miércoles, 30 de abril de 2014

Los delitos que cometen los ricos no crean alarma social pero son mucho más dañinos para la sociedad que los que cometen los pobres.


Siempre me he preguntado porque los empresarios, banqueros y políticos de familia rica son más propensos a ser corruptos que los que provienen de clase media o de familias con pocos recursos económicos.

Me imaginaba que el tener una posición acomodada les conduciría a tener menos necesidad de defraudar y por ende cometerían menos delitos fiscales que los que provienen de estamentos más humildes.

Pero ocurre lo contrario, la codicia y la avaricia de los ricos les conduce a no conformarse con su sueldo y sienten la imperiosa necesidad para defraudar. Dado que con con su sueldo no son capaces de comprar todo lo que necesitan para sentirse bien.

Mientras que las personas de familia humilde al no haber disfrutado del lujo no experimentan tan a menudo esa necesidad de defraudar para llevar una vida llena de lujos y excentricidades.

Así se explica que los políticos del pp y del psoe sean más corruptos que los de Izquierda Unida y Upyd. Mientras que para ingresar en las filas de la tiranía del bipartidismo tienes que ser rico o tener contactos, en los demás partidos entra gente de clase media o baja con ganas de cambiar las cosas hacia un modelo político más justo donde sea real aquello de la igualdad de oportunidades.

Estos políticos no suelen demostrar  esa necesidad de llevar una vida de opulencia, avaricia y codicia como la que experimentan los tiranos de los dos partidos mayoritarios. Los que defienden a los tiranos argumentan que como son mayoría es normal que haya más casos de corrupción que en partidos con menos cuota de poder.

Este argumento es verdad, y yo lo comparto, pero creo que también influye que los ricos siempre quieren más, y no se conforman con los sueldos que tienen, mientras que para una persona humilde el sueldo de un político o de un banquero es un buen sueldo. No experimenta tan habitualmente la necesidad de recurrir a la corrupción para llevar un nivel de vida más alto.

Un estudio realizado en la universidad de Berkeley que parece demostrar que cuanto más rico se es, existe una mayor tendencia a saltarse la ley; a ser más ladrón, más insolidario, a considerar que todo te pertenece, que las normas elementales de convivencia no te afectan. Esa es, por otra parte, la percepción que la mayoría tenemos y en la que nos reafirmamos todos los días.

 Lo cierto es que a pesar de la propaganda con la que nos bombardean, los ricos delinquen más que los pobres. Los ricos delinquen porque consideran que el mundo es suyo y que pueden hacer exactamente lo que quieran: desde saltarse las normas de tráfico a robar; desde mentir para sacar provecho a comerse los caramelos de unos niños. Por una parte su riqueza les proporciona no sólo sensación de invulnerabilidad, con razón, sino también un cierto “desapego ético” respecto a la norma.

Los ricos suelen pensar que si una norma coarta alguno de sus comportamientos es la norma la que está mal, no su comportamiento. De ahí que los ricos que comenten, por ejemplo, fraude fiscal, no sientan ningún tipo de vergüenza ni de culpabilidad.
Este video permite jugar a hacer comparaciones entre lo que en él se va mostrando y las situaciones que vivimos en España. Desde la persona inmensamente privilegiada que delinque porque nunca parece tener bastante, como Urdangarín, hasta todos esos ricos que conducen sus coches convencidos de que a ellos no les aplican las mismas normas de tráfico que a los demás, tipo Esperanza Aguirrre y tantos otros.

Desde personas con mucho dinero, como Lucía Figar, capaz de quitar el cheque guardería a miles de familias que lo necesitan con una mano al tiempo que se adjudica para sí los 1100 euros con la otra, hasta tantos y tantos empresarios capaces de saltarse todas las leyes por algo que a priori parecería que no merece la pena.
El experimento intenta explicar cómo la mente de los ricos, así como todas nuestras referencias sobre lo que es bueno o malo, así como la percepción que tenemos de nosotros mismos, está condicionada por la riqueza. Los ricos piensan que se lo merecen todo y los pobres piensan que es así, que la gente que es rica es porque se lo ha ganado. Hay todo un sistema cultural que configura nuestra manera de pensar para que no nos demos cuenta de que las cartas están marcadas desde el principio.

 No es extraño que muchos medios de comunicación norteamericanos reaccionaran de manera virulenta ante este sencillo estudio que parece tan obvio. Son las condiciones materiales las que determinan la conciencia, tanto la individual como la social, así que es normal que los ricos no se sientan nunca ni culpables ni avergonzados y que tiendan a pensar que todo les está permitido.

Para empezar las leyes tienen a considerar delito lo que hacen los pobres, no lo que hacen los ricos, hasta el punto de que ser pobre en sí mismo ha sido considerado históricamente algo sospechoso, casi un delito cuando no un delito directamente (algo que ahora de nuevo está comenzando a suceder).

Además, los delitos que cometen los ricos más a menudo están menos penalizados que los que cometen los pobres. Lo vemos cada día. Está más penado y hay más posibilidades de ir a la cárcel robar una cartera que por robar 100 millones de euros; está mucho más penado practicar el timo de la estampita en la calle que estafar con preferentes en un banco.

 Y por último, si por las razones que sea, el rico se ve en el trance de ir a la cárcel, es mucho más probable que le indulten a él y no al pobre. Al mismo tiempo, los delitos que cometen más a menudo los ricos se supone que no generan alarma –aunque tengan un enorme coste social, aunque nos alarmemos muchísimo– mientras que el sistema tiene mecanismos de sobra para generar alarma respecto a los comportamientos de los pobres, aunque estos sean mil veces menos dañinos desde todos los puntos de vista.

Esto es trasladable a todos los campos sociales, especialmente al campo de las relaciones laborales donde los ricos van a torcer todas las normas para beneficiarse, porque como hemos podido de sobra comprobar –y en contra de lo que a veces se piensa– los ricos nunca tienen bastante. No hay cantidad pequeña por la que no merezca la pena cometer un delito, un fraude o un engaño.

 Nos asombramos a veces al ver a una persona muy rica que, lejos de conformarse con su situación de privilegio, se arriesga para ganar aún más dinero y nos preguntamos: ¿no tenía bastante? No, nunca es bastante. No quieren el dinero para vivir mejor porque llega un momento en que puede ser difícil vivir mejor; la riqueza se convierte en un fin en sí mismo.
Puesto que todas las normas legales y sociales están hechas para favorecer a los ricos frente a los pobres, es normal que aquellos tengan sensación de invulnerabilidad. Esta manera de ser permanentemente favorecidos les hace convencerse también de que las normas que les estorban son mucho menos importantes, de mucho menos obligado cumplimiento, que aquellas que les favorecen, que éstas sí nos obligan férreamente a todos.

 Es decir, los ricos –y con ellos una parte de la sociedad– piensan, por ejemplo, que la defensa de la propiedad privada a ultranza es una norma básica, que en ningún caso puede violentarse o debilitarse, un pilar de la sociedad;  pero que, en cambio, saltarse las leyes que les obligan a pagar impuestos es un delito menor que la mayoría comete (o lo intenta) y justifica. A esta tarea contribuyen, naturalmente, todos los medios de comunicación, que encuentran mucho menos grave y/o peligroso que Berlusconi haya defraudado a la hacienda de su país 7 millones de euros, o que el PP lleve años defraudando al fisco con una contabilidad falsa, que el hecho de que una Consejera de Vivienda se salte una lista de espera para dar techo a gente que está sin él.

Las consecuencias son obvias: este es un sistema que culturalmente premia y favorece la desigualdad así como oculta sus causas. Al mismo tiempo justifica y naturaliza esa desigualdad hasta el punto de insertarla como un pilar de la subjetividad, tanto de ricos como de pobres. Pero es también un sistema que permanentemente cambia las reglas lo que haga falta, y con ello todas las justificaciones pertinentes, para que aquellas favorezcan a los que más tienen; que tuerce las leyes lo que haya que torcerlas para que los delitos, sean cuales sean, de los ricos sean mucho menos castigados que los delitos que los pobres son propensos a cometer.

 Siempre ha sido así, desde luego. No hace mucho todavía se castigaba con la horca robar un pedazo de pan, mientras que robar a los pobres no se ha considerado nunca siquiera un delito punible. Cómo va a serlo si es la base misma del capitalismo.
Desigualdad es lo mismo que injusticia. No hay una desigualdad “natural” o neutral o producto de la mala suerte o de circunstancias adversas, evitables o no, como sostienen los liberales. La desigualdad requiere un concienzudo –y casi siempre opaco– trabajo de injusticia para poder desarrollarse: injusticia legislativa, injusticia económica, injusticia política etc., que dan como resultado exactamente lo buscado: desigualdad radical.

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