miércoles, 19 de agosto de 2015

Relato corto: Campamento hediondo.


Un campamento hediondo en un mundo decadente:

El desarraigo es una sombra inmensa que cubre el corazón de los solitarios, de las almas en pena que pululan por las calles sin rumbo fijo, cabizbajos y taciturnos deambulan arrebujados en sus abrigos. Sin nadie a quien contarles sus penas sus días pasan lentamente, malcomen y ven televisión, horas y horas delante de la caja tonta viendo programas en donde salen mujeres siliconadas y hombres musculosos con el cerebro de un mosquito.

Pensativos y ociosos salen de sus madrigueras para contemplar los escaparates de las tiendas y comercios sin intención de comprar nada antes de emprender la marcha de retorno a sus casas.

Frío, soledad, vacío, angustia, desazón y desapego por la vida son algunos de los sentimientos que les afloran en su devenir cotidiano.

Si el corazón de los hombres y mujeres que aman es grande y está lleno de amor y comprensión, el de los hombres y mujeres solitarios es pequeño y  diminuto como los granos del trigo.  Y los hombres que nos encontrábamos en aquel campamento hediondo buscando el cometa que nos debía transportar a otra Galaxia no les quede duda que éramos hombres solitarios.

Esa noche fue gélida, tal fue el grado de gelidez que la luna se congeló y no pudo salir al firmamento para dar luz a la noche como lo venía haciendo desde que el mundo es mundo. Aquella extraña noche tan sólo algunas estrellas lejanas se atrevieron a salir para hacer acto de presencia en firmamento.

-Que oscuridad tan oscura-me dije a mi mismo mientras caminaba hacia el arroyo en busca de agua.

El campamento en el que vivían los hombres solitarios que habían abandonado sus familias y sus vidas para dedicarse a la contemplación del firmamento se convirtió pronto en un estercolero, en una auténtica porquería donde se agolpaban botellas de cerveza, latas de alubias junto a otras de melocotón en almíbar, restos de maderas quemadas, contenedores repletos de residuos, neumáticos, tubos de escape, felpudos, limpiaparabrisas y otros repuestos de vehículos entremezclados en pequeñas montañas de basura que comenzaban a parecer trincheras de combate.

Hacía tiempo que nadie recogía su basura, una vez pisé una enorme mierda que había generado un pastor alemán y entré en cólera, la gente ya no se preocupaba por recoger su basura y tirarla en los lugares habilitados para ello. Ni siquiera si dignaban en enterrar en la arena las heces de sus perros.

Me dirigí hacia el dueño del perro pero cuando vi el estado lamentable en el que vivía aquel sujeto sentí lástima por el animal y decidí no armar una trifulca. Aquel hombre dormía en una rulotte descuartizada, que tenía tres de sus cuatro ruedas pinchadas y todas las ventanas desquebrajadas como si le hubieran lanzado piedras o botellas en una refriega sin precedentes.

El ambiente era hostil, la gente no se bañaba y allá por donde andara me topaba con gente que olía mal. Hombre barbudos de mirada perdida y en otras ocasiones de gesto desafiante. Mujeres tripudas que escupían constantemente al suelo gargajos de gran tamaño mientras se rascaban los sobacos en señal inequívoca de que la mugre comenzaba a ser molesta.

 Era un lugar abrupto, de difícil acceso donde el agua escaseaba. Tan sólo había una fuente en la que hacían cola multitud de personas para rellenar galones de agua. En los últimos días éramos cada vez menos los que hacíamos cola en ese lugar. Salía tan poca agua que la mayoría decidimos gastarla únicamente para beber convirtiéndose en un bien preciado.

Unos días después la fuente se secó y la única manera de poder beber agua era desplazándose hasta una montaña cercana donde corría un arroyo de aguas turbias. El agua sabía mal pero no había otra cosa. No eran tiempos para quejarse por cosas así.

  Las ciudades languidecían en una sempiterna decadencia que ya a nadie le asombraba ni asustaba, sólo lo más viejos habían visto y disfrutado de una sociedad mejor, las personas de mediana edad lo habían visto en las películas, los adolescentes se quejaban de la generación de sus padres por haber sido los verdaderos culpables de la decadencia tan atroz que se cernía sobre la Tierra, y los más pequeños se quejaban de vivir en un mundo tan hostil y tan desprovisto de cualquier tipo de expectativas.

-Mami, porque nos ha tocado vivir en un país tan feo como este-fue uno de los últimos comentarios que escuché a mi hermana antes de abandonar la ciudad.
-No digas esto hijo, vivimos en Estados Unidos, somos el país más avanzado y civilizado, si vivieras en áfrica o en Asia verías lo que es bueno.

-Pues vaya mierda de mundo, sólo hay miseria y destrucción, miras esas casas con las paredes pintarrajeadas, y las aceras quebradas, casi me tuerzo el tobillo madre.

-Esto es lo que nos ha tocado vivir, no le des más vueltas al asunto, suerte que tenemos comida y un techo donde poder sentarnos a ver televisión, donde poder cagar y dormir sin pasar frío-contestaba mi madre mientras se tapaba la boca con una mascarilla para no tragar el dióxido de carbono de los vehículos que esperaban a que el semáforo se pusiera en verde.

La miseria, la codicia, el desarraigo, la indolencia, la pereza y el abandono se podían apreciar en todas partes.

Daba lástima pasear por los parques donde abundaban las jeringuillas, las colillas,  las bolsas de basura, cartones, plásticos y  botellas de ron y de wisky entre otros múltiples escombros que no podían ser limpiados por barrenderos porque los ayuntamientos ya no contaban con fondos para pagar los servicios de limpieza.

Los hospitales estaban colapsados, muy pocos médicos y enfermeros para tantos y tantos pacientes con enfermedades anómalas producto de la creciente contaminación atmosférica.
Las escuelas comenzaban a vaciarse, pues muchos padres no veían futuro en la educación, creían que estudiar no les iba ayudar a conseguir un buen trabajo y más con esos maestros bolcheviques y filocomunistas que estaban todos los días haciendo conatos de huelga.

Los cines, teatros y bares iban poco a poco cerrando pues cada vez era menor el número de personas que tenía dinero para poder gastar en ocio.


En este lamentable escenario era cada vez más comprensible que multitud de personas abandonasen la monotonía de sus aburridas vidas en la ciudad y se acercasen a nuestro campamento hediondo en busca de ser transportados por el cometa Halle Bopp hasta el redentor planeta Sirus.

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