miércoles, 5 de agosto de 2015

George Lamson, único superviviente del vuelo Galaxy Airlines

SOBREVIVIENTE: George Lamson

FECHA: 21/ENE/1985  VUELO: 203 de Galaxy Airlines  ORIGEN: Reno, Nevada 
DESTINO: Minneapolis, Minnesota  PERSONAS A BORDO: 71 pasajeros  MUERTOS: 64  TRIPULANTES MUERTOS: 6

Tras reducir la potencia de los motores, los pilotos perdieron el control del avión, que cayó sobre un lote de venta de remolques cerca del centro de Reno.

Cuando mi padre y yo localizamos nuestros asientos, me acomodé en el mío e intenté dormir. Poco después dos hombres vinieron y nos dijeron que esos asientos eran suyos. No era cierto, pero mi papá dijo “Está bien”, e intercambiamos lugares con ellos. Nuestros nuevos asientos estaban en la primera fila, justo detrás de una mampara. No entendimos a esos hombres porque nos dejaron en un mejor lugar, más espacioso para poder estirar las piernas(dentro de las limitaciones que entraña estar en un avión).

Luego del despegue, todo iba bien. Después se desató la turbulencia y el avión empezó a inclinarse hacia la derecha. No parecía nada grave, pero por la ventanilla vi que estábamos perdiendo altura rápidamente. Por el altavoz, el piloto anunció que la nave estaba cayendo.
 Debieron de haber pasado 10 segundos desde que escuchamos el aviso hasta  que nos estrelláramos contra el suelo. Rebotamos tres veces y a la tercera el avión cayó sobre un lote de venta de remolques y se hizo pedazos; iba a unos 225 kilómetros por hora. Yo salí despedido más de 12 metros hasta una calle cercana al centro de Reno. 

Las llamas brotaron por todas partes. Busqué entre los restos para ver si había alguien con vida. Un recuerdo que aún me persigue es el de encontrar al hombre que ocupó mi asiento. Estaba tumbado en el suelo, de frente al fuego y vi que tenía los ojos abiertos. Me acerqué a él para intentar ayudarlo, pero entonces me di cuenta de que estaba muerto. Si no hubiéramos intercambiado asientos, el cadáver que yacía allí habría sido el mío.

 Continué andando por la calle y me sorprendía que no hubiera más gente, gracias a eso no hubo heridos entre los vecinos de Reno. Muy pocos pasajeros habían salido disparados hacia mi zona, tan sólo cuatro o cinco pasajeros, todos ellos habían caído junto a su asiento.

Cuando pensé que no iba a encontrar a nadie con vida escuché los gritos de mi padre, fue un alivio escucharle, pero al ver su cara ensangrentada casi me desmayo, no me atrevía a voltearlo para quitarle el cinturón de seguridad por miedo que al desplazarle pudiera causarle una lesión mayor.

Me quedé paralizado un momento indeterminado, tal vez fueron dos minutos, recuerdo que dos señores de unos 35 o 40 años se acercaron a mí y me dijeron que me tranquilizara, que ya había pasado todo y enseguida llegaría una ambulancia.

 Yo estaba muy nervioso y no me atrevía a tocarme la cabeza pese a que tenía una hemorragia, los señores me miraban con preocupación y eso me ponía más nervioso, aunque en verdad querían trasmitirme serenidad lo cierto es que no lo lograban.
Por fortuna fueron unos pocos minutos, enseguida llegaron las ambulancias, me llevaron al hospital junto con otra persona que pensé que era mi padre pero que era otro sobreviviente que se había quemado casi todo el cuerpo y tenía la piel achicharrada.

 Le dije: “No puedo creer que por fin haya encontrado a alguien más, somos tres supervivientes. Aquí estamos, seguimos vivos y conversando”. Su respuesta fue lacónica y me heló la piel:

 “No hay nadie aquí”. No pensé que estuviera tan grave, pero en cuanto los socorristas empezaron a curarlo, lo oí dar gritos de dolor. Supe que murió unos días más tarde.
Yo preguntaba por mi padre, una vez en el aeropuerto me dijeron que se lo habían llevado en otra ambulancia y que se estaba recuperando, pero era mentira, estaba muy mal y terminó muriendo al día siguiente.
Para mí era muy difícil explicar a la gente lo terriblemente triste que fue todo lo ocurrido. Cuando hablé por primera vez con algunas personas después del accidente, dieron por sentado que yo era alguien especial.

Me decían: “Eres increíble; fuiste capaz de sobrevivir a eso”. A menos que uno haya pasado por una experiencia así, no puede entenderla verdaderamente. Luego de ver a tanta gente perder la vida, uno se pregunta: ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué todas esas personas murieron y yo no?

Cuando me dieron de alta volví a casa. Terminé la secundaria y entré a la universidad. Siempre había imaginado que obtendría un título y que tal vez me convirtiera en piloto y me uniera a las Fuerzas Aéreas.
Al llegar las vacaciones del primer semestre de la universidad me di cuenta de que las cosas nunca volverían a ser iguales, porque mi padre ya no estaba. Pasé las vacaciones lo mejor que pude y luego regresé a clases.

 Pero entonces ocurrió el desastre del transbordador Challenger y me sumí en la depresión pensé que estudiar tanto para que otra tragedia echara todo al traste no merecía la pena. Abandoné la universidad y después me mudé a Reno, a la ciudad donde casi pierdo la vida, pero lo cierto es que hay tenía familia y comencé a trabajar.
Sé que si mi padre hubiera sobrevivido hubiera hecho todo lo posible para que yo siguiera estudiando. Pero no me arrepiento de haber dejado la carrera. Hoy día trabajo como crupier en un casino, llevo una vida tranquila sin apuros económicos y soy feliz junto a mi mujer y mis hijos.

Al pensar en los planes que tenía, parece como si me hubiera quedado corto en la vida. Me imaginaba que los familiares de las personas que murieron en el accidente decían: “Vean a este tipo: recibió una segunda oportunidad en la vida. ¿Por qué sigue vivo? No está haciendo nada extraordinario con su vida.

Estoy seguro de que mi padre, mi madre o mis hermanos de haber sobrevivido sí habrían hecho algo excepcional”. Intenté reprimir la mayor parte de esos sentimientos, pero volvían una y otra vez y me provocaban depresión o me llenaban de ira. Hasta que me fui a vivir a Reno y paradójicamente en la ciudad del accidente encontré la calma.

Me ayudó mucho rodearme de mi familia y de buenos compañeros de trabajo. Son muchos las veces, principalmente los sábados y domingos que paso por las calles del centro de la ciudad, las mismas en las que caímos algunos de los pasajeros y me embarga un profundo sentimiento que ha dejado de ser triste para ser un recuerdo de la historia.
Es como si estuviera en el cementerio y en la acera donde cayó mi padre estuviera su lápida. Prefiero dejar un ramo de flores allí o recordarle en ese lugar antes que ir al cementerio.

En julio de 2010 viajé a Minnesota para conocer a los familiares de tres de los pasajeros del vuelo fatídico. Me sentía físicamente mal cuando me dirigí en auto a la casa de la primera familia. Sarah había perdido a sus padres y a sus abuelos en ese vuelo. Tenía seis años cuando ocurrió el accidente. Pensé en lo traumático que debía de haber sido para ella.

Cuando llegué a la casa, le di un abrazo a Sarah y hablamos un poco; luego fuimos a la cocina y allí me enseñó una foto de sus padres. En ese momento todo cambió. Por extraño que parezca, sentí la presencia de sus padres en la habitación; sentí que estaban junto a Sarah, sonriendo, y que me perdonaban por no haber hecho nada extraordinario con mi vida.

Sarah estaba feliz de verme y yo de verla a ella. Me mostró una foto suya de cuando tenía seis años y entonces la miré a ella, a sus treinta y tantos años y me puse a llorar. Sentí que era parte de su familia. Fue un sentimiento auténtico y maravilloso de alivio y amor. Me sentí realmente bien.


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