viernes, 14 de agosto de 2015

Relato corto: Deformaciones Cutáneas.


Vivimos en un mundo donde la belleza física parece serlo todo. Fuente del éxito profesional y personal. Por eso la historia de Ernesto del Tiesto parece ser tan rocambolesca como su nombre artístico.

Ernesto era un actor de cine que protagonizaba papeles de chico guapo. Al principio disfrutaba de su trabajo pero pronto fue encasillado y sólo recibía papeles secundarios muy de vez en cuando.
Su carrera artística había entrado en declive y esto minaba su moral y le ofendía. Pese a ello era feliz, pues tenía dinero y mujeres para parar un tren.

Su vida amorosa era un auténtico caos. Las mujeres se iban tan pronto como venían. No era capaz de encontrar a su media naranja por más que conociera a más y a más mujeres.
Pese a todo Ernesto se sentía un hombre afortunado por su cara bonita, por lo abultado de su cuenta corriente y por dedicarse a lo que más le gustaba hacer, actuar.

Hasta que en un día se levantó del catre y observó que tenía unos bultos muy extraños en cabeza y cuello. Pensó que se trataba de paperas y no se preocupó en demasía, pues Neymar había pasado por esa enfermedad y en dos semanas se encontraba metiendo goles con tanta soltura como antes de padecer la enfermedad.

Pero al poco de llegar a la consulta se dio cuenta de que su extraño mal no tenía un diagnóstico tan sencillo. El dermatólogo no le supo decir que tenía, tan sólo le dijo que no eran paperas y que tenía que someterse a más análisis.

Ernesto regresó a su casa cabizbajo y taciturno deseando que lo que le había ocurrido fuera producto de un mal día y que sus problemas se resolvieran al despertar. Más no fue así y al despertar fue corriendo al espejo y allí pudo comprobar cómo sus deformaciones cutáneas no habían hecho sino que aumentar.

Su estado anímico se fue a pique, unas extrañas e inquietantes bolas de grasa le habían surgido de entre los pómulos. Aquello no era moco de pavo y debía tratárselo antes de que aquel extraño mal que le aquejaba  fuera en aumento incorporándose por otras partes de su anatomía. Ese mismo día se dirigió al hospital.

Ernesto del Tiesto tuvo que sobreponerse al hecho de ver invadida su privacidad. Su anatomía fue violentada por toda clase de objetos punzantes y no punzantes que minaron su autoestima.
Agujas en la cabeza, jeringas en los brazos, bisturís en la zona abdominal y escalpelos en el tórax le hicieron sentir miedo y angustia durante un buen rato. Pero aquello no fue nada en comparación con la horrible sensación que experimentó cuando le introdujeron un tubo por el ano que llegó hasta lo más profundo de su recto.

Eso fue la gota que colmó el vaso, la situación había pasado de castaño a oscuro e iban a rodar cabezas como no encontraran la cura a sus males.
Un sudor frío le recorrió la cerviz cuando le obligaron a defecar en un recipiente bajo la atenta mirada de enfermeras y especialistas. Antes le habían obligado a miccionar en un vaso que se llevó una mujer para examinar en el laboratorio.

Defecar en esa situación no era tarea fácil, aquella tarde ante tanta mirada indiscriminada Ernesto se sentía cohibido e incapaz de exonerar el vientre. No había manera, tenía el vientre encogido y tuvo que tomar varios laxantes antes de poder evacuar.
A la mañana siguiente pudo expulsar por su recto los centenares de gramos de basura que albergaba su intestino grueso.

Para poder exonerar el vientre tuvo que mostrar sus nalgas a una docena de enfermeras y a un par de especialistas que le contemplaban con el semblante serio como si estuvieran mirando a un paciente contagiado de ébola.

Su ira no paraba de crecer, se barruntaba para que le servía poseer tanto dinero si tenía que pasar por una situación tan desagradable como aquella, ¿por qué diablos se encontraba en ese lugar dónde no encontraban la cura a su desdicha?

Lo que no sabía Ernesto es que sus problemas no habían hecho sino comenzar. Cuando llevaba tres horas en la sala de espera llegó el doctor y le conminó a acompañarle a su despacho para explicarle lo que habían averiguado. Una vez dentro de la pequeña sala, el doctor le contó en voz baja que lamentablemente no habían podido descifrar cual era el antídoto contra sus malformaciones cutáneas.
Según palabras textuales del facultativo, “no existía tratamiento médico para aquellas extrañas protuberancias cutáneas”.

Su enfermedad no tenía cura, la paciencia de Ernesto se agotó tan rápido como se agota la batería de un móvil viejo. Comenzó a pegar patadas a las sillas, lanzó archivadores, libros y holders de las estanterías mientras maldecía a voz en grito al doctor y a las enfermeras que enseguida llegaron para socorrer al desdichado facultativo.

Ernesto salió corriendo por los vastos pasillos del hospital hasta llegar al laboratorio donde analizaban la orina. Una vez allí dentro se hizo fuerte y lanzó por la ventana medicamentos, pateó orinales y abrió las muestras de orina para verter su hediondo contenido en las batas de las enfermeras que le salían al paso.

Numerosos médicos trataron de reducirle, hasta el personal de limpieza colaboró en la difícil tarea de reducir a un encolerizado Ernesto al que sólo le faltaba subirse por las paredes. Continuaba dando manotazos, codazos y patadas a todo aquel que se le pusiera enfrente.
Luego de mucho esfuerzo, de múltiples carreras y de varias escaramuzas lograron reducirle no sin antes aplicarle un par de tranquilizantes. Para entonces las batas de médicos y enfermeras apestaban a orine.

El director de la clínica le dijo que no se le ocurriera volver a pisar el recinto hospitalario en lo que le quedaba de vida. Ante las palabras amenazantes de aquel sujeto Ernesto tomó un taxi y se dirigió al aeropuerto de Barajas sin pasar por casa.

Con lo puesto y sin maleta sacó un billete aéreo y luego embarcó en un vuelo de British Airlines que le llevó hasta Londres. Una vez en tierras inglesas abordó un taxi que le llevó hasta la consulta de un prestigioso dermatólogo que le había recomendado un compañero de profesión.
Pero la manera de trabajar de este señor le sacó más si cabe de sus casillas, pues le realizó las mismas prácticas ofensivas y degradantes que le habían practicado en Madrid a parte de otras igual de lesivas y atentatorias contra su intimidad.

Fue introducido en cavidades hiperváricas, amarrado de brazos y piernas y con una enorme bola roja en la boca para evitar que se mordiera. De esa guisa fue tratado y sometido a análisis tras análisis.
Como estos no dieron resultado volvió a ser examinado ante enfermeras y médicos que fruncían el ceño en señal inequívoca de que se encontraban ante un paciente con extrañas anomalías al que no sabían tratar.

Fueron cuatro días de hostigados reconocimientos médicos que cercenaron la frágil moral de Ernesto. Hasta que en la mañana del quinto día dijera basta y decidiera retornar a España.

Los reconocimientos y exámenes médicos no habían arrojado luz a su extraña enfermedad y esto le hizo claudicar y buscar remedio de una manera tan bizarra como efectiva.
Se puso en manos de curanderos y tarotistas que le sacaron la plata sin que sus males desaparecieran. Incluso siguió las consignas de un brujo que le preparó un brebaje que sabía a excremento de burro y ni por esas se fueron sus malformaciones.

No más humillaciones, no más vejaciones, se juró que nunca más se sometería a análisis médicos y que a partir de ahora dejaría de ser el guapo de la película para convertirse en el villano, en el malo e incluso si hacía falta en el jorobado de Notre Dam.
Su asesor de imagen se echó las manos a la cabeza cuando le escuchó decir aquello. Su trabajo como estilista de Ernesto había concluido.

Paradójicamente la carrera de Ernesto experimentó un ascenso impensable meses antes. Protagonizó varios papeles de villanos que fueron éxitos rotundos de crítica y público. Ganó un oscar como actor protagonista en el remake del Jorobado de Notre dam.
Quien le iba a decir al bueno de Ernesto que sus palabras se iban hacer realidad. No sólo hizo de jorobado sino que le sirvió para encumbrarse como el mejor actor del año. Lo que nunca había logrado con su cara bonita lo logró con su cara deformada por las extrañas protuberancias cutáneas que invadieron su cara.

Ernesto dejó de ser un frugal Casanova para convertirse en un padre de familia. Encontró a una bella mujer con la que contrajo matrimonio y con la que engendró cuatro hermosas criaturas en los siguientes años.

Junto con su mujer y sus cuatro vástagos Ernesto continuó su carrera como cineasta cosechando éxitos de crítica y público.

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