Don Ramón era gordo y mantecoso como un
cerdo, caminaba todo tieso bien macho él tratando de atraer a todas las damas
del condado que se cruzaran en su camino. Especialmente las pechugonas, sentía
una especial predilección por las mujeres entradas en carne, por las cachetudas
que contorneaban su cuerpo al son de una pieza de salsa.
No le importaba que no fueran especialmente
lindas de cara, ni que tuvieran unos quilos de más. Don Ramón nunca escatimaba
en piropos y su actitud altanera y gallarda levantaba sentimientos
contrapuestos entre las mujeres.
Algunas lo veían como un machista mujeriego al
que le gustaba el juego y el dinero. Y otras lo veían como un apuesto caballero
al que querían hincarle el diente. Entre estas mujeres se encontraba Doña Leonor,
quien cometiera adulterio engañando a su marido Don Geremías, durante buena
parte de su matrimonio.
Su marido nunca se enteró y vivió los últimos años de
su vida pensando que vivía con la mujer más maravillosa del mundo. Cuando murió
a consecuencia de la viruela su último pensamiento tuvo a Doña Leonor como
protagonista.
Geremías fue enterrado en el cementerio antiguo de la
ciudad, en una tarde noche de lluvia rala y viento serpenteante entre rezos,
cantos, alabanzas y una multitud de
ramos de flores que supusieron la pérdida de todos los ahorros familiares que
tenían bien guardados bajo el colchón. Pero aquello no importó a sus hijas y a
Doña Leonor, pues Geremías bien merecía ese gesto de cariño.
Junto a su lápida colocaron una hermosa cruz pétrea
que fue donada por la hermandad de Santa Telma. Gran parte de los vecinos del
pueblo se dieron cita en el cementerio y lloraron al muerto por espacio de una
hora.
Doña Leonor amaneció al día siguiente con los ojos
llorosos como al dormirse, con dos bolsas gigantes repletas de lágrimas que
sustituían a sus antiguos párpados. A escasos tres metros de ella se encontraba
su primogénita Doña Casilda. Ella no lloraba, no hacía gesto alguno, tan sólo
se limitaba a mirar cada una de las baldosas que conformaban el suelo de la
cocina, tan ensimismada que pareciere que fueran a salir monedas de oro de
entre las viejas losetas.
Su boca se abría de par en par cada instante para
emitir unos sonoros bostezos que interrumpían el penoso llanto de su desdichada
madre. El día transcurrió sin sobresaltos hasta que en la quietud de la noche
un poderoso estruendo acabó con el letargo de madre e hija.
Varias cacerolas y sartenes cayeron de la segunda
planta de la vieja casona. La viuda de Don Geremías había dejado varios trastos
de cocina para que se secaran tras ser lavados cuando estos comenzaron a caerse
sin razón aparente.
Esa misma noche Doña Casilda pudo comprobar lo que es
el terror a través de los ojos de su
madre. Doña Leonor visualizó el infierno entre espasmos y lloros, la sombra de
su difunto marido la perseguía por las diferentes estancias de la casa. Se
manifestaba de diferentes maneras, lanzando cacerolas, tirando cuadros y
lámparas, abriendo puertas de manera brusca o emitiendo inquietantes silbidos.
Doña Leonor
sintió un inmenso terror, su marido había regresado a la casa para vengarse por
su infidelidad. Sus escarceos amorosos con el señorito Ramón habían sido el
detonante principal para que su marido decidiera quitarse la vida. Ahora deambulaba por los
pasillos y escaleras de su casa como alma en pena tratando de vengarse de su
lasciva mujer.
Doña Leonor sintió angustia y miedo durante varios
largos días. Quería salir de la casa pues la figura de su difunto marido se le
aparecía a menudo, fundamentalmente en las noches. Pero no tenía a donde ir y
no tenía más remedio que esperar a que los extraños fenómenos remitiesen.
Un par de semanas más tarde de la muerte de su marido
llamó al hermano Damián para que echara agua bendita por las diferentes
estancias y compartimentos de la casa esperando que de esta manera el espíritu
errante de su difunto marido se fuera de una vez por todas. Pero aquella parafernalia
fue en vano, no sirvió para nada puesto que las manifestaciones de Don Geremías
se siguieron produciendo con la misma frecuencia y contundencia como en las
jornadas anteriores.
Doña Leonor padecía un sentimiento de culpa por
haberle sido infiel tan incómodo como la sensación de miedo de que el espectro
de su marido pudiera vengarse tirándola por las escaleras o ahogándola mientras
dormía. Tal era así que una mañana no aguantó más y decidió tomar una drástica
decisión para poner fin a su tormento.
La única manera
de superar la congoja por haber sido infiel a su marido era revelando el
secreto guardado por años. Así que se lo contó a su hija que rompió a llorar en
cuanto escuchó la confesión de su anciana madre.
Aquella confesión le costó la relación con su hija y
el san Benito de ser considerada una mujer adúltera en el pueblo. Allá donde
iba era seguida por miradas indiscretas que parecían juzgarla en silencio. Doña
Leonor tuvo que afrontar las consecuencias de haber revelado sus escarceos
amorosos pero a cambio pudo respirar aliviada en su casa, pues nunca jamás
volvió a sentir la incómoda presencia de su difunto marido.
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