martes, 29 de septiembre de 2015

Relato corto: Suenan las sirenas.

Suenan las sirenas:

Me levanto extenuado por un incesante dolor de estómago que me impide conciliar el sueño. Se trata de un dolor punzante de lo más molesto que amenaza con no dejarme dormir en toda la noche.

A mis problemas de insomnio se le suma el dolor estomacal y así no hay manera de pegar el ojo en esta vetusta cama. Los minutos se hacen eternos en la lucha por conciliar el sueño, una batalla perdida de antemano. Es por eso que me levanté iracundo y me dirigí al baño para tratar de exonerar el vientre y disipar mis problemas estomacales.

Pero no logro mi cometido y percibo que estoy cerca del colapso total. Me levanto como buenamente puedo de la taza del váter y me dirijo hacia la cocina para tomarme un laxante que elimine mis problemas. Pero antes, mucho antes de llegar a la cocina me precipito sobre el suelo de manera abrupta.

 Me duele la cabeza con una fuerza descomunal como nunca antes me había dolido, no era para menos me había desmayado precipitándome contra el suelo para darme de bruces contra el parquet.

Traté de despertarme pero no podía abrir los ojos, estaba consciente pero no veía nada, contaba en voz alta, podía oír mi voz pero seguía sin ver hasta que finalmente contemplé que estaba en el suelo de mi habitación. Me había orinado y tenía inflamada la frente a consecuencia del morrocotudo golpe que me había dado al caerme en el pasillo que me conducía a la cocina.

A duras penas conseguí levantarme del suelo y anduve unos pasos. Estaba aturdido por el impacto y el bebé no paraba de llorar. Me acerqué a él y contemplé que se había cagado, una peste hedionda emanaba del pañal infestado de pises y excrementos.  Traté de encontrar un pañal pero no quedaba ninguno, al menos no era capaz de vislumbrar el lugar donde los guardaba mi mujer. La llamé al móvil pero no me lo cogió. Me encontraba desbordado por el dolor de cabeza, por la irreductible llorera de mi hijo y por la imposibilidad de complacerle.

Salí al rellano del edificio y llamé a las puertas de varios vecinos, nadie estaba en su casa o al menos nadie abrió su puerta para atenderme.  Tan solo la señora del tercero con la que tenía varios pleitos y a la que ni loco pediría ayuda se asoma tras los ventanales de su salón y me mira con cara de pocos amigos antes de correr la cortina y esconderse de nuevo tras sus aposentos.

Así que no me queda más remedio que regresar a mi casa y cambiar a mi bebé entre espasmos y arcadas. Logro quitarle el pañal pero no logro contener las náuseas y termino por vomitar en la inmensa cabeza de mi bebé. Este continua llorando mientras el líquido amarillento le recorre buena parte de las mejillas y de la frente para precipitarse por su barriga.

Tengo miedo de que se trague mis hálitos nocivos y es entonces cuando decido meterlo en la ducha para quitarle la pestilencia que le surca la cabeza y buena parte de su tronco. El bebé no para de llorar y se me escurre de mi brazo derecho, ya en el suelo de la bañera le continúo echando agua hasta desposeerle de toda la peste hedionda que le circundaba. Los regueros de vómitos y excrementos se pierden por el desagüe para mi fortuna.

Pero aún no puedo cantar victoria, los helicópteros aún surcan mi cabeza y mi hijo sigue sin parar de llorar. Trato de ponerle un pijama pero me da patadas y manotazos que me noquean por completo. Me siento la persona más inútil de la faz de la tierra, incapaz de cambiar un pañal y de ponerle el pijama a mi hijo.

Tras varios minutos tratando de dejar presentable a mi vástago me doy por vencido y me alejo de él, hace mucho calor en la habitación donde me hallo y siento la imperiosa necesidad de aproximarme a la ventana para tomar un poco de aire fresco. El suave viento primaveral me relaja hasta cierto punto pero intuyo que no es suficiente para calmar la ansiedad que me provoca el llanto incesante de mi hijo y el dolor punzante de mi frente.

Es entonces cuando decido deslizar mis piernas por encima de la ventana y colocarme en el pequeño rellano que hay tras ella. En ese instante disfruto de una paz espiritual muy enriquecedora, los ruidos de las bocinas de los autos apenas llegan hasta mi doceavo piso y eso me ayuda a sentirme sereno y tranquilo.

Llevo ya tres o cuatro minutos  apoyado en el pequeño espacio que existe tras mi ventana, quisiera estar un rato más recobrando sensaciones pero los pies me empiezan a quemar y a temblar. Siento que si me mantengo en ese lugar por un minuto más mis pies cederán y caeré irremediablemente al vació si es que no logro sujetarme a tiempo a la ventana.

Pese a ello no tomo ninguna decisión, escucho los lloros de mi hijo desnudo que se mueve de lado a lado sobre mi cama, tengo miedo que se pueda caer al suelo y hacerse tanto daño o más del que me hecho yo hace escasos minutos.

Pero aún así no salgo de mi letargo. Ya no miro a la transitada avenida si no a mi hijo que se aproxima irremediablemente al borde de la cama para precipitarse al vacío. El impacto contra el suelo lo escucho nítidamente y me duele en el alma. Siento que soy un mal padre porque no hecho nada para evitar la caída de me hija.

Ahora le veo llorar con más intensidad si cabe desde el parquet de mi casa y percibo que me mira solicitando la ayuda que un buen padre debería brindarle. Pero yo no soy un buen padre y menos en ese momento en que la zozobra y el estupor me tienen anonadado. No soy capaz de salir de mi letargo pese a la mirada de mi hijo y las piernas me flaquean.

Vuelvo a mirar a calle tratando de recobrar las sensaciones placenteras de antes de la caída aparatosa de mi hijo. Pero ya no hay paz, la calma se esfumó y no consigo quitarme la imagen de mi hijo llorando y suplicándome ayuda. En ese momento trato de regresar a la habitación pero mis pies ceden y me precipito al vacío, caigo, estoy cayendo, veo los autos muy cerca de mí, el suelo se hace inmenso…


Suenan las sirenas.

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