viernes, 29 de enero de 2016

Relato Corto: Mi hermano Damián.

Mi único hermano está cerca de cumplir dieciocho años de edad, debido a que me saca casi seis años, nunca ha querido saber nada de mí.
Para él siempre he sido un enano con el que no tiene nada que compartir ni decir, así que lo único que nos une son los apellidos y el vivir bajo el mismo techo.
Damián se pasa el día en el instituto con sus amigos, aunque sólo entra a un número muy reducido de clases, siempre se encuentra rondando por las inmediaciones con sus amigos.
Por su edad tendría que estar cursando segundo de bachillerato. Pero lejos de estar preparando su acceso a la universidad, se encuentra terminándola eso, tras haber perdido dos años académicos.
Lo que más le gusta hacer es recorrer las calles de la ciudad en su moto, una vespino de segunda mano, con muchos kilómetros de rodaje, que se la compró por muy poco dinero a uno de sus amigos greñudos.
Todas las tardes, después de comer en casa, toma la motocicleta y se va hacia un descampado cercano para beber litros de cerveza y fumar porros.
Inseparable de su chupa de cuero, siempre lleva unas botas negras y camisetas de sus bandas de punk preferidas. Al igual que el resto de sus colegas lleva el pelo mal cortado, rapado por los costados y largo por el centro.
Sus pintas me recuerdan mucho a los que paran en la casa misteriosa anexa a la escuela. De hecho llevan parches  con los símbolos que tan habitualmente se veían poblando las paredes de aquella casa.
De continuo oía a mi padre discutir con mi hermano por no ordenar su habitación, no aprobar las asignaturas o por llegar borracho a casa a horas intempestivas entre semana.
-Cuando vuelva tu padre y te vea en ese estado deplorable te va a dar una buena, te vas a enterar lo que es bueno
-No me menciones a mi padre, si está en el trullo será por algo, no me lo menciones como un ejemplo de nada.
Discusiones acaloradas acontecían un sinfín de noches, me desvelaban de madrugada los gritos de ambos, primero comenzaba mi madre cuando Damián entraba en la casa, y el procedía a insultarla y menospreciarla.
Los insultos e improperios se prolongaban durante varios minutos que se me hacían larguísimos.
Nunca parecía llegar el momento de calma, siempre había una réplica a los ataques vertidos por la otra persona.
Cuando por fin se iban a dormir llegaba la calma, una calma tensa que me impedía conciliar el sueño con rapidez.
Deseaba que se hiciera de día para desayunar el tazón de cereales lo más rápido posible y salir raudo hacia las clases, poder ver a mis compañeros y así evadirme de las tensiones y conflictos que se vivían día tras día en mi humilde casa.
Algunas noches me las pasaba en vela, atormentada por las hirientes palabras que mi hermano tenía contra mi madre y contra mi padre ausente.
Cuando mi padre estaba en casa, Damián apenas se atrevía a alzar la voz, le tenía mucho respeto a su progenitor, puesto que en varias ocasiones había recibido fuertes correctivos tras haber desacatado sus órdenes o haber menospreciado a mi madre.
En más de una ocasión le había pegado un guantazo, pero la que le hizo cambiar radicalmente ante la presencia de mi padre fue la paliza que sufrió tras llamarle picoleto cabrón.
Los policías son llamados coloquialmente por algunos jóvenes de forma despectiva, picoletos, porque van de verde como Picolo, uno de los dibujos de Bola de Dragón.
A mi padre no le sentó nada bien aquella noche ese calificativo, y sumido en un estado profundo de embriaguez, fruto de toda una noche bebiendo vodka barato del supermercado, arremetió contra Damián.
Primero lo asió del cuello, y cuando mi madre suplicaba entre sollozos que lo dejara, que lo iba a matar, lo soltó.
Pero acto seguido y cuando mi hermano aún respiraba con gran dificultad, le propinó una serie de puñetazos en el rostro.
Damián aguantó como pudo una buena cantidad de golpes, pero terminó derrumbándose en el suelo del pasillo que conducía del salón a las habitaciones.
Con mi hermano ya en el suelo, mi padre continuó golpeándole, con puñetazos en la espalda que hacían retorcerse del dolor a mi hermano.
En ese instante mi madre se abalanzó sobre mi padre para impedir que siguiera golpeando a su hijo.
Mi padre se levantó súbitamente empujando a mi madre y continuó pegando patadas con el empeine de su pierna derecha a mi hermano en su costado, como si de un balón de fútbol se tratase.
Mi madre se apresuró al salón para llamar a la policía, fue entonces cuando mi padre se volteó, y al ver a mi madre en el salón junto al teléfono corrió para impedir realizar la llamada.
Esa noche  presencié aquellos escalofriantes hechos, contaba con sólo 10 años y me impresionó de tal manera la golpiza que recibió mi hermano, que nunca me atreví a llevar la contraria a mi padre, al igual que mi hermano.
Los compañeros de mi padre nunca se enteraron de la paliza que le pegó a su hijo, esa noche mi madre se encargó de parar la hemorragia nasal de mi hermano.
Luego le puso hielo en los pómulos que tenía inflamados a consecuencia de la golpiza recibida.
Esa noche mi hermano no pudo conciliar el sueño en ningún momento. Al alba mi madre le llevó al ambulatorio y allí se enteró de que a parte de las contusiones palpables a simple vista, tenía dos costillas rotas a causa de las patadas.
Ante las preguntas de los médicos, mi hermano y mi madre tuvieron que decir que las heridas eran consecuencia de una pelea en la que se vio envuelto la noche anterior con unos chicos del barrio de una pandilla rival.
-Ya sabes cómo son las pandillas en este barrio, señor doctor, son unos vándalos, decía mi madre.
-Ya, pero hay que poner una denuncia, la policía tiene que investigar quien le ha producido la rotura de dos costillas, es un delito de lesiones, no es cualquier tontería.
En esos momentos lo más difícil para mi madre era tener que dar la razón al médico, y hacer pensar a todos los allí presentes que no sabía quién le había golpeado a su hijo de esa forma tan brutal.
Damián, por su parte, se mantenía callado, mustio, como si continuase en estado de shock.  Asentía  a todo lo que le decían sin prestar atención.
Desde aquel día en que mi padre casi acaba con la vida de mi hermano las cosas no hicieron sino que empeorar.  La relación entre mis padres es enquistó, hasta el punto que las discusiones se producían a diario.  Cuando no se encontraba nuestra en madre en casa nuestro padre nos amenazaba constantemente, unas veces nos pegaba con el cinturón y en otras ocasiones nos decía que nos dejaría sin comer sino hacíamos todo cuanto él quería.
La situación era tan incómoda que trataba de pasar el máximo de horas posibles fuera de mi casa, sobre todo en las tardes, para así no ver a mi padre. Pero aquello era un arma de doble filo, porque si llegaba muy tarde a casa la reprimenda era mayúscula.
Un día, para evitar que mis profesores o los de Damián pudieran denunciarle a los servicios sociales mi padre dejó de pegarnos. Así fue como comenzó una etapa en la que nos alimentaban muy mal, mi padre racionaba la comida que nos servía mi madre hasta límites insospechados.
Para no pasar hambre trataba de comer a escondidas aun sabiendo que me exponía a severos castigos. Mi madre trató de mediar en la embarazosa situación que vivíamos desde varias semanas atrás. Lo único que consiguió fue que la ira de mi desdichado padre se cebara contra ella. Desvió su frustración contra mi madre que lo único que pretendía era que pudiéramos comer como dios manda.
La retahíla de insultos e improperios que mi padre vertió sobre mi madre aquella tarde de infausto recuerdo es algo que me marcó de por vida. Cuando se cansó de vejarla comenzó a pegarla y fue entonces cuando mi hermano Damián se abalanzó sobre él cual felino.
 La rápida reacción de mi hermano evitó una golpiza que hubiera desfigurado el rostro de mi madre. Al día siguiente mi madre se armó de valor y denunció los hechos en comisaría. Por fortuna aquella denuncia sirvió para que mi padre tuviera que abandonar el núcleo familiar y así pudimos respirar más tranquilos.
Sin embargo las desgracias continuaban cebándose conmigo. No sé si el lector habrá experimentado en alguna ocasión un dolor estomacal tan fuerte qué deseare haber quedado inconsciente para dejar de sufrir tamaño dolor.
Eso es lo que me ocurrió una tarde de aquel largo invierno, la tarde agonizaba, el sol se metía por detrás del parque de Azorín trazando en el firmamento pinceladas rojizas y rosadas entremezcladas con otras tonalidades más apagadas, grises y ocres.
Yo descendía de dicho parque, rumbo a mi casa, charlando con amigos del barrio, cuando en el interior de mi vientre comenzaba a fraguarse una feroz batalla de la que yo no podía sospechar ni por asomo.
No sé si sería debido a la ingesta de un alimento en mal estado, a la hambruna a la que me había sometido mi padre o si se debía a no haberme lavado las manos antes de comer, error que cometía en incansables ocasiones.
Lo cierto es que jamás olvidaré esos retortijones que me persiguieron durante siete interminables días en los cuales me sentí el ser más desdichado de la faz de la tierra.


Por fortuna los dolores remitieron una semana después y pude disfrutar de una vida tranquila sin los sobresaltos que me producía el hecho de vivir con mi atormentado padre. Nunca más volví a convivir con él, jamás acepté un solo regalo suyo ni tampoco sus proposiciones de hacer las paces. Puesto que como decía mi tío Paco, ningún hombre que pegue a su mujer y a sus hijos de una manera tan salvaje y ruin como lo hizo mi padre merece ser perdonado.



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