viernes, 7 de agosto de 2015

El reverendo Jim Jones y su secta de la Guayana.


Caso Guayana:

Un capítulo sobre esta secta resultaba necesario, pues ha sido la más destructiva de todos los tiempos y ni tan siquiera hay una película ni una serie de televisión que se haya atrevido a sacarla a la luz, han pasado muchos años desde que esto ocurrió, así  que me vi obligado a hablar de este caso, esperando que alguna serie o programa dedicado al estudio del misterio lo trate en un futuro cercano.

 El suicidio colectivo más trágico de la historia contemporánea tuvo lugar en la Guayana Inglesa y yo lo desarrollo ahora para todos ustedes deseando que les resulte como mínimo emocionante.

 El 18 de noviembre de 1978, 913 estadounidenses miembros de la secta Templo del Pueblo murieron en un suicidio colectivo tomando cianuro en la jungla de Guyana, cerca de la frontera con Venezuela. Así se contó en un primer momento, pero pronto se supo que muchos murieron asesinados a balazos.

 La mayoría murió envenenada, si cuando tomaron el cianuro  lo hicieron forzada o voluntariamente, nunca se supo ni nunca se sabrá.

 Lo que sí está claro es que este episodio –que en aquel momento conmovió a ese país y al mundo entero– está casi olvidado ahora en Estados Unidos; sólo un puñado de familias y sobrevivientes han previsto volver hoy a la fosa común donde están enterrados más de 400 cuerpos, la mayoría no identificados, en el cementerio Evergreen de Oakland, en California.

Inclusive, a pesar de sus esfuerzos, estos sobrevivientes no han podido reunir el dinero suficiente para construir un monumento en memoria de las víctimas. Hombres, mujeres y niños que siguieron a su líder espiritual Jim Jones para levantar un mundo ideal en la selva de Guyana.

La colonia agrícola, bautizada Jonestown y que fue fundada en 1973, era para algunos el paradigma de la felicidad multirracial, con pretensiones igualitarias y dominada por un cuarentón con enorme carisma e ideas marxistas que creía ser la reencarnación de Lenin, Jesucristo y Buda.

Jim Jones no sólo era fiable, además era rico y estaba ligado a algunos políticos californianos. Contaba entre sus amistades a Rosalyn Carter, la esposa de Jimmy Carter, presidente de Estados Unidos entre 1977 y 1981. Y al legislador estatal Willie Brown, el que fuera gobernador de California a finales de los noventa.

Pero en 1976 la colonia ya no era el paraíso soñado: “La gente tenía miedo de Jim Jones por ser una persona estricta, arrogante y manipuladora. Muchos trataban de huir, pero por falta de dinero o de apoyo de los compañeros pocos fueron los que consiguieron salirse y regresar a Estados Unidos.
 Una vez que llegabas, no te podías marchar”, explica Jynona Norwood, pastor de la Family Christian Cathedral, en Los Angeles. Veintisiete miembros de su familia se suicidaron. Por fortuna él no se encontraba en la Guayana cuando ocurrieron los hechos.

La idea del suicidio colectivo surgió tras el asesinato de un congresista de California, Leo Ryan, que fue a investigar la colonia a petición de algunos padres, inquietos porque sus hijos no volvían. Dos periodistas que lo acompañaban también fueron asesinados por miembros de la secta cuando se disponían a subir al avión de regreso. El miedo a que contasen el adoctrinamiento al que estabas sometiendo a los adeptos les condujo a  cometer tales asesinatos.

Terminó sucediendo lo contrario a lo que pretendían. En vez de silenciar sus macabros planes se conoció el modo en el que actuaban.

 Al día siguiente, y ante el revuelo generado por la matanza de los tres periodistas, Jim Jones no tuvo más remedio que adelantar su diabólico plan. Instó a los miembros de la colonia a cometer “no un suicidio, sino un acto revolucionario”, según una grabación encontrada en el lugar.

 Algunos estaban dispuestos: “No le tenemos miedo a la muerte”, escribió antes de morir uno de los suicidas. “Esperamos que el mundo se dé cuenta un día de los ideales de justicia e igualdad por los que vivió y murió Jim Jones.”

Pero las madres se mostraban reticentes a envenenar a sus hijos con cianuro y se produjeron divisiones entre los partidarios de continuar viviendo y los partidarios de acabar con todo. Las protestas se sofocaron rápido y tres días más tarde, el mundo, conmocionado, descubrió las imágenes de centenares de cuerpos tendidos en la jungla, a menudo boca abajo, unos baleados y otros muertos por los efectos del veneno.

Este año, los hijos de Jim Jones, Stephan y Jim Junior, que no se encontraban en la comunidad el día del drama, han vuelto al lugar. “Era gente cariñosa y apasionada. Esta gente no hubiera tenido que morir”, explicó Stephan Jones a los organizadores del viaje. “Pero hacia el final, a (Jim Jones) lo consumió su propia locura”, agregó.

“El final fue horrible, pero pienso en lo que intentó construir. Por lo menos tuvo un halo de sensatez y nos dejó con nuestra madre para que no muriésemos junto a los demás. Creo que en el fondo sabía que lo que hacía estaba mal y por eso quiso salvarnos”, asegura, por su parte, Jim Junior.
La secta dejó de existir después del drama. Decenas de sobrevivientes (que huyeron justo antes de la masacre) intentaron, a duras penas, reintegrarse en la sociedad a pesar de las “dudas, las acusaciones y la vergüenza que pasaron” confiesa Jynona Norwood.

No era para menos, muchas personas creyeron que ellos fueron quienes indujeron al suicidio y que luego huyeron del lugar para evitar ser procesados por la justicia. Algunos de ellos afrontaron un juicio en el que salieron absueltos por considerarse que no eran líderes sino personas captadas por los sectarios y que lograron salirse a tiempo cuando se dieron cuenta de las verdaderas intenciones de los líderes.

Por lo que han contado los pocos supervivientes de la tragedia, los hechos fueron similares a lo ocurrido en el Congo con la secta de los 10 mandamientos. Muchas personas quisieron huir y fueran ultimadas con disparos de armas de fuego.

Los asesinos y los adeptos mejor adoctrinados murieron tras una ceremonia de despedida que terminó con la ingesta masiva de diferentes sustancias venenosas. Para cuando la policía llegó alertada por los que consiguieron huir ya era demasiado tarde, centenares de personas yacían muertas entre los verdes pastos de aquel lugar marcado por la locura y la insensatez de unos perversos líderes que se adueñaron de las mentes más manipulables e indefensas que hasta allí llegaron en busca de comprensión y cariño. Aunque finalmente lo que encontraron fue muerte y destrucción.

El drama de Jonestown, que seguirá siendo un misterio, no disuadió otros suicidios colectivos. En Estados Unidos, más de 80 miembros de la secta de los Davidianos murieron en 1993 en el incendio, aparentemente voluntario, de su granja en Waco (Texas), que la policía había tomado por asalto. No se sabe si fue suicidio colectivo o si uno de ellos temiendo ser apresados por la policía decidieron prenderle fuego a la finca. También se dijo que fue la policía quien prendió fuego. A día de hoy nada quedó comprobado y el cruce de acusaciones sigue abierto.

 En Suiza y Québec, en octubre de 1994, dos grupos de miembros de la Orden del Templo Solar (OTS), en total 53 personas, también fueron encontrados muertos, antes de otro suicidio colectivo de la OTS, en 1995 en Francia. 

El suicidio colectivo más reciente es el de los 39 adeptos de la Puerta del Paraíso, en marzo de 1997, en California. En total, según la AFF(American Family Foundation, centro de investigaciones sobre las sectas), hay entre 3000 y 5000 grupos de este tipo en el mundo que reagrupan a entre 5 y 20 millones de miembros.

La voz que oyó Deborah
Deborah Layton vivió en Jonestown y teóricamente tendría que haber muerto allí, pero fue uno de los pocos miembros del Templo del Pueblo en salir con vida de la selva de la Guyana Inglesa.

 Layton fue también una de los pocos disidentes que había alertado sobre lo que se estaba preparando en la ciudad erigida por la secta. Pero sus advertencias no fueron suficientemente tenidas en cuenta. 

Desde su casa en las afueras de San Francisco, Layton se aventuró de nuevo a la oscuridad del Templo del Pueblo para intentar encontrar alguna explicación al abismo mortal al que se precipitaron cientos de sus ex camaradas. Sus esfuerzos para exhumar las memorias derivaron en un libro: Veneno seductivo: la historia de una sobreviviente de Jonestown sobre la vida y la muerte en el Templo del Pueblo. 

También la llevaron de nuevo al fatídico lugar de la jungla de Guyana.
Su madre, que se había unido a la secta en parte para estar más cerca de ella, ahora se encuentra enterrada allí. Deborah se ha lamentado mil veces de haber conducido a su madre a ese lugar, pues si hubieran permanecido en San Francisco tal vez hubiera podido sobrevivir al cáncer o al menos no hubiera cargado la culpa de alejarla de la familia.

Murió de cáncer diez días antes de que Jim Jones realizara el último acto de su locura. Probablemente, si hubiera muerto su madre aquel día el sentimiento de culpa de Deborah sería aún más fuerte.

 Y su hermano, Larry, quien la había convencido para que entrara a la secta, cumple una sentencia a cadena perpetua. Es la única persona procesada por el mortal atentado contra el legislador californiano Leo Ryan y un grupo de periodistas en una pista de aterrizaje de Guyana. Las demás personas que participaron en la matanza se suponen que murieron en la macabra ceremonia. Larry fue acusado de disparar contra los disidentes. Estas acusaciones son vertidas  por varios de los supervivientes.

Layton huyó de Guyana en mayo de 1978. La que llegó a ser una de las principales ayudantes de Jones, cada vez se sentía más preocupada por la dirección hacia la que el adorado “Padre” conducía su rebaño. Layton explica que la huida fue una cuestión de hacer caso a su voz interior, una voz que Jones trataba de apagar con discursos delirantes. “Te decía que la voz era mala, que era la voz del egoísmo, del materialismo, había que seguir allí para continuar la senda a la salvación”, cuenta la mujer que le decía Jones. “Pero fue esa voz la que me salvó”, asegura, con vida, ahora.

Por desgracia fueron pocas las personas que siguieron sus pasos. Tal vez por falta de dinero tal vez por falta de tiempo. Todo parecía indicar que cada vez afloraba mayor número de personas disconformes y tal vez por eso Jim Jones decidió poner fin a todo antes de seguir perdiendo adeptos.

De haber aguantado unas semanas más tal vez se habría producido una desbandada que hubiera puesto de manifiesto su fracaso y que hubiera salvado muchas vidas. Lástima que no fuera así.

Deborah no siente ninguna pena por su hermano puesto que le considera un asesino y el culpable de que mucha gente entrara en la secta.

 Tenía mucha capacidad de persuasión, era un gran embaucador cuyas palabras sedujeron a multitud de jóvenes confundidos que caímos en su trampa, afortunadamente yo me salí justo a tiempo, pero siento vergüenza por haber formado parte de la secta y mucha pena  por los que murieron engañados.


 Era el fin del mundo y de la caída del poder de Jim Jones, el líder de la secta Templo del Pueblo que se vio acorralado. Decidió que el 18 de noviembre de 1978 debía empezar el Juicio Final: 919 cadáveres, entre ellos 180 niños, quedaron tendidos en medio de la jungla de Guyana y cuatro personas fueron asesinadas en el aeropuerto al querer denunciarlo en Estados Unidos. 

Eran los tiempos de la Guerra Fría y, según sus predicciones, la costa nordeste de Sudamérica era el único lugar que se iba a salvar de una hecatombe nuclear. Partió entonces de California, donde había comenzado su iglesia una década atrás, y se instaló con un millar de fieles en la República Cooperativa de Guyana.

Querían fundar un mundo aparte. Mucho más humano, mucho mejor en líneas generales. En una granja ubicada a 180 kilómetros de la capital fundó "Jonestown" (El Pueblo de Jones). El Reverendo, como lo llamaban sus seguidores, era un pastor evangélico metodista que predicaba un nuevo evangelio, donde confluían citas de textos marxistas con otros de las Sagradas Escrituras.

Sus principales leyes eran la armonía racial —el 70 por ciento de sus fieles eran negros— y la propiedad comunitaria. Cultivaban hortalizas y frutas, criaban pollos y cerdos y fabricaban su propio calzado. También tenían aulas para educar a sus hijos y hasta un hospital para atender a los enfermos.

Pero no todos estaban contentos. Algunas voces comenzaron a escucharse fuera de las fronteras de la tierra prometida. Por eso llegó a Guyana el senador norteamericano Leo Ryan con un grupo de periodistas: querían investigar supuestos malos tratos que recibían los miembros de la secta.

El Reverendo los recibió en "Jonestown" con una gran fiesta, pero mucha gente comenzó a hablar: decían que estaban contra su voluntad y querían dejar la jungla. Cuando Jones se enteró que entre la comitiva del senador había "desertores", envió a un grupo comando para que los matara antes de abordar el avión.

La orden era eliminarlos a todos y los soldados dispararon hasta que se les acabaron las balas. Sobre la pista de aterrizaje de Puerto Kaituma quedaron tendidos los cuerpos del senador Ryan, tres periodistas y uno de los fugados. También fueron heridas 11 personas, entre ellas el diplomático norteamericano Richard Dwyer, de la Embajada de los Estados Unidos en Guyana.

Ya no había vuelta atrás. Jones decidió apelar al "suicidio revolucionario". Explicó a sus fieles que el fin del mundo había comenzado y no había tiempo que perder.

Jim Jones subió a su púlpito, rodeado de guardias y ayudantes. La gente gritaba, lloraba, imploraba. Jones repartía vasos con jugo de uva que tenían gotas de cianuro.

"No griten y mueran con dignidad. Hagan tomar a sus hijos primero", repetía el Reverendo.

Fueron horas de terror. No todos quisieron beber el elixir para ir al cielo que prometía Jones.

Pero el Reverendo se había adelantado: sus matones aplicaban inyecciones intravenosas a quienes se resistían. También recurrieron a los rifles cuando algunos se fueron corriendo.

Jones fue hallado con un balazo en la cabeza. No se sabe si fue asesinado o se suicidó. Tenía 47 años y su última palabra fue el nombre de su madre. Sólo 84 personas sobrevivieron al conseguir escapar del poblado sin recibir disparos ni inyecciones intravenosas.

El 18 de noviembre de 1978, el mundo se conmovía con las imágenes del suicidio de 919 personas, entre ellos casi 200 niños, miembros de la secta “Templo del Pueblo”. Su creador, Jim Jones, les había prometido el paraíso a cambio de su muerte. El que no aceptaba, era inyectado o fusilado.
Dicen que no hay nada más peligroso que un loco con poder, pero en el caso del reverendo Jim Jones se podría decir que su locura y poder se potenciaba por su extremo fanatismo religioso. Y lo más letal de su personalidad, era el poder de convencimiento que ejercía sobre las masas.

La matanza de Guyana, ocurrida el 18 de noviembre de 1978, es gran parte producto de su locura, su sed de poder, su fanatismo y del culto a su personalidad. En medio de la jungla, a 180 kilómetros de la capital de Guyana, quedaron diseminados 919 cadáveres.

Es un área muy poco poblada muy alejada de otras poblaciones, por lo que hacía difícil el contacto con gente diferente a la de la secta. Esto hacía más fácil embaucar y persuadir a los adeptos que no tenían sencillo huir y ni tan siquiera entablar relación con personas sanas y cuerdas ajenas a la secta.

Es una zona por la que pasan infinidad de aviones que hacen la ruta Europa-Sudamérica, se puede ver desde el avión el difícil acceso que tienen esos pobladores para dirigirse a otros núcleos urbanos. Apenas hay caminos de tierras, y estos quedan en épocas de lluvias completamente anegados impidiendo el acceso rodado.

La única manera de llegar a otra población era por medio de avioneta, algo a lo que no tenían acceso la mayoría de los pobladores de la aldea, estaban condenados a vivir en soledad, sin más contacto humano que el de los miembros de la secta.

Entre ellos, casi dosscientos chicos. Todavía hoy, casi 37 años después de la tragedia, los investigadores siguen buscando respuestas a esa locura colectiva, que dejó sólo ochenta y cuatro sobrevivientes. La costa noreste de Sudamérica fue el lugar que eligió el líder del Templo del Pueblo para establecerse con sus seguidores.

Había decidido dejar California porque estaba convencido de que una guerra nuclear era inevitable. Estaba convencido, también, de que la remota Guyana quedaría a salvo de la hecatombe. Allí, entonces, fundó Jonestown (Pueblo Jones), una granja de 140 hectáreas.
Sus más fervientes seguidores eran su esposa y su hijo de 19 años. 

Entre sus fieles había un 70 por ciento de negros y un 25 por ciento de blancos. El resto eran mulatos, mestizos, y asiáticos. Seguían pautas socialistas y de armonía racial. Al menos, éste era el credo que predicaba Jones, evangélico pentecostal que leía a Marx y exhibía la Biblia como un arma de lucha.

En 140 hectáreas, los miembros de la secta cultivaban hortalizas y frutas, criaban pollos y cerdos, fabricaban su propio calzado, educaban a sus niños y atendían a los enfermos y ancianos. La masacre ocurrió horas después de que el senador norteamericano Leo Ryan, tres periodistas y un desertor de la secta fueron asesinados a tiros en una emboscada tendida en la cercana pista de aterrizaje de Puerto Kaituma.

Ryan y sus acompañantes habían llegado un día antes. Su objetivo: investigar supuestos malos tratos que recibían algunos miembros de la secta. Nada hacía prever la masacre cuando bajaron del avión: Jones recibió a la delegación con un espectáculo musical. Pero las fotografías que sacó uno de los periodistas que después fue asesinado ya muestran su cara de extraviado, su sonrisa demencial.

La tragedia comenzó cuando mucha gente quiso irse con los visitantes. Jones envió hombres armados para que no pudieran llegar al avión y así evitar una desbandada en los días siguientes. “Íbamos hacer todo lo posible para fletar varios aviones para llevarnos a una gran cantidad de personas que querían huir de la secta."

"Cuando Jones se enteró de nuestras intenciones dio una orden muy sencilla, esta orden consistía en matarnos a todos. No sé si dejaron de disparar porque creyeron que estábamos todos muertos o porque se les acabaron las balas”, dijo uno de los asesores que acompañó a Ryan, el único que se salvó de la comitiva que llegó de California.

Según los expertos que estudiaron el caso durante años, Jones se dio cuenta de que había llegado a una situación sin salida. Por eso decidió apelar al suicidio revolucionario, como él llamaba. Explicó a su gente que su sociedad había sido destruida, y que era preferible matarse antes de seguir viviendo y tener que soportar lo que vendría después.

Les aseguró que, de todos modos, se encontrarían en otra vida, en el paraíso, después de una reencarnación. No habló de viajar a otro planeta sino de la reencarnación.
Algunos tomaron el veneno voluntariamente; otros fueron obligados a hacerlo. Un periodista que sobrevivió al ataque de los guardias de Jones, Charles Krause, contó: 

“Ellos mandaron hombres armados para matarnos. Asesinaron a Ryan y a otras cuatro personas, hirieron a unas nueve o diez que se salvaron porque consiguieron resguardarse en el interior del aeropuerto. Luego llegó la policía y los mercenarios huyeron. Pero su blanco principal era Ryan y le consiguieron matar”.

Cuando se le preguntó si lo sucedido en Guyana era suicidio colectivo o asesinato en masa, Krause respondió: “Yo creo que hubo un poco de cada cosa. En principio, los chicos no se suicidan. Hubo personas que fueron obligadas a hacerlo. Pero, al mismo tiempo, creo que hubo bastante gente que se suicidó por su voluntad y que ayudaron en la elaboración y repartición de las bebidas con veneno. Es de ingenuos pensar que Jones pudo hacer todo el trabajo con tres o cuatro acólitos”.

El doctor Leslie Motoo, jefe médico y bacteriólogo del gobierno de Guyana, fue terminante: “No creo que más de trescientas personas hayan muerto voluntariamente en Jonestown. Cianuro y jugo de frutas fue el postre letal elegido por el reverendo para que lo tomaran sus seguidores, muchos de ellos lo tomaron engañados, pues no sabían que llevaba veneno, sobre todo los más jóvenes”.

Ese día casi todo el mundo sabía lo que había ocurrido en el aeropuerto pero no todos sabían los malévolos planes de Jim Jones y acudieron a la fiesta pensando que era una actividad como otra cualquiera.

Pese a todo, uno de los sobrevivientes, Michael Carter, dijo que algunos de los fieles fueron muertos con una inyección intravenosa. “Nosotros nos dimos cuenta de que eran bebidas con veneno porque comenzamos a ver mucha gente caer al suelo. Al principio pensamos que estaban borrachos pero al ver sus caras comprendimos que habían sido envenenados". 

"Como no queríamos suicidarnos  no bebimos nada, fue entonces cuando trataron de inyectarnos veneno. Nos opusimos y salimos huyendo, luego fue cuando trataron de matarnos a balazos. Por fortuna éramos muchos y no tenían rifles suficientes como para matarnos a todos”.

Decidimos que era mejor morir de un balazo que tragar ese maldito cianuro”- confesó Carter-. “Corrimos hacia la jungla cuando aún quedaban cien personas vivas, algunas de ellas ya comenzaban agonizar. Nos dispararon varias veces, pero no nos dieron. Aquello era algo espantoso: el reverendo Jones estaba de pie en su podio, rodeado de guardias y ayudantes.
Parecía no importarle que la gente gritara, llorara o implorara que no le obligaran a tomar el brebaje. El reverendo estaba feliz, mientras repartía las dosis de veneno en vasos junto con sus esbirros y enfermeras, quienes aplicaban inyecciones intravenosas a las personas que se resistían a tomarlo.
No debería hablarse de suicidio masivo, sino de asesinato masivo”. Muchos tomaron el brebaje engañados o por miedo a ser disparados en caso de no hacerlo.
Según Carter, “Jones entregaba el brebaje a cada uno mientras decía: No griten y mueran con dignidad; Le veré en el paraíso, hermano; Hagan tomar a sus hijos primero; Por fin hemos conseguido la paz”. Jones fue hallado con un balazo en la cabeza. Pero aún se discute si fue asesinado o se suicidó.


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