No sé si el
lector habrá experimentado en alguna ocasión un dolor estomacal tan fuerte que
deseare haber quedado inconsciente para dejar de sufrir tamaño dolor.
Eso es lo
que me ocurrió una tarde de aquel largo invierno, la tarde agonizaba, el sol se
metía por detrás del parque de las siete tetas, trazando en el firmamento
pinceladas rojizas y rosadas entremezcladas con otras tonalidades más apagadas,
grises y ocres.
Yo
descendía de dicho parque, rumbo a mi casa, charlando con amigos del barrio,
cuando en el interior de mi vientre comenzaba a fraguarse una feroz batalla de
la que yo no podía sospechar ni por asomo.
No sé si
sería debido a la ingesta de un alimento en mal estado, o si se debía a no
haberme lavado las manos antes de comer, error que cometía en incansables
ocasiones.
Lo cierto
es que jamás recordaré esos retortijones que me persiguieron durante siete
interminables días en los cuales me sentí el ser más desdichado de la faz de la
tierra.
Acudí esa
misma tarde a urgencias, gracias a que mi madre entendió rápidamente la
intensidad de los dolores que me perseguían.
El doctor
me dijo que me lavase bien las manos antes de injerir cualquier tipo de
alimento, y que tomase durante toda la semana unas pastillas que harían
eliminar de mi organismo a la tenia, que crecía en mi interior a consecuencia
de mi mala higiene.
Pese a mis
reticencias, acudí al colegio a la mañana siguiente, obedecí a mi madre para no
causarle más disgustos de los que ya le habían ocasionado los otros dos
miembros de la familia.
Pero a las
pocas horas de entrar en el aula, la maestra de Sociales no fue tan reacia a
mostrar compasión por mi estado como Don Geremías, y me dio permiso para
abandonar la escuela y llegar a casa.
Los días
pasaban pero los dolores no cesaban, o al menos no de forma definitivamente, me
hartaba de comer arroz blanco y sopitas insípidas anhelando sanar de una vez
por todas.
-Eres terco
e impaciente como tu padre.
-Si
supieras los dolores que vengo padeciendo desde el lunes por la tarde, madre,
callarías.- Le contesté con voz lastimosa, acompañada de una mirada de niño
bueno que nunca ha roto un plato.
Mi madre no
sabía si creerme, miraba con detenimiento hacia mí, como sospechando que
exageraba los dolores para perderme otro día más de clase.
-Mañana
espero que estés mejor, pero que te quede claro, que aunque amanezcas con
dolores tienes que ir al colegio, ya has perdido dos días y medio de clases, y
debes ir para enterarte de todo lo que han mandado hacer estos días los
maestros, y de las tareas que tienes que realizar el fin de semana.
-Pero
madre, si estoy que ni me tengo en pie,
como voy a ir mañana al colegio.
-Debes ir,
hijo, debes ir.
-Pero
entonces me dejarás ir con el tío Paco a ver al rayo.
-Pero con
la condición que no te lleve al fondo donde están los ultras que tiran
bengalas.
-Claro
madre, veremos el partido desde el lateral, hay no hay peleas ni bengalas.
Así que
para cumplir el pacto, me levanté temprano el viernes, hice la mochila, me bebí
un vaso de agua con la pastilla matutina y salí corriendo para no llegar tarde.
Un día duro
más que acometí con la entereza que corresponde, ansiando que sonara la campana
que me diera la alegría de sentir la llegada del fin de semana.
En el
recreo Pipo y Pablo comentaban ya la posible alineación del rayo frente al
Barcelona, se mascaba el ambiente pre partido en el patio del colegio, eran
varios los alumnos que se habían enfundado la camiseta franji roja del rayo,
superaban en número a los que llevaban la del Barcelona con el nombre de messi
a la espalda.
-Esta tarde
van a firmar camisetas en Piti, Baptistao y el Cori en la peña Cota, ¿te
vienes?- Me invitaba Federico.
-Claro, a
qué hora va a ser eso.-Por fin podría hablar con los jugadores que tantas veces
había visto en la tele o en el estadio, pero que desgraciadamente nunca había
tenido la suerte de conversar con ellos.
-A las seis
de la tarde en Payaso Fofó, pero vamos juntos, te llamo al timbre de tu casa.
Pasé el día
como buenamente pude, pero en torno a las cinco de la tarde el ardor estomacal
se incrementó en tal medida que sentía ser una odisea el salir de casa.
Los dolores
me hacían palidecer, cuando pensé que los pinchazos se iban apagando e iba
saliendo de la enfermedad, mis dolencias me hicieron temer que no podría acudir
al partido el sábado a las siete de la tarde.
Cruzaba los
dedos pidiendo suerte para que los dolores remitiesen y así poder asistir al
evento vespertino. Hacía tiempo que había perdido la fe en Dios, por lo que en
vez de pedir a la estampita de Santa Rita, a la que mi madre oraba habitualmente,
yo no pedía ayuda a ningún ser sobrenatural.
Tan sólo
cruzaba los dedos y maldecía mi mala suerte, siempre que había pedido algo a
Dios no se me había concedido, me decían que tenía que rezar más y creer más
fervientemente, pero ya me cansé de rezar a un Dios de madera, ciego y sordo
que permitía vivir en la más absoluta opulencia a estafadores, banqueros y
políticos corruptos.
Mientras
sembraba de catástrofes naturales a los países y regiones más pobres del
planeta, terremotos, tsunamis y lluvias torrenciales que asolaban las casas de
los más pobres, llevándose consigo sus coches, sus casas, y en ocasiones sus
vidas.
Leía un
artículo del periódico digital Público, en internet, a cerca del terremoto en
Honduras, donde más de sesenta personas habían perdido la vida y me preguntaba
muchas cosas, en ocasiones quería no pensar tanto, ser más insensible al dolor
de terceros, pero no podía cambiarme.
Quizás, el
haber nacido en un barrio como Vallecas, tan comprometido a través de las
asociaciones vecinales, en la lucha contra las injusticias sociales, y tan
sensible al dolor de los más vulnerables, me impedía mostrarme ajeno al dolor
del pueblo guatemalteco en esos instantes de sufrimiento.
Algunos
foreros comentaban que las muertes se debían a que las personas fallecidas no
trabajaban lo suficiente, para poder construirse una casa de un material más
resistente a los terremotos, de lo que es el adobe.
Otros
sostenían, que por la parquedad de los ingresos obtenidos por su trabajo, los
fallecidos nunca hubieran podido ahorrar un dinero suficiente como para poder
construirse una casa de ladrillos y cemento, ni trabajando 16 horas diarias.
Cuando
ocurría una desgracia siempre oía decir a mi profesor de religión, que se debía
a algún pecado cometido por los damnificados, pero en este caso del terremoto,
o en la de los niños que se mueren de hambre, me costaba imaginarme el pecado
que podían haber cometido.
Tal vez, su
único pecado estribaba en haber nacido en un núcleo familiar, azotado por la
extrema pobreza.
Ojeando más
artículos relacionados con el triste suceso, pude leer que el Estado había destinado cuantiosos recursos
económicos, para atender las
repatriaciones de los hondureños fallecidos, al intentar llegar a Estados
Unidos, que hubieran sido vitales, de haber sido destinados a subvencionar la
construcción de viviendas dignas, en las zonas más deprimidas del país.
A mi corta
edad, me costaba entender, como se podía sufragar antes los gastos de los
muertos, que los de los vivos, pero desgraciadamente en España no éramos ajenos
a la mala gestión de los recursos públicos.
Se
destinaban más recursos en mandar contingentes armados para las misiones de la
Otan, o en publicidad para ensalzar las gestiones realizadas por el Gobierno,
que en fomentar la sanidad y la educación pública.
Por eso y
mucho más, en España debíamos pararnos a solucionar nuestros problemas, antes
que debatir la mala gestión de otros Estados.
El ponerme
en la situación de los familiares de los damnificados por tamaña tragedia,
hacia evadirme de mis problemas intestinales, por un momento no era yo la
víctima.
Me
encontraba sólo en casa a las cinco y veinte minutos, momento en que Federico
acompañado de Pipo y Pablo, ataviados los tres con la camiseta franji roja de
rayo vallecano, llamaban a mi puerta.
Pese al
frio, allí estaban, con una sudadera y la camiseta superpuesta, para que no
hubiera lugar a dudas de que los sentimientos por unos colores, estaban por
encima de las demás circunstancias, como el frío, el cansancio, la frustración
o el dolor.
-Venga baja
rápido, que se nos hace tarde.- Gritaba Pipo desde el interfono, ansioso por
conocer a sus ídolos.
Me dejé
contagiar por las emociones que emanaban de mis compañeros, y sin hacerme de
rogar, tomé la camiseta del Rayo que me había regalado mi tío Paco hace dos
años, cuando me hizo socio de la peña Planeta Rayista, y salí corriendo rumbo
al ascensor.
La elástica
comenzaba a quedarme pequeña, pero eso no me importaba, me la seguía poniendo,
con el número 6, aquel que llevó siempre Michel, el eterno capitán, el único
jugador que había marcado más de 60 goles con el rayo durante más de 15
temporadas, jugando de mediocentro.
Nos
acercábamos al estadio de Vallecas, bajando la Avenida de la Albufera, hacia la
calle Payaso Fofó, donde radicaba el local de la peña Cota, cuando mis ardores
se hicieron de nuevo protagonistas de mi triste situación, afloraron con tal
fuerza que me desplomé en el suelo maldiciendo mi suerte ante el asombro de los
viandantes presentes.
Algunos se
persignaban al oír la serie de improperios que salían de mi boca, otros se
cruzaban de acera, y una anciana me regañó por usar palabras dolientes contra
la comunidad cristiana.
-No tomes
el nombre de Dios en vano hijo, es pecado, Santo Dios Padre Misericordioso,
jamás oí tal variedad de improperios e insultos al altísimo en mi larga vida.-
Decía la pobre señora, asustada por lo que acababa de escuchar.
Tenía la
mala costumbre de maldecir en alto cuando me dejaba embargar por el dolor o la
ira, a menudo gritaba improperios que podían herir sensibilidades.
Nada de eso
quería causar a nadie, simplemente no era consciente de lo que decía en esos
momentos. Por eso pido disculpas a todo aquel que se sintiese atacado por mis
desafortunadas palabras.
Si no creo
en la existencia de Dios, tampoco puedo creer en que sea aquel el culpable de
mis desdichas, pero todo eso únicamente puedo llegar a entenderlo en momentos
de sensatez y cordura.
Momentos entre los cuales no se encontraba aquel en el
que yacía en el suelo, con las rodillas en mi pecho, junto a mi cabeza, dando
vueltas en la acera, cual croqueta, rebozándome en la porquería de aquel suelo
que parecía no haberse limpiado en décadas.
Perplejos,
mis amigos no entendían lo que me pasaba, la dantesca imagen que proyectaba mi
cuerpo tirado en el suelo, les dejó sin palabras por un instante, hasta que
Pablo reaccionó irónicamente.
-Existen
otras formas de limpiar las calles, levántate que llegamos tarde.
-Eso es lo
único que te preocupa, pues lárgate de aquí, payaso.- Le insulté desde las baldosas.
-Venga, no
discutáis, que te pasa, ¿tanto te duele el estómago?- Me decía Pipo, ayudándome
a levantar con la inestimable colaboración de Fede.
Pero al
instante me desplomé de nuevo como si fuera un saco de patatas que es
descargado de un camión al suelo.
En ese
momento les dije, muy a mi pesar mío, que me dejaran allí, que disfrutaran del
evento, que yo intentaría ir cuando los dolores cesaren.
-Toma Pipo,
dile a Piti que me firme la camiseta por detrás, y si puede ser que también me
la firmen Leo Baptistao y el Chori Domínguez.
En ese
momento me abrí la cazadora, y saqué del interior de mi abrigo la camiseta con
el seis a la espalda. Una escena similar a la del soldado caído en combate, que
entrega el testamento o un objeto de gran valor sentimental a un soldado
superviviente, para que sea entregado a la difunta esposa del soldado
agonizante.
Escena
trillada en el cine norteamericano, enalteciendo un patriotismo barato, cargado
de sentimentalismo imperialista, ese que ensalza batallas por, y para la
Democracia, pero que terminan no siendo más que un insulto a la especie humana,
a la noción de ser humano.
Contiendas
bélicas donde fallecen civiles que sólo luchaban por ser libres, y en las que
no hay vencedores, sólo destrucción y muerte.
La escena que
yo proyectaba era similar en la escenificación, pero diferente en el contenido.
Porque los colores de mi camiseta son defendidos por deportistas que se dejan
la piel en el campo defendiendo unos colores, y no por marionetas dirigidas por
uno de los Gobiernos que más sangre ha derramado, a lo largo y ancho de los
cinco continentes.
Sangre
derramada en multitud de batallas, que se pudieron haber evitado, si hubiera
imperado el sentido común, en vez del sentido del odio y la furia destructiva,
que invade a numerosos dirigentes mundiales.
Lástima que
personas tan honestas, cordiales y a menudo caritativas, como son los
estadounidenses, estén gobernadas por politicuchos del tres al cuarto, que no
dudan la menor ocasión, para enviar a sus tropas a sembrar odio y cosechar
muerte.
-Pero tu
jugador preferido no era Javi Fuego.- Me preguntó Pipo.
-Sí, pero
él no viene, ¿no?.- Dije sentado y apoyado en la pared, como los mendigos que
piden limosnas.
-Claro que
viene, y también Casado y Andrija Delibasic.
-Pues que
me la firmen todos, pero sólo por detrás, que la franja roja no se vea afectada
por la tinta.
Tras un
momento de dudas, en los que mis amigos intentaron convencerme de que era
posible vencer al dolor y recorrer los escasos 500 metros que no separaban del
local, decidieron marchar.
Sabían que
era muy cabezota, y que nos me podían hacer entrar en razón para acompañarles
en el recorrido de esa breve distancia.
Con la imagen de mis amigos perdiéndose en las confluencias de las dos calles
terminaron mis posibilidades de asistir con ellos a tal acto.
Intenté en
un par de ocasiones levantarme de aquel lugar, apoyándome en la pared. La
primera vez logré levantarme por completo, pero cuando pretendí dar el primer
paso un punzante dolor me relegó a mi posición anterior.
El segundo
intento de abandonar ese fatídico emplazamiento, tuvo lugar tres minutos más
tarde. Esa vez, únicamente logré ponerme de rodillas, con ambas manos en mis
caderas era difícil, si no imposible, erguirme y echar a caminar, hice el amago
en un par de ocasiones pero resultó infructuoso y me di por vencido.
Al cabo de
un breve espacio de tiempo quedé dormido en aquellas polvorientas baldosas
grises y rojas que conformaban la acera.
Desconozco
el lapsus de tiempo en que permanecí durmiendo en aquel inapropiado lugar, lo
cierto es que dio tiempo suficiente a que varios desaprensivos me arrojaren las
colillas de los cigarrillos, que todavía
humeantes acababan de fumarse.
También
ciertas personas, afligidas por ver a un niño desamparado en la calle, pensando
que se trataba de un huérfano, o de un niño de familia desestructurada,
depositaron algunas monedas sobre mi maltrecho cuerpo.
Una de
estas personas, me imagino que fue la que llamó a la cruz roja, una pareja de
jóvenes que portaban el traje de esta solidaria entidad, se acercaron hasta mí,
y con mucho cuidado, me despertaron para prestarme asistencia psico-sanitaria.
Asustado,
no sabía que responder a aquellos señores, tras un breve espacio de tiempo en
el que tan sólo atiné a balbucear, me preguntaron que si necesitaba asistencia
médica, y de ser así, que tipo de tratamiento era el que precisaba.
Les dije,
tras mirar el reloj y contemplar que ya era muy tarde para ir a Payaso Fofó,
que no precisaba asistencia médica, que si no era mucha molestia, limitasen su
actuación para conmigo, a llevarme de vuelta a mi domicilio, tan pronto como
fuera posible.
Así pues,
me pusieron de pie, asiéndome de los sobacos y quitándome el polvo adherido a
mi ropa.
-Se te
cayeron unas monedas de tus bolsillos.- Me dijo la señora mientras me las
entregaba.
Yo
encantado, ni que decir tiene que no dije que no fueran mías, pues me venían
muy bien para comprarme algunas golosinas que me quitasen la frustración y la
desdicha que sentía en aquel momento.
Actuaron de
forma rápida y en unos minutos ya me encontraba a escasos metros de mi casa. Me
hicieron firmar un escueto formulario en el que se me hacían una serie de
preguntas en torno a la asistencia que me habían prestado, si me había parecido
correcta su actuación y el trato recibido.
Con más
ganas de tirarme en la cama de mi habitación, que en ponerme a evaluar con
detalle la asistencia que me había brindado la Cruz Roja, puntué con un diez a
todo y me despedí de ellos para adentrarme en el portal y tomar el ascensor.
La siestecita
que me eché fue mano de santo para despojarme de mis intensos pinchazos, si
bien ahora padecía un ligero dolor en la columna vertebral, a buen seguro,
consecuencia de la mala postura en la que permanecí en la calle mientras
dormía.
Lo cierto
es que no era nada comparado con lo que había padecido minutos antes de caer
dormido. El dolor había remitido y volvía a sentir lo que era ser libre después
de tanto sufrimiento.
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