Vivimos en un mundo donde la belleza física
parece serlo todo. Fuente del éxito profesional y personal. Por eso la historia
de Ernesto del Tiesto parece ser tan rocambolesca como su nombre artístico.
Ernesto era un actor de cine que
protagonizaba papeles de chico guapo. Al principio disfrutaba de su trabajo
pero pronto fue encasillado y sólo recibía papeles secundarios muy de vez en
cuando.
Su carrera artística había entrado en
declive y esto minaba su moral y le ofendía. Pese a ello era feliz, pues tenía
dinero y mujeres para parar un tren.
Su vida amorosa era un auténtico caos. Las
mujeres se iban tan pronto como venían. No era capaz de encontrar a su media
naranja por más que conociera a más y a más mujeres.
Pese a todo Ernesto se sentía un hombre
afortunado por su cara bonita, por lo abultado de su cuenta corriente y por
dedicarse a lo que más le gustaba hacer, actuar.
Hasta que en un día se levantó del catre y
observó que tenía unos bultos muy extraños en cabeza y cuello. Pensó que se
trataba de paperas y no se preocupó en demasía, pues Neymar había pasado por
esa enfermedad y en dos semanas se encontraba metiendo goles con tanta soltura
como antes de padecer la enfermedad.
Pero al poco de llegar a la consulta se dio
cuenta de que su extraño mal no tenía un diagnóstico tan sencillo. El
dermatólogo no le supo decir que tenía, tan sólo le dijo que no eran paperas y
que tenía que someterse a más análisis.
Ernesto regresó a su casa cabizbajo y
taciturno deseando que lo que le había ocurrido fuera producto de un mal día y
que sus problemas se resolvieran al despertar. Más no fue así y al despertar
fue corriendo al espejo y allí pudo comprobar cómo sus deformaciones cutáneas
no habían hecho sino que aumentar.
Su estado anímico se fue a pique, unas
extrañas e inquietantes bolas de grasa le habían surgido de entre los pómulos.
Aquello no era moco de pavo y debía tratárselo antes de que aquel extraño mal
que le aquejaba fuera en aumento
incorporándose por otras partes de su anatomía. Ese mismo día se dirigió al
hospital.
Ernesto del Tiesto tuvo que sobreponerse al
hecho de ver invadida su privacidad. Su anatomía fue violentada por toda clase
de objetos punzantes y no punzantes que minaron su autoestima.
Agujas en la cabeza, jeringas en los
brazos, bisturís en la zona abdominal y escalpelos en el tórax le hicieron
sentir miedo y angustia durante un buen rato. Pero aquello no fue nada en
comparación con la horrible sensación que experimentó cuando le introdujeron un
tubo por el ano que llegó hasta lo más profundo de su recto.
Eso fue la gota que colmó el vaso, la
situación había pasado de castaño a oscuro e iban a rodar cabezas como no
encontraran la cura a sus males.
Un sudor frío le recorrió la cerviz cuando
le obligaron a defecar en un recipiente bajo la atenta mirada de enfermeras y
especialistas. Antes le habían obligado a miccionar en un vaso que se llevó una
mujer para examinar en el laboratorio.
Defecar en esa situación no era tarea
fácil, aquella tarde ante tanta mirada indiscriminada Ernesto se sentía
cohibido e incapaz de exonerar el vientre. No había manera, tenía el vientre
encogido y tuvo que tomar varios laxantes antes de poder evacuar.
A la mañana siguiente pudo expulsar por su
recto los centenares de gramos de basura que albergaba su intestino grueso.
Para poder exonerar el vientre tuvo que
mostrar sus nalgas a una docena de enfermeras y a un par de especialistas que
le contemplaban con el semblante serio como si estuvieran mirando a un paciente
contagiado de ébola.
Su ira no paraba de crecer, se barruntaba
para que le servía poseer tanto dinero si tenía que pasar por una situación tan
desagradable como aquella, ¿por qué diablos se encontraba en ese lugar dónde no
encontraban la cura a su desdicha?
Lo que no sabía Ernesto es que sus
problemas no habían hecho sino comenzar. Cuando llevaba tres horas en la sala
de espera llegó el doctor y le conminó a acompañarle a su despacho para
explicarle lo que habían averiguado. Una vez dentro de la pequeña sala, el
doctor le contó en voz baja que lamentablemente no habían podido descifrar cual
era el antídoto contra sus malformaciones cutáneas.
Según palabras textuales del facultativo,
“no existía tratamiento médico para aquellas extrañas protuberancias cutáneas”.
Su enfermedad no tenía cura, la paciencia
de Ernesto se agotó tan rápido como se agota la batería de un móvil viejo.
Comenzó a pegar patadas a las sillas, lanzó archivadores, libros y holders de
las estanterías mientras maldecía a voz en grito al doctor y a las enfermeras
que enseguida llegaron para socorrer al desdichado facultativo.
Ernesto salió corriendo por los vastos
pasillos del hospital hasta llegar al laboratorio donde analizaban la orina.
Una vez allí dentro se hizo fuerte y lanzó por la ventana medicamentos, pateó
orinales y abrió las muestras de orina para verter su hediondo contenido en las
batas de las enfermeras que le salían al paso.
Numerosos médicos trataron de reducirle,
hasta el personal de limpieza colaboró en la difícil tarea de reducir a un
encolerizado Ernesto al que sólo le faltaba subirse por las paredes. Continuaba
dando manotazos, codazos y patadas a todo aquel que se le pusiera enfrente.
Luego de mucho esfuerzo, de múltiples
carreras y de varias escaramuzas lograron reducirle no sin antes aplicarle un
par de tranquilizantes. Para entonces las batas de médicos y enfermeras
apestaban a orine.
El director de la clínica le dijo que no se
le ocurriera volver a pisar el recinto hospitalario en lo que le quedaba de
vida. Ante las palabras amenazantes de aquel sujeto Ernesto tomó un taxi y se
dirigió al aeropuerto de Barajas sin pasar por casa.
Con lo puesto y sin maleta sacó un billete
aéreo y luego embarcó en un vuelo de British Airlines que le llevó hasta
Londres. Una vez en tierras inglesas abordó un taxi que le llevó hasta la
consulta de un prestigioso dermatólogo que le había recomendado un compañero de
profesión.
Pero la manera de trabajar de este señor le
sacó más si cabe de sus casillas, pues le realizó las mismas prácticas ofensivas
y degradantes que le habían practicado en Madrid a parte de otras igual de
lesivas y atentatorias contra su intimidad.
Fue introducido en cavidades hiperváricas,
amarrado de brazos y piernas y con una enorme bola roja en la boca para evitar
que se mordiera. De esa guisa fue tratado y sometido a análisis tras análisis.
Como estos no dieron resultado volvió a ser
examinado ante enfermeras y médicos que fruncían el ceño en señal inequívoca de
que se encontraban ante un paciente con extrañas anomalías al que no sabían
tratar.
Fueron cuatro días de hostigados
reconocimientos médicos que cercenaron la frágil moral de Ernesto. Hasta que en
la mañana del quinto día dijera basta y decidiera retornar a España.
Los reconocimientos y exámenes médicos no
habían arrojado luz a su extraña enfermedad y esto le hizo claudicar y buscar
remedio de una manera tan bizarra como efectiva.
Se puso en manos de curanderos y tarotistas
que le sacaron la plata sin que sus males desaparecieran. Incluso siguió las
consignas de un brujo que le preparó un brebaje que sabía a excremento de burro
y ni por esas se fueron sus malformaciones.
No más humillaciones, no más vejaciones, se
juró que nunca más se sometería a análisis médicos y que a partir de ahora
dejaría de ser el guapo de la película para convertirse en el villano, en el
malo e incluso si hacía falta en el jorobado de Notre Dam.
Su asesor de imagen se echó las manos a la
cabeza cuando le escuchó decir aquello. Su trabajo como estilista de Ernesto
había concluido.
Paradójicamente la carrera de Ernesto
experimentó un ascenso impensable meses antes. Protagonizó varios papeles de
villanos que fueron éxitos rotundos de crítica y público. Ganó un oscar como
actor protagonista en el remake del Jorobado de Notre dam.
Quien le iba a decir al bueno de Ernesto
que sus palabras se iban hacer realidad. No sólo hizo de jorobado sino que le
sirvió para encumbrarse como el mejor actor del año. Lo que nunca había logrado
con su cara bonita lo logró con su cara deformada por las extrañas protuberancias
cutáneas que invadieron su cara.
Ernesto dejó de ser un frugal Casanova para
convertirse en un padre de familia. Encontró a una bella mujer con la que
contrajo matrimonio y con la que engendró cuatro hermosas criaturas en los
siguientes años.
Junto con su mujer y sus cuatro vástagos
Ernesto continuó su carrera como cineasta cosechando éxitos de crítica y
público.
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