SOBREVIVIENTE: George
Lamson
FECHA: 21/ENE/1985
VUELO: 203 de Galaxy Airlines ORIGEN: Reno, Nevada
DESTINO: Minneapolis,
Minnesota PERSONAS A BORDO: 71 pasajeros MUERTOS: 64
TRIPULANTES MUERTOS: 6
Tras reducir la potencia de
los motores, los pilotos perdieron el control del avión, que cayó sobre un lote
de venta de remolques cerca del centro de Reno.
Cuando mi padre y yo
localizamos nuestros asientos, me acomodé en el mío e intenté dormir. Poco
después dos hombres vinieron y nos dijeron que esos asientos eran suyos. No era
cierto, pero mi papá dijo “Está bien”, e intercambiamos lugares con ellos.
Nuestros nuevos asientos estaban en la primera fila, justo detrás de una
mampara. No entendimos a esos hombres porque nos dejaron en un mejor lugar, más
espacioso para poder estirar las piernas(dentro de las limitaciones que entraña
estar en un avión).
Luego del despegue, todo
iba bien. Después se desató la turbulencia y el avión empezó a inclinarse hacia
la derecha. No parecía nada grave, pero por la ventanilla vi que estábamos
perdiendo altura rápidamente. Por el altavoz, el piloto anunció que la nave
estaba cayendo.
Debieron de haber pasado 10 segundos desde que
escuchamos el aviso hasta que nos
estrelláramos contra el suelo. Rebotamos tres veces y a la tercera el avión
cayó sobre un lote de venta de remolques y se hizo pedazos; iba a unos 225
kilómetros por hora. Yo salí despedido más de 12 metros hasta una calle cercana
al centro de Reno.
Las llamas brotaron por
todas partes. Busqué entre los restos para ver si había alguien con vida. Un
recuerdo que aún me persigue es el de encontrar al hombre que ocupó mi asiento.
Estaba tumbado en el suelo, de frente al fuego y vi que tenía los ojos
abiertos. Me acerqué a él para intentar ayudarlo, pero entonces me di cuenta de
que estaba muerto. Si no hubiéramos intercambiado asientos, el cadáver que
yacía allí habría sido el mío.
Continué andando
por la calle y me sorprendía que no hubiera más gente, gracias a eso no hubo
heridos entre los vecinos de Reno. Muy pocos pasajeros habían salido disparados
hacia mi zona, tan sólo cuatro o cinco pasajeros, todos ellos habían caído
junto a su asiento.
Cuando pensé que no iba
a encontrar a nadie con vida escuché los gritos de mi padre, fue un alivio
escucharle, pero al ver su cara ensangrentada casi me desmayo, no me atrevía a
voltearlo para quitarle el cinturón de seguridad por miedo que al desplazarle
pudiera causarle una lesión mayor.
Me quedé paralizado un
momento indeterminado, tal vez fueron dos minutos, recuerdo que dos señores de
unos 35 o 40 años se acercaron a mí y me dijeron que me tranquilizara, que ya
había pasado todo y enseguida llegaría una ambulancia.
Yo estaba muy nervioso y no me atrevía a
tocarme la cabeza pese a que tenía una hemorragia, los señores me miraban con
preocupación y eso me ponía más nervioso, aunque en verdad querían trasmitirme
serenidad lo cierto es que no lo lograban.
Por fortuna fueron unos
pocos minutos, enseguida llegaron las ambulancias, me llevaron al hospital
junto con otra persona que pensé que era mi padre pero que era otro
sobreviviente que se había quemado casi todo el cuerpo y tenía la piel
achicharrada.
Le dije: “No puedo creer que por fin haya
encontrado a alguien más, somos tres supervivientes. Aquí estamos, seguimos vivos
y conversando”. Su respuesta fue lacónica y me heló la piel:
“No hay nadie aquí”. No pensé que estuviera
tan grave, pero en cuanto los socorristas empezaron a curarlo, lo oí dar gritos
de dolor. Supe que murió unos días más tarde.
Yo preguntaba por mi
padre, una vez en el aeropuerto me dijeron que se lo habían llevado en otra
ambulancia y que se estaba recuperando, pero era mentira, estaba muy mal y
terminó muriendo al día siguiente.
Para mí era muy difícil
explicar a la gente lo terriblemente triste que fue todo lo ocurrido. Cuando
hablé por primera vez con algunas personas después del accidente, dieron por
sentado que yo era alguien especial.
Me decían: “Eres
increíble; fuiste capaz de sobrevivir a eso”. A menos que uno haya pasado por
una experiencia así, no puede entenderla verdaderamente. Luego de ver a tanta
gente perder la vida, uno se pregunta: ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué todas esas
personas murieron y yo no?
Cuando me dieron de alta
volví a casa. Terminé la secundaria y entré a la universidad. Siempre había
imaginado que obtendría un título y que tal vez me convirtiera en piloto y me
uniera a las Fuerzas Aéreas.
Al llegar las vacaciones
del primer semestre de la universidad me di cuenta de que las cosas nunca
volverían a ser iguales, porque mi padre ya no estaba. Pasé las vacaciones lo
mejor que pude y luego regresé a clases.
Pero entonces ocurrió el desastre del
transbordador Challenger y me sumí en la depresión pensé que estudiar tanto
para que otra tragedia echara todo al traste no merecía la pena. Abandoné la
universidad y después me mudé a Reno, a la ciudad donde casi pierdo la vida,
pero lo cierto es que hay tenía familia y comencé a trabajar.
Sé que si mi padre
hubiera sobrevivido hubiera hecho todo lo posible para que yo siguiera estudiando.
Pero no me arrepiento de haber dejado la carrera. Hoy día trabajo como crupier
en un casino, llevo una vida tranquila sin apuros económicos y soy feliz junto
a mi mujer y mis hijos.
Al pensar en los planes que tenía, parece como si me hubiera quedado corto en la vida. Me imaginaba que los familiares de las personas que murieron en el accidente decían: “Vean a este tipo: recibió una segunda oportunidad en la vida. ¿Por qué sigue vivo? No está haciendo nada extraordinario con su vida.
Estoy seguro de que mi
padre, mi madre o mis hermanos de haber sobrevivido sí habrían hecho algo
excepcional”. Intenté reprimir la mayor parte de esos sentimientos, pero
volvían una y otra vez y me provocaban depresión o me llenaban de ira. Hasta
que me fui a vivir a Reno y paradójicamente en la ciudad del accidente encontré
la calma.
Me ayudó mucho rodearme
de mi familia y de buenos compañeros de trabajo. Son muchos las veces,
principalmente los sábados y domingos que paso por las calles del centro de la
ciudad, las mismas en las que caímos algunos de los pasajeros y me embarga un
profundo sentimiento que ha dejado de ser triste para ser un recuerdo de la
historia.
Es como si estuviera en
el cementerio y en la acera donde cayó mi padre estuviera su lápida. Prefiero
dejar un ramo de flores allí o recordarle en ese lugar antes que ir al cementerio.
En julio de 2010 viajé a
Minnesota para conocer a los familiares de tres de los pasajeros del vuelo
fatídico. Me sentía físicamente mal cuando me dirigí en auto a la casa de la
primera familia. Sarah había perdido a sus padres y a sus abuelos en ese vuelo.
Tenía seis años cuando ocurrió el accidente. Pensé en lo traumático que debía
de haber sido para ella.
Cuando llegué a la casa,
le di un abrazo a Sarah y hablamos un poco; luego fuimos a la cocina y allí me
enseñó una foto de sus padres. En ese momento todo cambió. Por extraño que
parezca, sentí la presencia de sus padres en la habitación; sentí que estaban
junto a Sarah, sonriendo, y que me perdonaban por no haber hecho nada
extraordinario con mi vida.
Sarah estaba feliz de
verme y yo de verla a ella. Me mostró una foto suya de cuando tenía seis años y
entonces la miré a ella, a sus treinta y tantos años y me puse a llorar. Sentí
que era parte de su familia. Fue un sentimiento auténtico y maravilloso de
alivio y amor. Me sentí realmente bien.
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