viernes, 29 de enero de 2016

Relato corto: El milagro de Annete.

El milagro de Annette Herfkens:


Habían transcurrido 49 de los 55 minutos que duraba el vuelo cuando el avión se sacudió con violencia. “No te preocupes. Es solo una bolsa de aire”, le dije a mi novio, Pasje. Luego, la nave dio otro bandazo tremendo y la gente a bordo empezó a gritar. Sujeté la mano de Pasje. Es lo último que recuerdo.

Más tarde supe que el avión se había estrellado contra la cresta de una montaña a 480 kilómetros por hora. Más tarde se supo que el accidente se debió al mal tiempo y a que el piloto volaba a muy baja altura.

Tras la colisión con la cima de la montaña un ala se desprendió y el resto de la nave impactó en la ladera de la montaña contigua. Cuando desperté seguía dentro del avión, con un cadáver encima. Desprenderme de ese cuerpo inerte fue complicado pues pesaba mucho.
Tengo la imagen de su cara grabada a fuego en mi mente. Una mirada penetrante con los ojos bien abiertos, parecía imposible que estuviera muerto, pero si lo estaba, no respiraba y no se movió lo más mínimo, no le tomé el pulso porque no hacía falta.

Los asientos se habían desplazado hacia el fondo del avión, lo primero que hice cuando me zafé de mi asiento fue gritar el nombre de mi novio. No le encontraba y temía que estuviera enterrado bajo la montaña de asientos, hierros y equipajes.

Volví a gritar y nadie me contestaba, sólo escuchaba unos pocos gritos lastimeros de personas que parecían estar agonizando a punto de morir. Caminé hasta el fondo del avión y allí encontré el asiento de Pasje que se había deslizado hacia atrás bastantes metros y él continuaba allí con la cabeza pegada a su pecho.

Se la levanté y al mirarle comencé a llorar de pánico y de lástima, Pasje estaba muerto, con una leve sonrisa en los labios como queriéndome decir que no había sufrido, que todo había sido muy rápido y no había sentido dolor.

Pasé unos minutos de zozobra en los que lloré tapándome la cara con las dos manos, tenía miedo de seguir mirando a personas muertas a mi alrededor. Hasta que de repente me percaté que una persona me pedía ayuda. Era una mujer de unos 30 años que tenía un bebé en sus brazos.

Estiró al bebé en señal de que lo cogiera y lo sacara del avión. La señora tenía rasgos asiáticos y no hablaba inglés. Traté de sacarla de entre los escombros pero no pude, había varios paneles y asientos sobre sus piernas.

De cintura para abajo su cuerpo había quedado completamente atorado por una amalgama de escombros de lo más variopinto. Al minuto de tratar de sacarla aborté la misión al ver que mis heridas se podían agravar, me dolía mucho mi pierna izquierda.

Volví a mirar a la mujer y fue entonces cuando me percaté de que estaba muerta. Para aquel entonces no escuchaba más que un solo ruido, el del bebé que no paraba de llorar.
A pesar de que no había fuego ni humo apenas se podía respirar allí adentro, había mucho polvo en el fuselaje, miré al fondo y pude ver la selva por un boquete donde antes estaba la cabina de mando.

Era mi oportunidad de escapar, debía de hacerlo antes que mis piernas me dijeran basta. El recorrido hasta la salida era largo y estaba lleno de obstáculos, me encontraba en la parte trasera del avión y sólo se había desprendido la parte delantera, por lo que la única forma de salir era recorriendo todo el largo pasillo.

Con la mano izquierda me aferraba a todo lo que hubiera quedado en alto, y con la derecha sujetaba al bebé. Como me dolía la pierna izquierda iba a la pata coja, por fortuna el bebé no pesaba mucho, era muy pequeño.

Había partes del pasillo por donde era imposible pasar de pie, me vi obligada a soltar al bebé y pasar a cuatro patas sorteando los escombros. Estuve a punto de darme por vencida y quedarme allí, me faltaban fuerzas. Luego pensé en salir yo sola porque desplazar al bebé se me complicaba muchísimo, sobre todo en los tramos en los que tenía que arrastrarme.
Tenía heridas profundas en todo el cuerpo. De una pierna me asomaban 10 centímetros de hueso. Cuando me levanté de nuevo sentí un intenso dolor en las caderas. Pero por fortuna el último tramo estaba algo más despejado, era la zona de first class donde los espacios son menos reducidos.

Cuando llegué a la parte delantera comprobé que había bastante altura para saltar con el bebé. Era más de metro y medio de desnivel. Miré la pequeña explanada sobre la que aterrizó el avión y vi que había varias personas que habían salido expulsadas. Una persona estaba viva, tomaba de la mano a otra persona que no se movía.

Para bajar del fuselaje tuve que dejar al bebé en el borde antes de sentarme y dejarme caer. Traté de caer de pie haciendo fuerza con pierna derecha pero me caí al suelo, por fortuna no me hice mucho daño, fue una caída más aparatosa qué dolorosa.
Cuando logré levantarme cogí al bebé y eché un último vistazo al interior del fuselaje, no sé cómo me las arreglé para salir del avión. Había cadáveres por todas partes y personas que gemían incapaces de decir palabra alguna.

Fue una odisea que me llevó mucho tiempo. Deseaba encontrarme con gente viva en aquella explanada pero desgraciadamente sólo encontré a dos personas vivas. Un vietnamita muy amable que se llamaba Ali, me aseguró que pronto llegaría la ayuda. “Soy un hombre muy importante”, dijo. “Vendrán a buscarme”.

Yo le contesté en inglés que ojala fuera así y me senté junto a él y junto a un hombre que yacía tumbado y que parecía estar a punto de morir, no hablaba y apenas habría los ojos. Era un compañero de trabajo de Ali, se dirigían a su ciudad tras un viaje en el extranjero por motivos laborales.

 Apenas pude hablar con él, me preguntó si iba sola y si el bebé era mío aunque era obvio que no lo era. Estaba pendiente de su compañero que murió aproximadamente media hora más tarde. Cuando el deceso tuvo lugar Ali comenzó a llorar. Le dije que no llorase, que guardase fuerzas pues nos iban a rescatar. Mis palabras le calmaron un poco pero ya no dijo casi nada.
Durante las horas siguientes, su respiración se fue debilitando. 

Vi cómo se le iba la vida poco a poco, cada diez o quince minutos se le iba viendo más pálido. Yo no entendía nada, no presentaba grandes heridas pero se llevaba las manos a la altura de su riñón y deduje que tenía una hemorragia interna o que los golpes sufridos le habían afectado a un órgano vital.

Su semblante cada vez era más mustio y sus lamentos más apagados. De repente se volteó y me dijo que cuidara al bebé mientras palpaba su cabecita con su mano derecha. Luego regresó su mano a su costado, cerró los ojos y dejó de respirar  muriendo al instante. No se oía ningún sonido y nada se movía. Nunca me había sentido tan sola.

Quería levantarme y caminar por los alrededores por si había alguna persona más viva, pero no tenía fuerzas. Pensé en la madre del bebé y en las otras personas cuyos gemidos me estremecieron durante el tiempo que me llevó salir del fuselaje.
Mi pierna izquierda cada vez estaba peor, tras el golpe me dolía un poco, pero después de hacer tantos esfuerzos para salir del avión se había complicado mucho más. Ahora que se había quedado fría sentía mucho más dolor, mientras estaba caliente y en movimiento sentía menos los pinchazos. En ese momento era consciente de que no me iba a poder levantar. Tan sólo podía arrastrarme.

Permanecí ocho días en el suelo de la selva, esperando. Tenía las manos cubiertas de sanguijuelas; los pies, horrendamente hinchados y los dedos gordos ennegrecidos. No tenía nada para beber, pero cuando llovía lograba exprimir un poco de agua de mi camiseta mojada y llevármela a la boca.

Me tumbaba y abría la boca al máximo para tratar de tragar el máximo número de gotas posible. Luego me chupaba los antebrazos para sentir el frescor en mi boca. Hacía mucho calor por el día y la humedad era muy alta. Por las noches refrescaba y se estaba mucho mejor. El bebé continuaba vivo pero lloraba con mucha menos fuerza, le colocaba en diferentes posiciones, boca arriba, boca debajo de costado pero no podía calmarle y no podía alimentarle.

Al cuarto día el bebé murió, cuando me desperté sentí que no respiraba, le toqué su cuello y sus muñecas y no tenía ritmo cardiaco. Me sentí más sola aún y no supe que hacer. Estuve un par de horas abrazada a él pidiéndole a Dios que volviera hacerle llorar para no sentirme tan mal. Pero no hubo forma.

 Los cuerpos sin vida de los hombres que estaban junto a mí empezaron a descomponerse, así que me arrastré hasta otro lugar apoyándome con los codos. Así fue como me alejé del bebé y de los dos hombres.

 El impacto del avión había abierto un claro en la espesura derribando infinidad de árboles y podía ver una montaña a lo lejos. Sentí que me fundía con la belleza del paisaje y eso me ayudaba a evadirme del dolor que provocaba en mí la mortandad que me rodeaba.
Los últimos días fueron los peores, tenía un hambre atroz y miraba de reojo el fuselaje a sabiendas que había comida ahí dentro que me podía salvar la vida. Pero tenía la pierna hecha polvo y era imposible subir de nuevo al avión.

En la explanada no había caído nada de comida, sólo asientos, troncos de árboles reventados y cadáveres desperdigados por la hierba. No tenía nada más a mi alcance. No entendía porque tardaban tanto en encontrar el avión siniestrado. Pensaba que la selva vietnamita era pequeña y que era una tarea relativamente sencilla encontrar un avión, pero recordé que era un país pobre y que si no había ayuda internacional tal vez dejarían de buscarme.

Iba colocando una ramita tras otra conforme pasaban los días, a partir del sexto día me embargó un profundo sentimiento de tristeza, pensé que ya no me iban a buscar y que iba a morir en unas pocas horas. Del resto del tiempo no me acuerdo de nada. Creo que me lo pasé inconsciente. Cuando me encontraron sólo recuerdo que había seis ramitas junto a mí, pero luego me enteré de que fueron nueve días en la selva.
Finalmente, unos hombres vietnamitas llegaron y me bajaron de la montaña en una manta atada como hamaca a un palo. El viaje fue tan largo que tuvimos que pasar la noche en la selva. Al otro día llegamos a un pueblo desde donde me llevaron en auto a un hospital de Ciudad Ho Chi Minh.

 Un día después me trasladaron en avión a un hospital de Singapur. Al cabo de dos semanas me encontraba en Holanda, mi país. Allí los médicos me cubrieron la herida de la pierna con injertos de piel del muslo y revisaron los cuatro clavos que me habían puesto en la mandíbula fracturada. El dolor era incesante.

Dos meses y medio después del accidente regresé a mi trabajo como operadora internacional de bonos en una entidad bancaria de Madrid. Al verme sola en mi departamento, me hice plenamente consciente de la ausencia de mi novio. Pasje —mi guía, mi otro yo— se había ido. Día tras día me invadían amargos pensamientos. Estaba enojada con la muerte, con la vida, con todos mis sueños incumplidos.

Tras el accidente, empleé todas mis energías en parecer la misma Annette de siempre, en comportarme como mis colegas. Quizá lo hice para consolar a otros, o para consolarme a mí misma. Traté de escribir un libro sobre el accidente que sufrí pero no me sentía inspirada para recordar la tragedia ni siquiera cuando los periodistas me hacían preguntas acerca de cómo sobreviví tantos días sin agua ni comida.

Me guardé los recuerdos y puse todo mi empeño en seguir adelante y hacer que el mundo olvidara que yo era una sobreviviente.

En 2006 volví a Vietnam. Fui al pueblo adonde me llevaron tras el rescate y me reuní con algunos de los hombres que me bajaron de la montaña hacía tantos años. Al día siguiente de llegar nos levantamos antes del amanecer y emprendimos una caminata en grupo. Después de vadear seis ríos, empezamos a escalar. Tardamos más de cinco horas en llegar al sitio del accidente.

Me senté entre los árboles y miré la ladera de la montaña. Me pareció más ominosa de lo que recordaba y no tan verde ni tan bonita. En donde quedó el fuselaje no había crecido la hierba, parecía que habían terminado de retirar los restos hacia poco tiempo.

 Me senté por un rato en el lugar exacto donde permanecí tirada durante casi 9 días. Sentí unos profundos escalofríos al recordar las largas horas sin saber si iba a salir de allí, recordé las conversaciones con Ali y los arrumacos y besos que le di al bebé antes de que muriera, enseguida me inundé de lágrimas al recordar que no pude hacer nada por salvarle.

Miré hacia atrás e intenté imaginarme el fuselaje, con Pasje dentro. Allí fue donde terminó su vida. No sentí su presencia, ni la de la madre del bebé ni tan poco la del señor que murió sobre mí, al menos no más delo que venía sintiendo mientras caminaba por la selva.
Seguí avanzando montaña arriba y me detuve junto a una roca. Busqué en mi mochila un delfín y una foca blanca de madera en miniatura que había comprado, los puse encima de la roca y dije: “Adiós, Pasje”. Eran sus animales preferidos así que los dejé allí a modo de pequeño recuerdo.

De esa manera conseguí lograr un capítulo de mi vida que me carcomía por dentro, me pude despedir de mi novio, del vietnamita con el que hablé hasta que falleció, de las azafatas que con tanta gentileza nos atendieron y de los demás pasajeros que aunque sólo compartí con ellos unas horas de vuelo siento que fue mucho más que eso. Compartí con ellos un viaje que jamás debimos realizar.

Annette Herfkens volvió a Madrid con la sensación de haberse quitado un peso de encima con ese viaje redentor que vino a purgar sus penas. Luego marchó por motivos laborales a Estados Unidos, vive actualmente en la ciudad de Nueva York con su esposo, Jaime Lupa, y sus dos hijos, Maxi y Joosje.


A continuación les narro una historia de supervivencia que pasó desapercibida pero que bien podría ser fuente de inspiración para muchos directores de cine norteamericanos.

SOBREVIVIENTE: Jim Polehinke, el copiloto del vuelo 5191.
FECHA: 27/AGO/2006  VUELO: 5191 de Comair  ORIGEN: Lexington, Kentucky DESTINO: Atlanta, Georgia  PERSONAS A BORDO: 50  PASAJEROS MUERTOS: 47  TRIPULANTES MUERTOS: 2
Los pilotos tomaron la pista incorrecta. El avión no alcanzó a despegar, derribó una valla de metal, chocó contra algunos árboles y se hizo pedazos.
 Mientras el piloto a cargo hacía rodar el avión desde la terminal hasta la pista de despegue, yo revisaba el protocolo de instrucciones que debemos seguir antes de emprender un vuelo, así que no miré por la ventanilla para comprobar el número de pista, como dictaba la regla.
Y aunque lo hubiera hecho, tal vez no me habría dado cuenta de que las balizas de la pista de rodaje no coincidían con las de la pista de despegue que nos habían asignado, porque muchas de las luces del aeropuerto no funcionaban.

Cuando nos dieron luz verde para despegar, el capitán dijo: “Listo, vámonos”. Avanzó rodando hasta la pista de despegue, dio vuelta y enderezó el avión para alinearlo con la pista. Luego señaló: “Bien, revisa frenos y mandos”. Yo hice las verificaciones,  y entonces empezamos a avanzar a toda velocidad por la pista.
De lo que ocurrió después no recuerdo nada. En la grabación de la cabina de mando se me oye decir: “Qué raro, no hay luces”.  Al no ver las luces el comandante no aceleró lo suficiente, dudó entre frenar o tratar de elevar el avión. Finalmente optó por frenar pero era demasiado tarde y nos quedamos sin pista.

Segundos después, rebasamos el final de la pista y chocamos contra un terraplén. Tras rebotar y recorrer una distancia corta, el avión derribó la valla del aeropuerto, golpeó algunos árboles y se partió en mil pedazos.

Cuando llegaron los equipos de rescate me oyeron toser y me sacaron de entre los restos. En vez de esperar una ambulancia, me subieron a un jeep y me llevaron al hospital. Pese a estar inconsciente tosí, eso me salvó la vida, porque si no llego a toser se piensan que estoy muerto y se hubieran ido a tratar de socorrer a otros pasajeros.

Pasé cuatro días en coma inducido. Mi cuerpo estaba destrozado: tenía rotos el fémur y la tibia izquierda y también la pelvis, varias costillas y algunos dedos; me asomaba el hueso del talón derecho; presentaba colapso del pulmón derecho y había sufrido lesiones cerebrales graves.

Cuando los médicos me sacaron del coma, esperaron a que se me aclararan las ideas. Mi esposa estaba a mi lado. Pensé: Estoy en un hospital, hecho un desastre. ¿Qué me pasó? Fue entonces cuando mi esposa me explicó que había tenido un accidente en el avión. Lo primero que se me ocurrió fue preguntar: “¿Están bien todos los demás?” “No”, repuso ella. “Eres el único sobreviviente”. Al oír esto, me puse a llorar.

A lo largo de la primera semana los médicos me desinfectaron la pierna izquierda varias veces al día en un intento por salvarla, pero al final tuvieron que amputarla. Una vez que pasé por ese trance, el resto de mi cuerpo se recuperó rápidamente.

Los dos primeros años después del accidente fueron un tormento psicológico y emocional para mí. Me enfurecía que nos hubieran echado toda la culpa al capitán y a mí y me sentía triste por los familiares de las personas fallecidas. La culpa fue también de la mala señalización y de los controladores que no nos avisaron de que nos metimos en otra pista. Si nos hubieran avisado no hubiéramos iniciado las maniobras de despegue en el sitio equivocado.

 A veces me decía a mí mismo: ¡Estoy vivo! Y un segundo después pensaba en las 49 familias que habían perdido a sus seres queridos. Y me preguntaba: ¿Debería sentirme feliz de seguir con vida cuando todas esas personas están muertas?
Estoy agradecido de que mi esposa, Ida, sea tan fuerte. Fue mi sustento. Me apoyó y me cuidó. Me siento agradecido de tenerla junto a mí. Lo más sencillo para ella hubiera sido abandonarme e irse con un hombre que tuviera dos piernas y que no tuviera un sentimiento de culpa y de tristeza tan grande.

Mi consejo para quienes estén viviendo una situación como la mía es que miren hacia adelante, que vean la luz al final del túnel. No es posible cambiar el pasado, así que hay que mirar hacia adelante. Hay que superar los problemas y pensar que el día de mañana va a ser mejor.

Estoy paralizado de la rodilla derecha para abajo. Si alguien me sacara de la silla de ruedas y me dijera “Párate en un solo pie”, me caería. Sin embargo, me encanta esquiar. Cuando estoy en lo alto de una montaña, no pienso en el accidente. Contemplo el mundo y digo: “Quizá no tengo motivos para quejarme. Gracias, Dios mío, por permitirme seguir con vida y poder hacer esto. Siempre fui una persona activa, pero cuando me recuperé del accidente me interesé por actividades como el esquí que antes apenas practicaba”.

Después del accidente, Jim Polehinke  y su esposa se mudaron de Florida al suroeste de Colorado, donde él ahora es presidente de Colorado Discover Ability, una organización que promueve actividades al aire libre para personas con discapacidad.



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