraba con detenimiento hacia mí, como sospechando que exageraba los dolores para perderme otro día más de clase.
-Mañana espero que estés mejor, pero que te quede claro, que aunque amanezcas con dolores tienes que ir al colegio, ya has perdido dos días y medio de clases, y debes ir para enterarte de todo lo que han mandado hacer estos días los maestros, y de las tareas que tienes que realizar el fin  de semana.
-Pero madre, si estoy que ni  me tengo en pie, como voy a ir mañana al colegio.
-Debes ir, hijo, debes ir.
-Pero entonces me dejarás ir con el tío Paco a ver al rayo.
-Pero con la condición que no te lleve al fondo donde están los ultras que tiran bengalas.
-Claro madre, veremos el partido desde el lateral, hay no hay peleas ni bengalas.
Así que para cumplir el pacto, me levanté temprano el viernes, hice la mochila, me bebí un vaso de agua con la pastilla matutina y salí corriendo para no llegar tarde.
Un día duro más que acometí con la entereza que corresponde, ansiando que sonara la campana que me diera la alegría de sentir la llegada del fin de semana.
En el recreo Pipo y Pablo comentaban ya la posible alineación del rayo frente al Barcelona, se mascaba el ambiente pre partido en el patio del colegio, eran varios los alumnos que se habían enfundado la camiseta franji roja del rayo, superaban en número a los que llevaban la del Barcelona con el nombre de messi a la espalda.
-Esta tarde van a firmar camisetas en Piti, Baptistao y el Cori en la peña Cota, ¿te vienes?- Me invitaba Federico.
-Claro, a qué hora va a ser eso.-Por fin podría hablar con los jugadores que tantas veces había visto en la tele o en el estadio, pero que desgraciadamente nunca había tenido la suerte de conversar con ellos.
-A las seis de la tarde en Payaso Fofó, pero vamos juntos, te llamo al timbre de tu casa.
Pasé el día como buenamente pude, pero en torno a las cinco de la tarde el ardor estomacal se incrementó en tal medida que sentía ser una odisea el salir de casa.
Los dolores me hacían palidecer, cuando pensé que los pinchazos se iban apagando e iba saliendo de la enfermedad, mis dolencias me hicieron temer que no podría acudir al partido el sábado a las siete de la tarde.
Cruzaba los dedos pidiendo suerte para que los dolores remitiesen y así poder asistir al evento vespertino. Hacía tiempo que había perdido la fe en Dios, por lo que en vez de pedir a la estampita de Santa Rita, a la que mi madre oraba habitualmente, yo no pedía ayuda a ningún ser sobrenatural.
Tan sólo cruzaba los dedos y maldecía mi mala suerte, siempre que había pedido algo a Dios no se me había concedido, me decían que tenía que rezar más y creer más fervientemente, pero ya me cansé de rezar a un Dios de madera, ciego y sordo que permitía vivir en la más absoluta opulencia a estafadores, banqueros y políticos corruptos.
Mientras sembraba de catástrofes naturales a los países y regiones más pobres del planeta, terremotos, tsunamis y lluvias torrenciales que asolaban las casas de los más pobres, llevándose consigo sus coches, sus casas, y en ocasiones sus vidas.
Leía un artículo del periódico digital Público, en internet, a cerca del terremoto en Honduras, donde más de sesenta personas habían perdido la vida y me preguntaba muchas cosas, en ocasiones quería no pensar tanto, ser más insensible al dolor de terceros, pero no podía cambiarme.
Quizás, el haber nacido en un barrio como Vallecas, tan comprometido a través de las asociaciones vecinales, en la lucha contra las injusticias sociales, y tan sensible al dolor de los más vulnerables, me impedía mostrarme ajeno al dolor del pueblo guatemalteco en esos instantes de sufrimiento.
Algunos foreros comentaban que las muertes se debían a que las personas fallecidas no trabajaban lo suficiente, para poder construirse una casa de un material más resistente a los terremotos, de lo que es el adobe.
Otros sostenían, que por la parquedad de los ingresos obtenidos por su trabajo, los fallecidos nunca hubieran podido ahorrar un dinero suficiente como para poder construirse una casa de ladrillos y cemento, ni trabajando 16 horas diarias.
Cuando ocurría una desgracia siempre oía decir a mi profesor de religión, que se debía a algún pecado cometido por los damnificados, pero en este caso del terremoto, o en la de los niños que se mueren de hambre, me costaba imaginarme el pecado que podían haber cometido.
Tal vez, su único pecado estribaba en haber nacido en un núcleo familiar, azotado por la extrema pobreza.
Ojeando más artículos relacionados con el triste suceso, pude leer que  el Estado había destinado cuantiosos recursos económicos, para atender  las repatriaciones de los hondureños fallecidos, al intentar llegar a Estados Unidos, que hubieran sido vitales, de haber sido destinados a subvencionar la construcción de viviendas dignas, en las zonas más deprimidas del país.
A mi corta edad, me costaba entender, como se podía sufragar antes los gastos de los muertos, que los de los vivos, pero desgraciadamente en España no éramos ajenos a la mala gestión de los recursos públicos.
Se destinaban más recursos en mandar contingentes armados para las misiones de la Otan, o en publicidad para ensalzar las gestiones realizadas por el Gobierno, que en fomentar la sanidad y la educación pública.
Por eso y mucho más, en España debíamos pararnos a solucionar nuestros problemas, antes que debatir la mala gestión de otros Estados.
El ponerme en la situación de los familiares de los damnificados por tamaña tragedia, hacia evadirme de mis problemas intestinales, por un momento no era yo la víctima.
Me encontraba sólo en casa a las cinco y veinte minutos, momento en que Federico acompañado de Pipo y Pablo, ataviados los tres con la camiseta franji roja de rayo vallecano, llamaban a mi puerta.
Pese al frio, allí estaban, con una sudadera y la camiseta superpuesta, para que no hubiera lugar a dudas de que los sentimientos por unos colores, estaban por encima de las demás circunstancias, como el frío, el cansancio, la frustración o el dolor.
-Venga baja rápido, que se nos hace tarde.- Gritaba Pipo desde el interfono, ansioso por conocer a sus ídolos.
Me dejé contagiar por las emociones que emanaban de mis compañeros, y sin hacerme de rogar, tomé la camiseta del Rayo que me había regalado mi tío Paco hace dos años, cuando me hizo socio de la peña Planeta Rayista, y salí corriendo rumbo al ascensor.
La elástica comenzaba a quedarme pequeña, pero eso no me importaba, me la seguía poniendo, con el número 6, aquel que llevó siempre Michel, el eterno capitán, el único jugador que había marcado más de 60 goles con el rayo durante más de 15 temporadas, jugando de mediocentro.
Nos acercábamos al estadio de Vallecas, bajando la Avenida de la Albufera, hacia la calle Payaso Fofó, donde radicaba el local de la peña Cota, cuando mis ardores se hicieron de nuevo protagonistas de mi triste situación, afloraron con tal fuerza que me desplomé en el suelo maldiciendo mi suerte ante el asombro de los viandantes presentes.
Algunos se persignaban al oír la serie de improperios que salían de mi boca, otros se cruzaban de acera, y una anciana me regañó por usar palabras dolientes contra la comunidad cristiana.
-No tomes el nombre de Dios en vano hijo, es pecado, Santo Dios Padre Misericordioso, jamás oí tal variedad de improperios e insultos al altísimo en mi larga vida.- Decía la pobre señora, asustada por lo que acababa de escuchar.
Tenía la mala costumbre de maldecir en alto cuando me dejaba embargar por el dolor o la ira, a menudo gritaba improperios que podían herir sensibilidades.
Nada de eso quería causar a nadie, simplemente no era consciente de lo que decía en esos momentos. Por eso pido disculpas a todo aquel que se sintiese atacado por mis desafortunadas palabras.
Si no creo en la existencia de Dios, tampoco puedo creer en que sea aquel el culpable de mis desdichas, pero todo eso únicamente puedo llegar a entenderlo en momentos de sensatez y cordura.
Momentos  entre los cuales no se encontraba aquel en el que yacía en el suelo, con las rodillas en mi pecho, junto a mi cabeza, dando vueltas en la acera, cual croqueta, rebozándome en la porquería de aquel suelo que parecía no haberse limpiado en décadas.
Perplejos, mis amigos no entendían lo que me pasaba, la dantesca imagen que proyectaba mi cuerpo tirado en el suelo, les dejó sin palabras por un instante, hasta que Pablo reaccionó irónicamente.
-Existen otras formas de limpiar las calles, levántate que llegamos tarde.
-Eso es lo único que te preocupa, pues lárgate de aquí, payaso.- Le insulté desde las baldosas.
-Venga, no discutáis, que te pasa, ¿tanto te duele el estómago?- Me decía Pipo, ayudándome a levantar con la inestimable colaboración de Fede.
Pero al instante me desplomé de nuevo como si fuera un saco de patatas que es descargado de un camión al suelo.
En ese momento les dije, muy a mi pesar mío, que me dejaran allí, que disfrutaran del evento, que yo intentaría ir cuando los dolores cesaren.
-Toma Pipo, dile a Piti que me firme la camiseta por detrás, y si puede ser que también me la firmen Leo Baptistao y el Chori Domínguez.
En ese momento me abrí la cazadora, y saqué del interior de mi abrigo la camiseta con el seis a la espalda. Una escena similar a la del soldado caído en combate, que entrega el testamento o un objeto de gran valor sentimental a un soldado superviviente, para que sea entregado a la difunta esposa del soldado agonizante.
Escena trillada en el cine norteamericano, enalteciendo un patriotismo barato, cargado de sentimentalismo imperialista, ese que ensalza batallas por, y para la Democracia, pero que terminan no siendo más que un insulto a la especie humana, a la noción de ser humano.
Contiendas bélicas donde fallecen civiles que sólo luchaban por ser libres, y en las que no hay vencedores, sólo destrucción y muerte.
La escena que yo proyectaba era similar en la escenificación, pero diferente en el contenido. Porque los colores de mi camiseta son defendidos por deportistas que se dejan la piel en el campo defendiendo unos colores, y no por marionetas dirigidas por uno de los Gobiernos que más sangre ha derramado, a lo largo y ancho de los cinco continentes.
Sangre derramada en multitud de batallas, que se pudieron haber evitado, si hubiera imperado el sentido común, en vez del sentido del odio y la furia destructiva, que invade a numerosos dirigentes mundiales.
Lástima que personas tan honestas, cordiales y a menudo caritativas, como son los estadounidenses, estén gobernadas por politicuchos del tres al cuarto, que no dudan la menor ocasión, para enviar a sus tropas a sembrar odio y cosechar muerte.
-Pero tu jugador preferido no era Javi Fuego.- Me preguntó Pipo.
-Sí, pero él no viene, ¿no?.- Dije sentado y apoyado en la pared, como los mendigos que piden limosnas.
-Claro que viene, y también Casado y Andrija Delibasic.
-Pues que me la firmen todos, pero sólo por detrás, que la franja roja no se vea afectada por la tinta.
Tras un momento de dudas, en los que mis amigos intentaron convencerme de que era posible vencer al dolor y recorrer los escasos 500 metros que no separaban del local, decidieron marchar.
Sabían que era muy cabezota, y que nos me podían hacer entrar en razón para acompañarles en el  recorrido de esa breve distancia. Con la imagen de mis amigos perdiéndose en las confluencias de las dos calles terminaron mis posibilidades de asistir con ellos a tal acto.
Intenté en un par de ocasiones levantarme de aquel lugar, apoyándome en la pared. La primera vez logré levantarme por completo, pero cuando pretendí dar el primer paso un punzante dolor me relegó a mi posición anterior.
El segundo intento de abandonar ese fatídico emplazamiento, tuvo lugar tres minutos más tarde. Esa vez, únicamente logré ponerme de rodillas, con ambas manos en mis caderas era difícil, si no imposible, erguirme y echar a caminar, hice el amago en un par de ocasiones pero resultó infructuoso y me di por vencido.
Al cabo de un breve espacio de tiempo quedé dormido en aquellas polvorientas baldosas grises y rojas que conformaban la acera.
Desconozco el lapsus de tiempo en que permanecí durmiendo en aquel inapropiado lugar, lo cierto es que dio tiempo suficiente a que varios desaprensivos me arrojaren las colillas de los cigarrillos, que  todavía humeantes  acababan de fumarse.
También ciertas personas, afligidas por ver a un niño desamparado en la calle, pensando que se trataba de un huérfano, o de un niño de familia desestructurada, depositaron algunas monedas sobre mi maltrecho cuerpo.
Una de estas personas, me imagino que fue la que llamó a la cruz roja, una pareja de jóvenes que portaban el traje de esta solidaria entidad, se acercaron hasta mí, y con mucho cuidado, me despertaron para prestarme asistencia psico-sanitaria.
Asustado, no sabía que responder a aquellos señores, tras un breve espacio de tiempo en el que tan sólo atiné a balbucear, me preguntaron que si necesitaba asistencia médica, y de ser así, que tipo de tratamiento era el que precisaba.

Les dije, tras mirar el reloj y contemplar que ya era muy tarde para ir a Payaso Fofó, que no precisaba asistencia médica, que si no era mucha molestia, limitasen su actuación para conmigo, a llevarme de vuelta a mi domicilio, tan pronto como fuera posible.
Así pues, me pusieron de pie, asiéndome de los sobacos y quitándome el polvo adherido a mi ropa.
-Se te cayeron unas monedas de tus bolsillos.- Me dijo la señora mientras me las entregaba.
Yo encantado, ni que decir tiene que no dije que no fueran mías, pues me venían muy bien para comprarme algunas golosinas que me quitasen la frustración y la desdicha que sentía en aquel momento.
Actuaron de forma rápida y en unos minutos ya me encontraba a escasos metros de mi casa. Me hicieron firmar un escueto formulario en el que se me hacían una serie de preguntas en torno a la asistencia que me habían prestado, si me había parecido correcta su actuación y el trato recibido.
Con más ganas de tirarme en la cama de mi habitación, que en ponerme a evaluar con detalle la asistencia que me había brindado la Cruz Roja, puntué con un diez a todo y me despedí de ellos para adentrarme en el portal y tomar el ascensor.
La siestecita que me eché fue mano de santo para despojarme de mis intensos pinchazos, si bien ahora padecía un ligero dolor en la columna vertebral, a buen seguro, consecuencia de la mala postura en la que permanecí en la calle mientras dormía.

Lo cierto es que no era nada comparado con lo que había padecido minutos antes de caer dormido. El dolor había remitido y volvía a sentir lo que era ser libre después de tanto sufrimiento.

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