martes, 31 de enero de 2017

La matanza en el despacho de abogados de Atocha.

Se cumplen 40 años de la matanza de la calle Atocha. Los asesinos cumplieron menos de quince años de cárcel, alguno de ellos porque se fugaron tras obtener permisos de fin de semana y otros porque se les puso en libertad antes de tiempo.

Fue el caso más sonado de violencia post franquista, pero no el único. El asesinato de los sindicalistas de Vitoria o el de los sindicalistas de la CNT de la discoteca Scala en Barcelona fueron también muy sonados.

El gobierno de Adolfo Suarez no fue capaz de frenar la ola de violencia policial que se vivió en España durante su mandato. Buena parte de culpa la tuvo el ministro de Interior de turno. Martín Villa, quién al igual que Adolfo Suarez había ocupado puestos de relevancia durante la dictadura franquista.

Los encargados de poner orden, estabilidad y de expulsar a los policías y políticos corruptos del franquismo no lo hicieron. No hubo depuración ni en la policía ni, ni en el gobierno ni en el ejército.

Y a consecuencia de ello se produjeron multitud de asesinatos de estudiantes, sindicalistas y profesionales de izquierdas a manos de policías franquistas que no estaban de acuerdo con que la democracia acabara con los principios fundamentales del franquismo.

Suarez fue incapaz de expulsar a los terroristas de estado que poblaban la policía de aquel entonces. Se rodeó de malas personas y se lavó las manos en los episodios bochornosos que se iban produciendo.

Para evitar la escalada de violencia legalizó el partido comunista. Poca cosa cuando lo que tenía que haber hecho es expulsar a los policías y políticos que mantuvieran posturas franquistas.

En definitiva no fue un presidente valiente y sin embargo se le reconoce como el padre de la transición.

Cuando la mayoría de los españoles no vemos con buenos ojos lo que se hizo en aquellos años es porque creemos que Suarez, Martín Villa, Fraga Iribarne y los demás franquistas que lideraron la transición no debieron haber tenido peso político.

No se puede liderar un proceso de cambio cuando los principales actores del cambio mantienen a los altos cargos que gobernaban durante el régimen que supuestamente se pretende cambiar.

Es como si Podemos gana las elecciones y pone de presidenta de gobierno a Dolores de Cospedal y de ministra del interior a Cristina Cifuentes. Ni las feministas estarían contentas.

Con cambios así mejor que no haya cambios y que se mantenga el régimen anterior hasta que haya una revolución social que permita un cambio en condiciones.

A continuación dejo la información que he obtenido de diversas fuentes entorno a la masacre en el despacho de abogados de la calle Atocha.



Madrid. 24 de enero de 1977. En un despacho de abogados se registran cinco muertos y cuatro heridos muy graves. Son las diez y media de la noche en la calle Atocha número 55. Ha ocurrido un atentado contra uno de los primeros bufetes de abogados laboralistas de la Transición.

Los autores, un comando de extrema derecha. Los fallecidos son Luis Javier Benavides, Francisco Javier Sauquillo y Enrique Valdecira, el estudiante Serafín Holgado y el administrativo Ángel Rodríguez Leal. Los heridos, todos graves y con importantes secuelas posteriores, Miguel Sarabia, Alejandro Ruiz, Luis Ramos y Dolores González.

Emilio González describe a Público la cara de ira de aquellos asesinos, capturados en marzo de 1977. Los autores materiales, José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá, Leocadio Jiménez Caravaca, Francisco Albadalejo Corredera, secretario del Sindicato Vertical del Transporte Privado de Madrid y Fernando Lerdo de Tejada.

Dolores González no superaba los treinta y cinco años cuando trabajaba como funcionario de prisiones en la cárcel de Carabanchel. 

Allí vivió episodios históricos. Algunos terribles como la matanza del preso anarquista Agustín Rueda por parte de funcionarios fascistas. Otros anecdóticos, como la elaboración de la ficha de ingreso a los autores materiales de la matanza de Atocha, de la que se cumplen cuarenta años. “Los asesinos de Atocha llegaron a Carabanchel con las caras idas. Todos dijeron que eran de Falange Española y que tenían estudios medios. Eran unos hijos de papá”, detalla en la entrevista. 

Las cárceles de la Transición
González narra a Público las múltiples “subidas de tono” en plena prisión por parte de sus compañeros. Incluso llegó a redactar una carta al Director General de la cárcel por el tratamiento abusivo de aquellos funcionarios. 

“Esta Dirección ha dado muestras públicas de confraternización con los implicados de extrema derecha; ha negado cambios de guardias a un funcionario que manifestó su disconformidad con que un preso cantara el cara al sol, acompañado de otros funcionarios; ha permitido que tuvieran cargos de confianza algunos de los implicados en la matanza de Atocha (…)”. La carta, con fecha del 14 de marzo de 1978, reflejaba el ambiente de aquellas cárceles de la Transición. González pertenecía a la Unión de Funcionarios Demócratas que, en aquella etapa, parecían estar mal vistos.
Los cinco detenidos de Atocha fueron otro de los retratos que Emilio nunca olvidará cuando fueron trasladados a celdas de aislamiento. González recuerda la prepotencia de aquellos presos que se enfrentarían a largos años de cárcel.

 “Ellos creían que estaban salvando España y parecían no sentirse culpables”, aclara el exfuncionario. En un módulo prácticamente abandonado, los autores materiales de Atocha se encontraban arropados por el sector “más franquista” de Carabanchel.

“Les llevaban revistas, mantas, libros. Todo parecía poco para hacerlos sentir arropados en medio de aquel infierno. Para los funcionarios franquistas que allí quedaban, los autores de Atocha eran casi héroes”.

Isabel Martínez Reverte hace una radiografía de los asesinos en la investigación La Matanza de Atocha (La esfera de los libros, 2016), junto al autor Jorge M. Reverte. “Eran hijos de militares, de familias de ultraderecha, nostálgicos del franquismo y admiradores de Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva”.

Isabel no deja atrás un detalle. La mariscada anual con la que los asesinos celebraban el atentado de Atocha cada año. “Fue tal el convencimiento de aquellas acciones que durante años los autores de la matanza estuvieron comiendo mariscada para celebrar aquel fatídico 24 de enero”.
¿Pero que se conocía, en aquel entonces, de aquellos asesinos? Martínez Reverte señala que los jóvenes exaltados se reunían en la cafetería Denver o el Nilo. “Típica de los años setenta con mesas de formica y sillas de escay”, describe Isabel.

 Los futuros asesinos escuchan a diario análisis patrióticos de lo que estaba sucediendo en España. “Hablaban del futuro esperado por un gobierno débil y traidor de Adolfo Suárez”, destaca la investigadora.

El otro espacio de encuentros era la Hermandad de los Marineros Voluntarios, presidida por el militar Milans del Bosch. Isabel recuerda en el libro que “allí escuchan decir que vuelven los perdedores de la Guerra Civil, los asesinos. Dicen que van a legalizar incluso al Partido Comunista. Llegará el caos, hay que luchar por salvar España”.

Este ingente caldo de cultivo provocaría el múltiple asesinato de los abogados de Atocha y secuelas irreparables para los supervivientes. “Yo trabajaba en un colegio y me acuerdo de la manifestación multitudinaria, del silencio sepulcral.

 Así ocurriría el 9 de abril de 1977. El escenario de miedo quedaría interiorizado para todos los militantes y los abogados que no pudieron salvar a los suyos. “Toda la gente del edificio les decían que corrieran aquella noche. Podía haber ocurrido una verdadera noche de cuchillos largos. Había muchísimo temor”.

La sentencia para los culpables de la matanza no llegaría hasta el 29 de febrero de 1980, tras larguísimos meses de instrucción. La actual Fundación Abogados de Atocha recuerda que la herencia del viejo régimen franquista seguía estando aún en activo. “El juez instructor Gómez Chaparro, que provenía del Tribunal de Orden Público, concedió un permiso a uno de los implicados, Lerdo de Tejada, circunstancia que éste aprovechó para huir.

 Tras esta fuga, el asunto pasa al juez Barcala, titular del Juzgado Central número 3 y las cosas se suceden con mayor normalidad y rapidez”. Las voces de exaltados entristecían aún más el ambiente. Gritaban “cerdos” a los abogados asesinados.

La pena máxima de cárcel se aplica a José Fernández Cerrá y a Carlos García Juliá. Treinta años de reclusión mayor por cada uno de los cinco asesinatos consumados. Veinte años de reclusión menor por cada uno de los asesinatos frustrados. Nueve años de prisión mayor por tenencia ilícita de armas.

Francisco Albaladejo Corredera es condenado a doce años de cárcel por tenencia ilícita de armas e inductor del crimen. Leocadio Jiménez Caravaca es condenado a doce años por aprovisionamiento de armas y a veinte de prisión menor por la complicidad en cinco delitos de asesinato y cuatro delitos de asesinato en grado de frustración.

Uno de los supervivientes, el abogado Alejandro Ruiz Huerta, narra en su libro La memoria incómoda que nunca pidieron la pena de muerte para aquellos asesinos. “Si la pena de muerte no se hubiera abolido, tampoco la habríamos pedido porque somos contrarios a ese castigo atroz”. 

Así quedaría reflejado por todos los abogados en las conclusión del juicio. “Los muertos, eran contrarios a un derecho penal regresivo y retrógrado”.

Isabel Reverte señala el grave “shock emocional” que tuvieron para siempre los supervivientes de la matanza de Atocha. Nunca superaron la dura muerte de sus amigos íntimos, de sus parejas, de sus compañeros.

Alejandro tenía 30 años aquel 24 de enero. Es el único superviviente. En el fatídico atentado fue herido de una pierna. Hoy es profesor de la Cátedra de Derecho Constitucional en Córdoba y presidente de honor de la Fundación Abogados de Atocha.

Dolores González Ruiz falleció en enero de 2015. Tenía 31 años el día de los atentados en el despacho donde le arrebataron la vida a su marido Francisco Javier Sauquillo. Una bala le atravesaría la mandíbula durante el atentado. Se sometería a numerosas intervenciones a lo largo de toda su vida.
Luis Ramos Pardo tenía 37 años el 24 de enero de 1977. Fue uno de los primeros en salir para pedir ayuda. Isabel M. Reverte afirma que “Luis estuvo novecientos días recuperándose de las heridas en el abdomen y de la hepatitis que padeció como consecuencia de las transfusiones recibidas”. 

Participaría cada año en los homenajes a sus compañeros. Murió en el año 2005.
Miguel Sarabia era el mayor de todos los supervivientes. Tenia 49 años cuando ocurrió el atentado y su memoria nítida recordaba cada uno de los episodios de aquella noche. Sus compañeros lo recuerdan como una persona muy comprometida con su trabajo. Muy apreciado en el colegio de los Escolapios, donde dio clase. Murió en el año 2007.

Los asesinos buscaban a Joaquín Navarro Fernández, de CCOO, que aquella noche tenía una reunión con un numeroso grupo de trabajadores en el citado despacho laboralista.

Cuando creyeron llegado su momento, a las 22.45, los tres hombres agazapados descendieron y tocaron el timbre. Salió a abrir uno de los jóvenes abogados, Javier Benavides Orgaz.

Rápidamente penetraron en el piso dos de los pistoleros: uno empuñaba una Browning 9 mm Parabellum, y el más joven una Star de 9 mm, modelo Super. Empujaron a Benavides hacia el interior, hasta uno de los salones, donde se encontraban otros abogados.

"Todos al rincón, las manitas bien arriba", dijo el pistolero de más edad. El abogado Valdevira, que estaba fumando, pidió permiso para apagar el cigarrillo, que atornilló en el cenicero antes de incorporarse al grupo con las manos en alto. Mientras tanto, el otro pistolero recorría las habitaciones; comprobaba que no había más gente en el piso, arrancaba los teléfonos que encontraba y destruía archivos.

Había nueve personas amenazadas, ocho abogados y un auxiliar de despacho, en el salón. Muy juntas. El hombre de la Browning preguntó: "¿Dónde está Navarro?"; "¿Navarro? No sabemos quién es", le respondieron. "Seguro que está aquí", insistió. "Pues búscalo", le contestó con valentía, y cierta exasperación, Francisco Javier Sauquillo, uno de los abogados.

De repente se desencadenó el infierno. Sin que nadie pudiera preverlo empezaron a ladrar las pistolas. La ceremonia de la matanza fue rápida e implacable. Los tiros sonaban secos, espaciados, uno detrás de otro, pero tantos que al principio se creyó que se estaban utilizando metralletas.

 El fuego cruzado pilló de espaldas a la mayoría del grupo. El proyectil que mató a Sauquillo le entró, por detrás, en la base del cráneo, mientras estaba de pie; el que acabó con Javier Benavides le entró por la espalda y salió por el pecho.

El auxiliar Ángel Rodríguez Leal, que también resultó muerto, recibió un tiro en el centro de la nuca –con salida estrellada, lo que le provocó la rotura de la nariz–.

Enrique Valdevira recibió tres impactos: uno en la rodilla derecha, otro en la nariz y un tercero que le entró por detrás y le rompió el corazón.

 Serafín Holgado recibió dos balazos: uno en el muslo izquierdo y otro en la cabeza, que le entró por la parte posterior. Los asesinos disparaban a algo más de medio metro de distancia. De aquel intenso tiroteo –disparaban serena, fríamente; de forma metódica, como si lo tuvieran ensayado– escaparon gravemente heridos otros cuatro.

Alejandro Ruiz Huerta, uno de los supervivientes de la matanza, tiene la impresión de que todo fue muy rápido. Cuando entraron estaba sentado en un banco, de espaldas a la puerta. Vio en las caras de sus compañeros que algo extraño pasaba. Le obligaron a ponerse de pie. Cayó al suelo por un impacto de bala que le alcanzó el pecho. Sobre su cuerpo se derrumbó Enrique Valdevira. El proyectil que le dio se desvió al chocar con un bolígrafo de acero que llevaba prendido en la camisa, lo que le salvó la vida.

La esposa de Javier Sauquillo, María Dolores González Ruiz, de treinta años, se tumbó en uno de los bancos y se tapó el cuerpo con una trenka cuando empezaron los tiros. No recibió ningún impacto hasta el final. Pudo apreciar la frialdad con que disparaba el hombre de la Browning. Luego un tiro le entró en la boca.

El tercero de los supervivientes, Miguer Sarabia Gil, vio a Valdevira apagar el cigarrillo en los últimos momentos de su vida. Al desatarse la lluvia de disparos trató de huir por una puerta que tenía tras de sí y que daba a un pasillo.

 Giró sobre sí mismo para escapar, pero recibió un impacto en el vientre. Se dobló, y permaneció agachado con las manos apretadas para contener la hemorragia.

El cuarto, Luis Ramos Pardo, sintió un balazo en un brazo y se dejó caer como muerto al suelo. Eso le salvó la vida. Al darse cuenta de que se habían ido trató de levantarse, pero entonces se dio cuenta de que no podía porque también estaba herido en las piernas. Vio a Sarabia telefonear: hablaba con su mujer para darle cuenta del horror de lo que había pasado. Acto seguido, éste se dirigió a la ventana a pedir auxilio.

Los vecinos avisaron a la policía. En pocos minutos la calle se llenó de coches con luces de destello y ambulancias. Los primeros que entraron en el despacho se encontraron una escena espantosa: sangre por todas partes y cuerpos destrozados. Tres de las víctimas habían muerto en el acto; otras dos fallecieron poco después. Los heridos fueron transportados a centros médicos.

La noticia de la matanza de Atocha cayó como un mazazo. Era un periodo de sangre en la transición política, pero a pesar del goteo de muertes nadie estaba preparado para la enormidad de esta acción, que conmocionó a la clase política y a todo el país.

Era un salvaje y brutal atentado. Numerosos dirigentes y miembros significados del sindicato CCOO y del PCE dejaban sus casas, ante la posibilidad de que se tratara de una cadena de acciones violentas.

La tensión subió al límite. Nadie estaba seguro de qué podía pasar en las horas siguientes. No obstante, los cuadros del PCE lograron reaccionar con serenidad e impedir que se multiplicase la violencia.

Eso le habría hecho el juego a los terroristas. Las horas siguientes fueron claves para la reforma política. Las negociaciones con el Gobierno acordaron un entierro multitudinario pero sereno en el que no tuvieran lugar nuevos incidentes. Fue una lección de grandes hombres que se hicieron en pocas horas con una situación explosiva.

Paralelamente se puso en marcha una operación policial, encomendada a los agentes más profesionales y alejados de connivencia con grupos ultraderechistas. Al frente estaba Francisco de Asís Pastor, que tiempo después sería jefe superior de la policía de Madrid. Pastor relacionó desde el principio la muerte de los abogados laboralistas con la huelga de transporte.

Los criminales buscaban a Joaquín Navarro, que era el "enemigo número uno" del decadente sindicato vertical. Por eso los agentes empezaron sus investigaciones en torno a éste. Pasaron dos meses de continuas vigilancias y esperas. Contaban con una pista significativa: "Uno de los asesinos tenía los ojos azules, como Paul Newman". Fue algo en lo que coincidieron los supervivientes.

Los policías buscaban en el bar Denver, en la esquina de San Bernardino –cerca de la sede del sindicato, que estaba en Cristino Martos, 4–, y en otros locales de la zona a un asesino con los ojos de Paul Newman. Hasta que lo encontraron.

Un día apareció José Fernández Cerrá –31 años, vendedor, separado– con un maletín; al abrirlo dejó ver un ejemplar de la revista "ultra" Fuerza Nueva. Los agentes se fijaron en sus ojos, que eran como los de Newman.

No le detuvieron enseguida, sino que le siguieron hasta localizar a sus compinches, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada y a su novia, Gloria Herguedas.

Luego cayeron Leocadio Jiménez Caravaca, y el presunto instigador, Francisco Albaladejo Corredera, secretario del Sindicato Provincial de Transportes.

Había multitud de indicios que hacía pensar que el plan fue orquestado por policías de la brigada político social, pero desgraciadamente el juez cerró el caso e impidió a la acusación seguir mostrando pruebas que incriminaban a numerosos policías simpatizantes de fuerza nueva que tenían vínculos con el sindicato Provincial de Transportes.

 
Ya antes del comienzo de la vista, a Fernando Lerdo de Tejada, sobrino de una secretaria de Blas Piñar (fundador de Fuerza Nueva), le concedió el juez instructor un permiso de fin de semana.

El reo desmintiendo la semántica de su primer apellido no se reincorporó a la cárcel de Ciudad Real aquel 17 de abril de 1979 y, hasta hoy, permanece perdido en la noche de los tiempos. La huida fue fácil: primero se escondió en La Manga, donde su hermano Luis tenía un negocio.

 Después partió hacia Francia en coche. Se sabe que en Perpignan le proporcionaron dinero, documentación falsa y un billete hacia Sudamérica.

 Presumiblemente, pasó varios años residiendo en Chile y, en la actualidad, fuentes cercanas a la familia lo sitúan en Brasil. Hoy podría haber regresado a España. Su delito prescribió en febrero de 1997. 

Cerdá cumplió quince años de prisión cuando se fugó tras recibir un permiso penitenciario. Huyó a Bolivia y ahora cumple condena por tráfico de drogas en la capital boliviana.

Los demás condenados fueron puestos en libertad cuando apenas habían cumplido un cuarto de la condena impuesta.

Este es un caso de mala praxis judicial, dar permiso a presos peligrosos cuando no han cumplido ni un cuarto de su condena es un disparate. Otorgarles la libertad condicional una aberración.

¿Qué hubiera pasado si los abogados asesinados hubieran sido afiliados al psoe o al pp?

A buen seguro los asesinos hubieran recibido pena de muerte. Pena que por aquel entonces aún estaba vigente.

Pero ya sabemos que algunas vidas valen más que otras. Al menos para los jueces fascistas de 1977.


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