El milagro de Annette Herfkens:
Habían
transcurrido 49 de los 55 minutos que duraba el vuelo cuando el avión se
sacudió con violencia. “No te preocupes. Es solo una bolsa de aire”, le dije a
mi novio, Pasje. Luego, la nave dio otro bandazo tremendo y la gente a bordo
empezó a gritar. Sujeté la mano de Pasje. Es lo último que recuerdo.
Más tarde
supe que el avión se había estrellado contra la cresta de una montaña a 480
kilómetros por hora. Más tarde se supo que el accidente se debió al mal tiempo
y a que el piloto volaba a muy baja altura.
Tras la
colisión con la cima de la montaña un ala se desprendió y el resto de la nave
impactó en la ladera de la montaña contigua. Cuando desperté seguía dentro del
avión, con un cadáver encima. Desprenderme de ese cuerpo inerte fue complicado
pues pesaba mucho.
Tengo la
imagen de su cara grabada a fuego en mi mente. Una mirada penetrante con los
ojos bien abiertos, parecía imposible que estuviera muerto, pero si lo estaba,
no respiraba y no se movió lo más mínimo, no le tomé el pulso porque no hacía
falta.
Los asientos
se habían desplazado hacia el fondo del avión, lo primero que hice cuando me
zafé de mi asiento fue gritar el nombre de mi novio. No le encontraba y temía
que estuviera enterrado bajo la montaña de asientos, hierros y equipajes.
Volví a
gritar y nadie me contestaba, sólo escuchaba unos pocos gritos lastimeros de
personas que parecían estar agonizando a punto de morir. Caminé hasta el fondo
del avión y allí encontré el asiento de Pasje que se había deslizado hacia
atrás bastantes metros y él continuaba allí con la cabeza pegada a su pecho.
Se la levanté
y al mirarle comencé a llorar de pánico y de lástima, Pasje estaba muerto, con
una leve sonrisa en los labios como queriéndome decir que no había sufrido, que
todo había sido muy rápido y no había sentido dolor.
Pasé unos
minutos de zozobra en los que lloré tapándome la cara con las dos manos, tenía
miedo de seguir mirando a personas muertas a mi alrededor. Hasta que de repente
me percaté que una persona me pedía ayuda. Era una mujer de unos 30 años que
tenía un bebé en sus brazos.
Estiró al
bebé en señal de que lo cogiera y lo sacara del avión. La señora tenía rasgos
asiáticos y no hablaba inglés. Traté de sacarla de entre los escombros pero no
pude, había varios paneles y asientos sobre sus piernas.
De cintura
para abajo su cuerpo había quedado completamente atorado por una amalgama de
escombros de lo más variopinto. Al minuto de tratar de sacarla aborté la misión
al ver que mis heridas se podían agravar, me dolía mucho mi pierna izquierda.
Volví a mirar
a la mujer y fue entonces cuando me percaté de que estaba muerta. Para aquel
entonces no escuchaba más que un solo ruido, el del bebé que no paraba de
llorar.
A pesar de
que no había fuego ni humo apenas se podía respirar allí adentro, había mucho
polvo en el fuselaje, miré al fondo y pude ver la selva por un boquete donde
antes estaba la cabina de mando.
Era mi
oportunidad de escapar, debía de hacerlo antes que mis piernas me dijeran
basta. El recorrido hasta la salida era largo y estaba lleno de obstáculos, me
encontraba en la parte trasera del avión y sólo se había desprendido la parte
delantera, por lo que la única forma de salir era recorriendo todo el largo pasillo.
Con la mano
izquierda me aferraba a todo lo que hubiera quedado en alto, y con la derecha
sujetaba al bebé. Como me dolía la pierna izquierda iba a la pata coja, por
fortuna el bebé no pesaba mucho, era muy pequeño.
Había partes
del pasillo por donde era imposible pasar de pie, me vi obligada a soltar al
bebé y pasar a cuatro patas sorteando los escombros. Estuve a punto de darme
por vencida y quedarme allí, me faltaban fuerzas. Luego pensé en salir yo sola
porque desplazar al bebé se me complicaba muchísimo, sobre todo en los tramos
en los que tenía que arrastrarme.
Tenía heridas
profundas en todo el cuerpo. De una pierna me asomaban 10 centímetros de hueso.
Cuando me levanté de nuevo sentí un intenso dolor en las caderas. Pero por
fortuna el último tramo estaba algo más despejado, era la zona de first class
donde los espacios son menos reducidos.
Cuando llegué
a la parte delantera comprobé que había bastante altura para saltar con el bebé.
Era más de metro y medio de desnivel. Miré la pequeña explanada sobre la que
aterrizó el avión y vi que había varias personas que habían salido expulsadas.
Una persona estaba viva, tomaba de la mano a otra persona que no se movía.
Para bajar
del fuselaje tuve que dejar al bebé en el borde antes de sentarme y dejarme
caer. Traté de caer de pie haciendo fuerza con pierna derecha pero me caí al
suelo, por fortuna no me hice mucho daño, fue una caída más aparatosa qué
dolorosa.
Cuando logré
levantarme cogí al bebé y eché un último vistazo al interior del fuselaje, no
sé cómo me las arreglé para salir del avión. Había cadáveres por todas partes y
personas que gemían incapaces de decir palabra alguna.
Fue una
odisea que me llevó mucho tiempo. Deseaba encontrarme con gente viva en aquella
explanada pero desgraciadamente sólo encontré a dos personas vivas. Un
vietnamita muy amable que se llamaba Ali, me aseguró que pronto llegaría la
ayuda. “Soy un hombre muy importante”, dijo. “Vendrán a buscarme”.
Yo le
contesté en inglés que ojala fuera así y me senté junto a él y junto a un
hombre que yacía tumbado y que parecía estar a punto de morir, no hablaba y
apenas habría los ojos. Era un compañero de trabajo de Ali, se dirigían a su
ciudad tras un viaje en el extranjero por motivos laborales.
Apenas pude hablar con él, me preguntó si iba
sola y si el bebé era mío aunque era obvio que no lo era. Estaba pendiente de su
compañero que murió aproximadamente media hora más tarde. Cuando el deceso tuvo
lugar Ali comenzó a llorar. Le dije que no llorase, que guardase fuerzas pues
nos iban a rescatar. Mis palabras le calmaron un poco pero ya no dijo casi
nada.
Durante las
horas siguientes, su respiración se fue debilitando.
Vi cómo se le iba la vida
poco a poco, cada diez o quince minutos se le iba viendo más pálido. Yo no
entendía nada, no presentaba grandes heridas pero se llevaba las manos a la
altura de su riñón y deduje que tenía una hemorragia interna o que los golpes
sufridos le habían afectado a un órgano vital.
Su semblante
cada vez era más mustio y sus lamentos más apagados. De repente se volteó y me
dijo que cuidara al bebé mientras palpaba su cabecita con su mano derecha.
Luego regresó su mano a su costado, cerró los ojos y dejó de respirar muriendo al instante. No se oía ningún sonido
y nada se movía. Nunca me había sentido tan sola.
Quería
levantarme y caminar por los alrededores por si había alguna persona más viva,
pero no tenía fuerzas. Pensé en la madre del bebé y en las otras personas cuyos
gemidos me estremecieron durante el tiempo que me llevó salir del fuselaje.
Mi pierna
izquierda cada vez estaba peor, tras el golpe me dolía un poco, pero después de
hacer tantos esfuerzos para salir del avión se había complicado mucho más.
Ahora que se había quedado fría sentía mucho más dolor, mientras estaba
caliente y en movimiento sentía menos los pinchazos. En ese momento era
consciente de que no me iba a poder levantar. Tan sólo podía arrastrarme.
Permanecí
ocho días en el suelo de la selva, esperando. Tenía las manos cubiertas de
sanguijuelas; los pies, horrendamente hinchados y los dedos gordos
ennegrecidos. No tenía nada para beber, pero cuando llovía lograba exprimir un
poco de agua de mi camiseta mojada y llevármela a la boca.
Me tumbaba y
abría la boca al máximo para tratar de tragar el máximo número de gotas
posible. Luego me chupaba los antebrazos para sentir el frescor en mi boca.
Hacía mucho calor por el día y la humedad era muy alta. Por las noches
refrescaba y se estaba mucho mejor. El bebé continuaba vivo pero lloraba con
mucha menos fuerza, le colocaba en diferentes posiciones, boca arriba, boca
debajo de costado pero no podía calmarle y no podía alimentarle.
Al cuarto día
el bebé murió, cuando me desperté sentí que no respiraba, le toqué su cuello y
sus muñecas y no tenía ritmo cardiaco. Me sentí más sola aún y no supe que
hacer. Estuve un par de horas abrazada a él pidiéndole a Dios que volviera
hacerle llorar para no sentirme tan mal. Pero no hubo forma.
Los cuerpos sin vida de los hombres que estaban
junto a mí empezaron a descomponerse, así que me arrastré hasta otro lugar
apoyándome con los codos. Así fue como me alejé del bebé y de los dos hombres.
El impacto del avión había abierto un claro en
la espesura derribando infinidad de árboles y podía ver una montaña a lo lejos.
Sentí que me fundía con la belleza del paisaje y eso me ayudaba a evadirme del
dolor que provocaba en mí la mortandad que me rodeaba.
Los últimos
días fueron los peores, tenía un hambre atroz y miraba de reojo el fuselaje a
sabiendas que había comida ahí dentro que me podía salvar la vida. Pero tenía
la pierna hecha polvo y era imposible subir de nuevo al avión.
En la
explanada no había caído nada de comida, sólo asientos, troncos de árboles
reventados y cadáveres desperdigados por la hierba. No tenía nada más a mi
alcance. No entendía porque tardaban tanto en encontrar el avión siniestrado.
Pensaba que la selva vietnamita era pequeña y que era una tarea relativamente
sencilla encontrar un avión, pero recordé que era un país pobre y que si no
había ayuda internacional tal vez dejarían de buscarme.
Iba colocando
una ramita tras otra conforme pasaban los días, a partir del sexto día me
embargó un profundo sentimiento de tristeza, pensé que ya no me iban a buscar y
que iba a morir en unas pocas horas. Del resto del tiempo no me acuerdo de
nada. Creo que me lo pasé inconsciente. Cuando me encontraron sólo recuerdo que
había seis ramitas junto a mí, pero luego me enteré de que fueron nueve días en
la selva.
Finalmente,
unos hombres vietnamitas llegaron y me bajaron de la montaña en una manta atada
como hamaca a un palo. El viaje fue tan largo que tuvimos que pasar la noche en
la selva. Al otro día llegamos a un pueblo desde donde me llevaron en auto a un
hospital de Ciudad Ho Chi Minh.
Un día después me trasladaron en avión a un
hospital de Singapur. Al cabo de dos semanas me encontraba en Holanda, mi país.
Allí los médicos me cubrieron la herida de la pierna con injertos de piel del
muslo y revisaron los cuatro clavos que me habían puesto en la mandíbula
fracturada. El dolor era incesante.
Dos meses y
medio después del accidente regresé a mi trabajo como operadora internacional
de bonos en una entidad bancaria de Madrid. Al verme sola en mi departamento,
me hice plenamente consciente de la ausencia de mi novio. Pasje —mi guía, mi
otro yo— se había ido. Día tras día me invadían amargos pensamientos. Estaba
enojada con la muerte, con la vida, con todos mis sueños incumplidos.
Tras el
accidente, empleé todas mis energías en parecer la misma Annette de siempre, en
comportarme como mis colegas. Quizá lo hice para consolar a otros, o para
consolarme a mí misma. Traté de escribir un libro sobre el accidente que sufrí
pero no me sentía inspirada para recordar la tragedia ni siquiera cuando los
periodistas me hacían preguntas acerca de cómo sobreviví tantos días sin agua
ni comida.
Me guardé los
recuerdos y puse todo mi empeño en seguir adelante y hacer que el mundo
olvidara que yo era una sobreviviente.
En 2006 volví
a Vietnam. Fui al pueblo adonde me llevaron tras el rescate y me reuní con
algunos de los hombres que me bajaron de la montaña hacía tantos años. Al día
siguiente de llegar nos levantamos antes del amanecer y emprendimos una
caminata en grupo. Después de vadear seis ríos, empezamos a escalar. Tardamos
más de cinco horas en llegar al sitio del accidente.
Me senté
entre los árboles y miré la ladera de la montaña. Me pareció más ominosa de lo
que recordaba y no tan verde ni tan bonita. En donde quedó el fuselaje no había
crecido la hierba, parecía que habían terminado de retirar los restos hacia
poco tiempo.
Me senté por un rato en el lugar exacto donde
permanecí tirada durante casi 9 días. Sentí unos profundos escalofríos al
recordar las largas horas sin saber si iba a salir de allí, recordé las
conversaciones con Ali y los arrumacos y besos que le di al bebé antes de que
muriera, enseguida me inundé de lágrimas al recordar que no pude hacer nada por
salvarle.
Miré hacia
atrás e intenté imaginarme el fuselaje, con Pasje dentro. Allí fue donde
terminó su vida. No sentí su presencia, ni la de la madre del bebé ni tan poco
la del señor que murió sobre mí, al menos no más delo que venía sintiendo
mientras caminaba por la selva.
Seguí
avanzando montaña arriba y me detuve junto a una roca. Busqué en mi mochila un
delfín y una foca blanca de madera en miniatura que había comprado, los puse
encima de la roca y dije: “Adiós, Pasje”. Eran sus animales preferidos así que
los dejé allí a modo de pequeño recuerdo.
De esa manera
conseguí lograr un capítulo de mi vida que me carcomía por dentro, me pude
despedir de mi novio, del vietnamita con el que hablé hasta que falleció, de
las azafatas que con tanta gentileza nos atendieron y de los demás pasajeros
que aunque sólo compartí con ellos unas horas de vuelo siento que fue mucho más
que eso. Compartí con ellos un viaje que jamás debimos realizar.
Annette
Herfkens volvió a Madrid con la sensación de haberse quitado un peso de encima
con ese viaje redentor que vino a purgar sus penas. Luego marchó por motivos
laborales a Estados Unidos, vive actualmente en la ciudad de Nueva York con su
esposo, Jaime Lupa, y sus dos hijos, Maxi y Joosje.
A continuación les narro una historia de supervivencia que pasó desapercibida pero que bien podría ser fuente de inspiración para muchos directores de cine norteamericanos.
SOBREVIVIENTE: Jim Polehinke, el copiloto del vuelo 5191.
FECHA:
27/AGO/2006 VUELO: 5191 de Comair ORIGEN: Lexington, Kentucky
DESTINO: Atlanta, Georgia PERSONAS A BORDO: 50 PASAJEROS MUERTOS:
47 TRIPULANTES MUERTOS: 2
Los
pilotos tomaron la pista incorrecta. El avión no alcanzó a despegar, derribó
una valla de metal, chocó contra algunos árboles y se hizo pedazos.
Mientras el
piloto a cargo hacía rodar el avión desde la terminal hasta la pista de
despegue, yo revisaba el protocolo de instrucciones que debemos seguir antes de
emprender un vuelo, así que no miré por la ventanilla para comprobar el número
de pista, como dictaba la regla.
Y aunque lo
hubiera hecho, tal vez no me habría dado cuenta de que las balizas de la pista
de rodaje no coincidían con las de la pista de despegue que nos habían
asignado, porque muchas de las luces del aeropuerto no funcionaban.
Cuando nos
dieron luz verde para despegar, el capitán dijo: “Listo, vámonos”. Avanzó
rodando hasta la pista de despegue, dio vuelta y enderezó el avión para
alinearlo con la pista. Luego señaló: “Bien, revisa frenos y mandos”. Yo hice
las verificaciones, y entonces empezamos a avanzar a toda velocidad por
la pista.
De lo que
ocurrió después no recuerdo nada. En la grabación de la cabina de mando se me
oye decir: “Qué raro, no hay luces”. Al
no ver las luces el comandante no aceleró lo suficiente, dudó entre frenar o
tratar de elevar el avión. Finalmente optó por frenar pero era demasiado tarde
y nos quedamos sin pista.
Segundos
después, rebasamos el final de la pista y chocamos contra un terraplén. Tras
rebotar y recorrer una distancia corta, el avión derribó la valla del
aeropuerto, golpeó algunos árboles y se partió en mil pedazos.
Cuando
llegaron los equipos de rescate me oyeron toser y me sacaron de entre los
restos. En vez de esperar una ambulancia, me subieron a un jeep y me llevaron
al hospital. Pese a estar inconsciente tosí, eso me salvó la vida, porque si no
llego a toser se piensan que estoy muerto y se hubieran ido a tratar de
socorrer a otros pasajeros.
Pasé cuatro
días en coma inducido. Mi cuerpo estaba destrozado: tenía rotos el fémur y la
tibia izquierda y también la pelvis, varias costillas y algunos dedos; me
asomaba el hueso del talón derecho; presentaba colapso del pulmón derecho y
había sufrido lesiones cerebrales graves.
Cuando los médicos
me sacaron del coma, esperaron a que se me aclararan las ideas. Mi esposa
estaba a mi lado. Pensé: Estoy en un hospital, hecho un desastre. ¿Qué me pasó?
Fue entonces cuando mi esposa me explicó que había tenido un accidente en el
avión. Lo primero que se me ocurrió fue preguntar: “¿Están bien todos los
demás?” “No”, repuso ella. “Eres el único sobreviviente”. Al oír esto, me puse
a llorar.
A lo largo de
la primera semana los médicos me desinfectaron la pierna izquierda varias veces
al día en un intento por salvarla, pero al final tuvieron que amputarla. Una
vez que pasé por ese trance, el resto de mi cuerpo se recuperó rápidamente.
Los dos
primeros años después del accidente fueron un tormento psicológico y emocional
para mí. Me enfurecía que nos hubieran echado toda la culpa al capitán y a mí y
me sentía triste por los familiares de las personas fallecidas. La culpa fue
también de la mala señalización y de los controladores que no nos avisaron de
que nos metimos en otra pista. Si nos hubieran avisado no hubiéramos iniciado
las maniobras de despegue en el sitio equivocado.
A veces me decía a mí mismo: ¡Estoy vivo! Y un
segundo después pensaba en las 49 familias que habían perdido a sus seres
queridos. Y me preguntaba: ¿Debería sentirme feliz de seguir con vida cuando
todas esas personas están muertas?
Estoy
agradecido de que mi esposa, Ida, sea tan fuerte. Fue mi sustento. Me apoyó y
me cuidó. Me siento agradecido de tenerla junto a mí. Lo más sencillo para ella
hubiera sido abandonarme e irse con un hombre que tuviera dos piernas y que no
tuviera un sentimiento de culpa y de tristeza tan grande.
Mi consejo
para quienes estén viviendo una situación como la mía es que miren hacia
adelante, que vean la luz al final del túnel. No es posible cambiar el pasado,
así que hay que mirar hacia adelante. Hay que superar los problemas y pensar
que el día de mañana va a ser mejor.
Estoy
paralizado de la rodilla derecha para abajo. Si alguien me sacara de la silla
de ruedas y me dijera “Párate en un solo pie”, me caería. Sin embargo, me
encanta esquiar. Cuando estoy en lo alto de una montaña, no pienso en el
accidente. Contemplo el mundo y digo: “Quizá no tengo motivos para quejarme.
Gracias, Dios mío, por permitirme seguir con vida y poder hacer esto. Siempre
fui una persona activa, pero cuando me recuperé del accidente me interesé por
actividades como el esquí que antes apenas practicaba”.
Después
del accidente, Jim Polehinke y su esposa se mudaron de Florida al
suroeste de Colorado, donde él ahora es presidente de Colorado Discover
Ability, una organización que promueve actividades al aire libre para personas
con discapacidad.
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