viernes, 28 de agosto de 2015

Relato corto: El secreto de Doña Leonor.

Don Ramón era gordo y mantecoso como un cerdo, caminaba todo tieso bien macho él tratando de atraer a todas las damas del condado que se cruzaran en su camino. Especialmente las pechugonas, sentía una especial predilección por las mujeres entradas en carne, por las cachetudas que contorneaban su cuerpo al son de una pieza de salsa.

No le importaba que no fueran especialmente lindas de cara, ni que tuvieran unos quilos de más. Don Ramón nunca escatimaba en piropos y su actitud altanera y gallarda levantaba sentimientos contrapuestos entre las mujeres.

 Algunas lo veían como un machista mujeriego al que le gustaba el juego y el dinero. Y otras lo veían como un apuesto caballero al que querían hincarle el diente. Entre estas mujeres se encontraba Doña Leonor, quien cometiera adulterio engañando a su marido Don Geremías, durante buena parte de su matrimonio.

Su marido nunca se enteró y vivió los últimos años de su vida pensando que vivía con la mujer más maravillosa del mundo. Cuando murió a consecuencia de la viruela su último pensamiento tuvo a Doña Leonor como protagonista.

Geremías fue enterrado en el cementerio antiguo de la ciudad, en una tarde noche de lluvia rala y viento serpenteante entre rezos, cantos,  alabanzas y una multitud de ramos de flores que supusieron la pérdida de todos los ahorros familiares que tenían bien guardados bajo el colchón. Pero aquello no importó a sus hijas y a Doña Leonor, pues Geremías bien merecía ese gesto de cariño.
Junto a su lápida colocaron una hermosa cruz pétrea que fue donada por la hermandad de Santa Telma. Gran parte de los vecinos del pueblo se dieron cita en el cementerio y lloraron al muerto por espacio de una hora.

Doña Leonor amaneció al día siguiente con los ojos llorosos como al dormirse, con dos bolsas gigantes repletas de lágrimas que sustituían a sus antiguos párpados. A escasos tres metros de ella se encontraba su primogénita Doña Casilda. Ella no lloraba, no hacía gesto alguno, tan sólo se limitaba a mirar cada una de las baldosas que conformaban el suelo de la cocina, tan ensimismada que pareciere que fueran a salir monedas de oro de entre las viejas losetas.

Su boca se abría de par en par cada instante para emitir unos sonoros bostezos que interrumpían el penoso llanto de su desdichada madre. El día transcurrió sin sobresaltos hasta que en la quietud de la noche un poderoso estruendo acabó con el letargo de madre e hija.

Varias cacerolas y sartenes cayeron de la segunda planta de la vieja casona. La viuda de Don Geremías había dejado varios trastos de cocina para que se secaran tras ser lavados cuando estos comenzaron a caerse sin razón aparente.

Esa misma noche Doña Casilda pudo comprobar lo que es el terror  a través de los ojos de su madre. Doña Leonor visualizó el infierno entre espasmos y lloros, la sombra de su difunto marido la perseguía por las diferentes estancias de la casa. Se manifestaba de diferentes maneras, lanzando cacerolas, tirando cuadros y lámparas, abriendo puertas de manera brusca o emitiendo inquietantes silbidos.

 Doña Leonor sintió un inmenso terror, su marido había regresado a la casa para vengarse por su infidelidad. Sus escarceos amorosos con el señorito Ramón habían sido el detonante principal para que su marido decidiera  quitarse la vida. Ahora deambulaba por los pasillos y escaleras de su casa como alma en pena tratando de vengarse de su lasciva mujer.

Doña Leonor sintió angustia y miedo durante varios largos días. Quería salir de la casa pues la figura de su difunto marido se le aparecía a menudo, fundamentalmente en las noches. Pero no tenía a donde ir y no tenía más remedio que esperar a que los extraños fenómenos remitiesen.

Un par de semanas más tarde de la muerte de su marido llamó al hermano Damián para que echara agua bendita por las diferentes estancias y compartimentos de la casa esperando que de esta manera el espíritu errante de su difunto marido se fuera de una vez por todas. Pero aquella parafernalia fue en vano, no sirvió para nada puesto que las manifestaciones de Don Geremías se siguieron produciendo con la misma frecuencia y contundencia como en las jornadas anteriores.

Doña Leonor padecía un sentimiento de culpa por haberle sido infiel tan incómodo como la sensación de miedo de que el espectro de su marido pudiera vengarse tirándola por las escaleras o ahogándola mientras dormía. Tal era así que una mañana no aguantó más y decidió tomar una drástica decisión para poner fin a su tormento.

 La única manera de superar la congoja por haber sido infiel a su marido era revelando el secreto guardado por años. Así que se lo contó a su hija que rompió a llorar en cuanto escuchó la confesión de su anciana madre.


Aquella confesión le costó la relación con su hija y el san Benito de ser considerada una mujer adúltera en el pueblo. Allá donde iba era seguida por miradas indiscretas que parecían juzgarla en silencio. Doña Leonor tuvo que afrontar las consecuencias de haber revelado sus escarceos amorosos pero a cambio pudo respirar aliviada en su casa, pues nunca jamás volvió a sentir la incómoda presencia de su difunto marido.

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