El Viaje de Bahia
Bakari.
De todas las historias de supervivientes de accidentes aéreos esta es la que más me ha impresionado por varios motivos. Primero porque era una niña pequeña, segundo porque aguantó un montón de horas en medio del océano agarrada a un trozo de ala de avión sin rendirse ante el frío, el cansancio y la angustia de haber perdido a su madre.
Y por último porque no tenía el apoyo de ninguna otra persona, pues todos habían fallecido y no había ningún indicio que hiciera presagiar que fuera a ser rescatada. Bahia que apenas había aprendido a nadar en una piscina temía que el ala se hundiese y tuviera que tratar de flotar en medio del océano. Le habían enseñado a hacer el muerto para no hundirse, pero en el mar era mucho más complicado que en la piscina.
Con todas estas condiciones adversas no decaer en su empeño de salvar su vida era casi imposible, y por ende haberse sobrepuesto a todos esos inconvenientes la convierten en toda una heroína. A su lado Catwoman es una secundaria muy secundaria. Comienzo sin más preámbulos a relatar la historia de esta niña francesa:
El 30 de junio de 2009, a las cuatro de
la mañana, un avión a punto de aterrizar que viajaba desde Yemen a las islas
Comoras se estampó contra el océano Índico, a una treintena de kilómetros del
aeropuerto de la ciudad de Moroní, con 153 personas a bordo. Sólo hubo una
superviviente: Bahia Bakari, una adolescente francesa que ahora tiene 14 años,
muy tímida, buena estudiante y habitante de la
periferia parisiense, que segundos antes de que el avión se despedazara al
estrellarse contra el agua, buscaba, inclinada sobre la ventanilla de su
asiento, las luces de la costa.
-Hubo una
turbulencia y miré a mi madre que me protegió contra su regazo, yo me acurruqué
y luego sentí una descarga eléctrica por todo el cuerpo y perdí el sentido.
Después me vi ya dentro del agua.
"Oí gritos de varias mujeres que pedían socorro cerca de mí. Me
fijé por si venían a rescatarlas y luego a mí"
"Oí que me gritaban 'ven' o 'por aquí', pero yo no podía hacer
nada, no tenía fuerzas ni para levantar la mano"
"No pensé demasiado al principio. Por la noche no reflexioné mucho.
Tan sólo tenía miedo de una cosa: de los tiburones"
"Todo se quedó en silencio. Cuando salí al agua observé cuatro trozos del
avión. Elegí uno que tenía una ventanilla y ahí me quedé esperando encontrar a
otras personas, por ser el trozo de avión más grande que quedaba decidí
quedarme en él"
"Creí que era la única en salir del avión. Que me había caído por
la ventanilla y que tal vez mi madre y otros pasajeros estaban vivos en otra
parte del avión"
Pero
pasaban las horas y ni rastro de nadie. El silencio era sepulcral en esa zona
del océano Índico, tan sólo el leve sonido del oleaje interrumpía el llanto
desconsolado y amargo de Bahía. Miró al cielo y contempló como en el cielo azul
turquesa sólo había unas pocas nubes, ni un mísero pájaro surcaba los cielos.
Era señal inequívoca de que estaba muy lejos de la costa y que por tanto el
rescate se iba a demorar.
Los
gritos de algunas mujeres que había escuchado tras el amerizaje se habían
apagado. No habían sido una alucinación porque esas personas le habían
contestado indicándole la manera que tenía de llegar a ellas. Pero Bahía no
pudo siquiera ver su rostro porque una montaña de maletas, asientos, y de
hierros la impedían cruzar una suerte de trinchera que se había formado en
medio del pasillo de lo que quedaba de fuselaje.
De
repente el avión comenzó a llenarse de agua, entré en pánico porque tenía que
encontrar una salida o sino moriría ahogada. Me desabroché el cinturón y
comencé a caminar a cuatro patas en el sentido del que venía el agua. Caminaba
despacio evitando pincharme con los hierros que había en el suelo y en los
costados.
Luego
noté como el fuselaje perdía inclinación y comenzó a entrar mucha más agua, por
fortuna estaba a unos cuatro o cinco metros de la parte del avión abierta y
pude salir nadando. Si hubiera tardado un poco más en salir tal vez hubiera
muerto en el intento de bucear hacia la salida, pues el pasillo era largo, se
me hizo eterno con tantos equipajes y tantos escombros dificultándome la
salida.
Una vez
fuera me subí a un ala que por fortuna no se hundió, había otros tres pedazos
que tardaron mucho en hundirse, fueron varias las veces que sentí ganas de
nadar hasta esos pedazos para ver si había algún superviviente, soñaba con
encontrar a mi madre en alguno de esos sitios pero me sentía aterrada por lo
que había ocurrido, el temor me impedía moverme de dónde estaba, me paralizaba
los pies.
Cuando se
me pasó el nerviosismo quise nadar pero entonces surgió el miedo de ser atacado
por los tiburones, así que decidí no moverme, nunca había nadado en alta mar y
sabía que era muy peligroso. Por otro lado como no escuchaba ruidos y no veía a
nadie pensaba que era una tontería moverme de mi refugio, hubiera sido un
riesgo muy grande, yo sólo sabía nadar en piscina, no en el océano.
Bahia,
delgada, aparentemente frágil, cuenta su milagrosa historia con un hilo de voz,
pero sin titubeos, sentada en la lavadora de la cocina de su casa de
Corbeil-Essonnes, una localidad situada a una veintena de kilómetros de París.
Al
principio no tiene ganas de volver a recordar el accidente, el rescate a manos
de un pescador, la muerte de su madre, las largas horas en soledad pasadas en
medio del océano agarrada a un trozo de avión que se balanceaba peligrosamente
al ritmo de las olas...
Pero
luego se anima explicándose cosas a sí misma y acaba sonriendo a veces. Su
padre, Kassim Bakari, de 42 años, se encuentra al lado, atento a lo que dice su
hija, a las reacciones de su cara, protegiéndola de todo, como ha hecho desde
el día en que se enteró por un telefonazo urgente de que, tras haberla dado por
muerta junto a la madre, su hija había sobrevivido al accidente.
-Acuérdate,
papá, de que hoy tenemos un cumpleaños y hemos dicho que vamos a ir.
-Sí,
Bahia.
El piso,
de tres habitaciones, es modesto pero está cuidado y limpio. Al fondo se
escuchan las voces de los juegos de los tres hermanos de Bahia, todos más
pequeños que ella. El padre, que ha trabajado toda la vida de transportista,
acaba de llegar en autobús de hacer la compra en el centro comercial de la
ciudad. Mira a su hija y escucha su relato en silencio, sin intervenir apenas,
con un punto de orgullo en los ojos.
Todo
empezó un 29 de junio, cuando Bahia y su madre Aziza salieron de casa en
dirección al aeropuerto parisiense de Charles de Gaulle para acudir a una boda
muy lejana. El destino final del viaje era las islas Comoras, la tierra de
origen de la familia, el lugar en el que nacieron el padre y la madre de Bahia en
la década de los sesenta.
Los 1.300
euros de cada billete obligaron a la familia a dividirse, el padre decidió que
volaran sólo su mujer y su hija mayor en representación de los Bakari para
acompañar a un tío suyo que se casaba en una semana.
Llenaron una
maleta entera con regalos franceses; otra con ropa de verano. Desde París
volaron hasta la ciudad de Marsella; de Marsella, en otro avión similar, a
Sanáa, en Yemen. Allí, la compañía Yemenia Airlines les cambió de nuevo de
avión para la última parte del viaje.
El
aparato, un viejo Airbus 310, sin permiso desde 2007 para volar en Europa por
determinadas irregularidades detectadas por las autoridades aeronáuticas
francesas y confinado a trayectos africanos menos exigentes, constituía lo que
los comoranos, acostumbrados a esa compañía aérea, denominan "aviones
basura" o "aviones ataúd". Bahia lo describe a su manera:
-Olía
mucho a váter. Y había moscas dentro.
En un
principio, a Bahia le correspondió un asiento situado lejos de su madre. Tras
hablar con las azafatas, pudo cambiarse y sentarse junto a ella, al lado
también de la ventanilla.
-No noté
nada especial en el vuelo. Estaba muy cansada, muy aburrida. Llevábamos más de
14 horas de viaje desde París, en tres aviones distintos. Tenía muchas ganas de
llegar.
Recuerdo
que me levanté para ir al servicio, que volví, que me senté y que las azafatas
dijeron entonces que nos preparáramos, que íbamos a aterrizar ya. Ellas se
sentaron en sus sitios y se ataron los cinturones. Las noté tranquilas. Yo me
até el mío. Recuerdo perfectamente que me lo até. Miraba por la ventanilla, muy
inclinada sobre el cristal, para descubrir las luces del puerto...
Entonces
oye un ruido insoportable parecido al que hace una tela al rasgarse. Siente una
suerte de aspiración gigante y una descarga eléctrica en su sistema nervioso
que la deja inconsciente. El avión acaba de estrellarse en el mar sin que aún
se sepa exactamente por qué.
Nadie ha
dado aún con las causas de este accidente, todavía con un juicio pendiente.
Bahia
despierta y recuerda muy vagamente como salió del avión. Ya en el agua bucea,
sale a flote. Tose, escupe, grita. Nada unos cuantos metros gracias a los
conocimientos de natación de las clases de piscina del instituto. No recuerda
el momento de caer, no recuerda el golpetazo contra el mar. Tan sólo el hecho
de gatear hasta que el agua lo comienza a inundar todo y se ve de pronto debajo
de las olas.
-Oí
gritos de varias mujeres que pedían socorro cerca de mí. Me fijé por si venían
a rescatarlas y luego a mí. Pero no pude orientarme. Luego todo se quedó en
silencio, entendí que las mujeres se habían ahogado. Vi cuatro trozos del avión
a mi lado. Elegí uno que tenía una ventanilla porque era el más grande.
Trata de
subirse a él, pero la plancha de metal no tiene superficie suficiente y se desliza
por debajo de ella, a punto estuvo de acabar hundiéndose. Se resigna a quedarse
recostada, con la cabeza y el torso apoyados en la plancha pero con las piernas
sumergidas. Nota que el mar sabe a gasolina.
No repara en el queroseno que la rodea,
liberado por el avión tras el accidente. No hay fuego, ni llamas, ni luces
cerca o lejos, ni luna en el cielo. Bahira recuerda una noche cerrada y
silenciosa en la que acaba de ingresar de golpe sin comprender aún cómo.
Imagina
tontamente la maleta llena de regalos para los parientes de la boda hundida en
el mar. Siente que le duele el ojo izquierdo, que le pesan las piernas, que los
pantalones vaqueros y los botines se han convertido de pronto en una condena,
que no puede mover el cuello hacia la derecha, que le duele la cadera.
-Al
principio no pensé demasiado en lo que me había pasado. Por la noche no
reflexioné mucho. Tan sólo tenía miedo de una cosa: de los tiburones. Como olía
a queroseno pensé que no se acercarían pero cuando cayó la noche entendí que
tenía que subirme a esa pieza o podrían morderme.
Pero no
consigue sacar por completo los pies del agua, cuanto más lo intenta más se
resbala. Trata de no dormirse porque también tiene miedo de soltarse de la
plancha y hundirse. Pero no puede evitarlo y se adormece, brutalmente agotada,
sin haber pensado aún mucho en lo que le acaba de ocurrir.
Es
entonces, mientras su hija flota de noche en medio del océano subida a un trozo
del avión con ventanilla, cuando su padre, Kassim, recibe la primera de las
llamadas angustiosas de esas horas. En París son entonces las tres de la
madrugada, dos horas menos que en las islas Comoras.
Una amiga francesa le pide que ponga la
televisión en ese momento. Él obedece. Cambia de cadena, una detrás de otra, al
no encontrar nada interesante: entonces repara en la leyenda roja de alerta que
luce un canal de noticias, que informa en un teletipo escueto de que un vuelo
de Yemenia Airlines con destino a Moroní ha desaparecido de la pantalla de los
radares hace poco más de una hora.
Permanece imantado a la televisión hasta que
amanece. Entonces decide llevar a sus tres hijos pequeños a casa de su hermana
y encerrarse en su domicilio a la espera de noticias. Hay familiares que acuden
al aeropuerto, bloqueado por un grupo de hombres indignados también originarios
de las Comoras que protestan por el estado de los aviones en que les obligan a
viajar a Moroní.
Mientras,
en la parte del mundo en la que Bahia vaga a la deriva, entre las islas Comoras
y el continente africano, ha amanecido hace tiempo. Milagrosamente, Bahia, la
adolescente delgada y de apariencia frágil, no se ha desprendido del trozo de
avión que le sirve de balsa a pesar de su semiinconsciencia. No sabe cómo lo
hizo, cómo lo consiguió: pero sigue viva, abrazada a la plancha metálica con
ventanilla. Aún tiene en la boca el sabor metálico de la gasolina. Siente que
hace mucho frío, cada vez más. La brisa cálida del día es muy fría por la noche
y también lo es a primera hora de la mañana.
Entonces,
a la luz de la mañana, auxiliada por cierta lucidez que le aporta el haber
dormido y descansado algo, Bahia descubre por segunda vez la soledad más
absoluta que se puede llegar a sentir. El tiempo parece detenido en ese lugar
desde el cual no se puede divisar tierra ni vida animal. Al menos no hay
presencia de tiburones, es la única buena noticia con la que se encuentra Bahía
mientras continua aferrada a los restos del avión en medio del océano.
-Pensé
que yo era la única que había salido del avión. Que tal vez por inclinarme
tanto para ver cómo aterrizaba me había caído, no sé cómo, a través de la
ventanilla. Pensé que mi madre debía de estar muy preocupada en el aeropuerto,
con los otros pasajeros, sin saber dónde estaba yo, por dónde andaba.
Pero
entonces divisaba los restos del avión y volvía a comprender que había sido un
accidente de todo el avión, quería pensar que había caído sobre otro avión
siniestrado, que el mío había llegado al aeropuerto. Cuando recordé las voces
de las mujeres que pedían socorro, que yo había oído por la noche, pensé que
las había soñado, que eran una pesadilla. Era difícil saber lo que era un sueño
y lo que no.
Con el
amanecer, las islas Comoras se han movilizado para acudir al rescate de las
víctimas del accidente. También Francia que, desde la cercana colonia de la
isla de Mayotte, ha enviado aviones de reconocimiento. Hay buques militares,
viejos barcos de pescadores que salen en ayuda de las víctimas a pesar de que
el mar se encrespa cada vez más, a cada minuto.
Los patrones llevan anotadas las coordenadas
servidas por los aviones que ya han rastreado la zona y aseguran haber visto
restos del Airbus. Todos saben que no hay mucho tiempo: las corrientes marinas,
lejos de avanzar hacia la costa de las islas Comoras, lo empujan todo en
dirección contraria, hacia Tanzania, a una velocidad constante de 80 kilómetros
en un día. Esto significa que la carrera no es sólo contra el temporal que
parece echárseles encima, sino contra el reloj.
Bahia, a
su manera confusa e instintiva también se da cuenta de eso: comprueba que la
costa verde que al principio de la mañana descubrió al frente ahora no la
alcanza a ver, mire hacia donde mire el panorama es el mismo, sólo ve agua por
sus cuatro costados.
En las
horas que ha permanecido en el agua se ha ido alejando paulatinamente de la
costa cada vez más sin que pueda hacer nada por impedirlo hasta que finalmente
ha desaparecido de su vista. Por la tarde la veía lejana y cuando salió el sol
no había ni rastro de la costa, se había desvanecido hasta tal punto que Bahía
no recordaba si era un espejismo o la realidad.
Con ese panorama tan desolador Bahía comienza
a perder las fuerzas, tiene hambre, sed y un cansancio que le hace pensar que
se puede dormir y despertar bajo el agua a punto de ahogarse.
Para
colmo de males le duelen los brazos de estar aferrada durante tantas horas al
mismo objeto. Ya ni siquiera bracea para cambiar de postura y relajar los
músculos de sus antebrazos. Las piernas se le han vuelto de plomo y comienzan a
dolerle. El ojo izquierdo no ha dejado de darle pinchazos en ningún momento. Le
empieza a doler también la cadera a cada movimiento. Sigue sin poder torcer el
cuello.
La sed se acrecenta cada vez traga agua salada,
esta sabe diferente a la de las playas francesas donde se ha bañado en otras
ocasiones. Tiene un sabor a queroseno que no se termina de diluir pese al
transcurso de las horas. A consecuencia de la creciente envergadura y violencia
de las olas cada vez injiere más agua y siente que va a morir deshidratada.
El hambre también aflora, su última comida fue
un pollo indigesto y una ensalada de muy mala pinta que les ofrecieron en ese
avión de saldo y que su madre le obligó a comerse por entero. El balanceo de la
plancha en la que vaga sujeta es más pronunciado. Cada hora que pasa es más
difícil evitar que el mar la devore debido a su propia debilidad y al ajetreo
del mar, cada vez es mayor el oleaje, una creciente brisa y el cielo encapotado
parecen avisar que una tormenta se avecina.
A Bahía
no le da miedo que pueda desencadenarse una tormenta, no le dan miedo los rayos
ni los truenos, y tal vez pueda abrir la boca y tragar unas cuantas gotas de
lluvia que le puedan quitar el sabor salado del agua de mar.
Mientras
pasan las horas sin que la tormenta descargue Bahía comienza a pensar que no va
a poder ser salvada. Hasta ese momento siempre fue positiva y creyó que la iban
a rescatar. Pero el transcurso de las horas y su creciente debilidad le hacían
pensar en la manera en que moriría. Tal vez de sed, tal vez de frío, o quizás
sus brazos no aguantasen más y moriría ahogada.
Existían
otras posibilidades más rocambolescas como morir por las mordeduras de un
tiburón, al ser alcanzada por un rayo o por insolación, esta última idea era
más bizarra pues el cielo estaba nublado y para cuando volviera a salir el sol
con fuerza en los días siguientes ya estaría muerta de seguir allí.
No tenía
muy claro de que moriría pero en lo que no tenía tantas dudas era en que de no
ser rescatada no aguantaría más de 24 horas más. Fantaseaba con la manera en
que sería rescatada, por un helicóptero, por una lancha de salvamento marítimo,
por un pequeño yate de turistas, por un crucero enorme tipo Titanic o por una
barcaza de pescadores. Le daba igual, pensar en aquellas cosas le ayudaba a
evadirse del terror y del miedo que le acechaba a cada rato en que pensaba en
su inminente muerte.
-Oía
aviones. Luego me he enterado de que siempre era el mismo avión, que recorría
la zona en busca de supervivientes. Pero yo no lo sabía. Creí que eran aviones
diferentes, que simplemente pasaban por ahí.
Hay
decenas de barcos que buscan por el área acotada. Algunos encuentran cadáveres,
restos del avión que flotan a la deriva. A bordo del pesquero Hishima,
un marinero llamado Líbouna Selemaní descubre algo encima de una plancha de
metal que navega a unos centenares de metros de su posición. Se sirve de sus
binoculares para ver mejor de que se trata. Es una persona pero no puede saber
si está viva o está muerta.
El potente oleaje le despista, pero luego
vuelve a ver el trozo de avión con un bulto que es una persona humana. Da la
voz de alarma, grita al cuerpo que se balancea a lo lejos para que haga una
señal con los brazos. Pero Bahía no escucha nada y sigue aferrada a su trozo de
avión sin saber que han llegado para rescatarla.
El pescador se acerca aun más y termina arrojando
un salvavidas que se queda flotando cerca de ella pero sin que Bahía se percate
de ello. Pasa un minuto que se hace eterno, Bahía permanece encima de la plancha sin molestarse
en voltear la cabeza para mirar. El pescador tiene la impresión de que la
persona que va a socorrer está muerta. Pero como sigue aferrada al avión le
hace pensar que tal vez esté semi inconsciente.
-Oí
gritos, vi el barco de unos pescadores. Era ya después de mediodía. No recuerdo
bien, tal vez era bien entrada la tarde, porque yo me dormía y me despertaba
agarrada a la plancha. Oí que me gritaban "ven" o "por
aquí", pero yo no podía hacer nada, no tenía fuerzas ni siquiera para
levantar la mano. Me encontraba casi desmayada.
Selemaní
no se lo piensa mucho y se arroja al agua con un cabo de cuerda en la mano.
Llega nadando, no sin dificultad, hasta Bahía, que no recuerda muy bien el
momento en que el marinero consigue agarrarla poniéndole una mano en el hombro.
Le habla: "Tranquila, no te muevas. Te vamos a sacar de aquí".
La
arrastra hasta el barco. La izan. La refugian en el camarote del patrón. La
ayudan a despojarse de los botines, de los pantalones vaqueros, de la sudadera
empapada y fría. La envuelven en cuatro mantas. Tirita. Siente escalofríos. El
patrón le hace una cura de urgencia en el ojo herido.
Luego se percatan
de que está medio intoxicada y le ayudan a vomitar varias veces el agua salada
y el queroseno que almacenaba en el estómago y que funciona como un veneno.
Ella da su nombre y el de su ciudad a los pescadores. Pregunta por su madre,
convencida aún de ser la única persona que se ha caído del avión y no la
superviviente de un avión destrozado.
Sin precisar mucho, le contestan que la espera
en el aeropuerto. Le dan algo de comer y algunos vasos de agua azucarada.
Después se duerme, exhausta, sin saber todavía lo que le ha ocurrido, después
de haber flotado más de dieciséis horas a la deriva completamente sola y en
silencio, aterrorizada por los tiburones de su imaginación y por la amenaza
real de ahogarse.
La
noticia de que existe un superviviente del monstruoso accidente de avión da la
vuelta al mundo, al principio con un error de bulto. Alguien desde el barco
comunica que han rescatado a una niña y alguien en el puerto entiende que se
trata de un bebé. Han de pasar aún varias horas hasta confirmar que la
milagrosa superviviente es una adolescente de 13 años, delgada, con nombre y
apellidos, que vive en las afueras de París.
Ése es el
segundo telefonazo de urgencia que recibe el padre de Bahía en menos de diez
horas. Un amigo de las islas Comoras que acaba de enterarse, le pregunta a
bocajarro, casi sin saludar:
-Kassim,
¿cómo se llama exactamente tu hija, la del accidente?
El padre
contesta con voz baja pensando que se trata de un formalismo para rellenar el
acta de defunción. Cuando le comunican que es la única superviviente del vuelo
y que ha llegado a un hospital de Moroní el buen hombre no se lo puede creer,
aquello es un milagro.
Los médicos la diagnostican heridas en un ojo,
quemaduras en la mejilla, quemaduras en las piernas y una clavícula y una
cadera rota. A falta de hemorragias internas, nada grave. El coronel Maurice
Mauplot, que participó en las labores de rescate, afirmó tras conocer el parte
médico que él había visto gente que se había caído de una bicicleta con más
heridas que ella.
Bahía
todavía cree que ella sola se cayó del avión, que éste aterrizó sin problemas
hace horas, que su madre vive. Por eso no entiende qué hace allí, a su lado,
una psicóloga. Ésta le explica que hay muchas probabilidades de que se sienta
culpable después de haber sobrevivido a un accidente de avión. Sorprendida,
confusa, extrañada de esa frase algo enigmática, le pregunta por qué no está
ahí su madre, y la psicóloga le responde, brutalmente, que no hay más
supervivientes, que ella es la única persona viva que ha salido de ese avión.
Después
de eso apenas habló unas cuantas palabras de su madre. No quiere que le
pregunten por ella. Su familia, durante mucho tiempo, tampoco lo hizo. Era,
según cuenta, una manera de conjurar su ausencia, de sufrirla cada uno por su
lado. Hasta que una vez, meses después del accidente, su hermano Badway, de
tres años, se arrojó al suelo aferrado a un ramo de flores que había encontrado
en casa, gritando que eran para su mamá.
La adolescente lo cuenta en un libro publicado
recientemente, titulado Bahia, la miraculé, en el que relata toda la
historia al periodista Omar Guedouz. Ahí también explica que el golpe de
enterarse de que su madre había muerto en el accidente fue mucho más grande y
más doloroso que el que sintió al desintegrarse el avión, peor que la noche
pavorosa que padeció a la deriva en medio del mar.
El resto
de la historia es simple: regresó en el avión de un ministro francés que acudió
a interesarse por ella y a hacerse la foto, se reencontró con su padre,
dividido entre la angustia de haber perdido a su mujer y la alegría de haber
recuperado a su hija mayor; convaleció durante varios meses en un hospital de
París, la visitó de forma meteórica el presidente de la República, Nicolas
Sarkozy, se le cerraron de nuevo los huesos de la clavícula y de la cadera, se
le curó el ojo, las quemaduras leves de la mejilla y las otras más graves que
sufrió en las piernas.
Volvió a su casa y recuperó la vida cotidiana.
Como si su viaje de vacaciones hubiera sido como el de cualquier otro niño
regresó al instituto el primer día de clases, allí se reencontró con sus amigos
y volvió a obtener sus notas brillantes de alumna modelo.
Sigue
siendo tímida, como recuerda el padre, que también resalta el inmenso deseo de
vivir y el instinto de superviviente y la tenacidad que demostró en las horas
sufridas después del accidente y en los días y meses que siguieron. En algún
lugar de la casa guarda el teléfono de varios psicólogos especializados que le
dieron en el hospital para ayudar a su hija, pero no los ha utilizado por ahora
porque la ve bien física y psicológicamente.
Ella
sonríe de una manera tristísima y esconde la cara porque todo esto le recuerda
a su madre, cuyo cadáver nunca fue encontrado. Asegura que casi todos los días se
acuerda del accidente, de la noche agarrada a la plancha con la ventanilla.
Pero necesita terminar ya de contarlo. Hay cosas más importantes que hacer para
una chica de 14 años: el futuro, que esta tarde tiene forma de un amigo que
llama, que espera abajo y que les mete prisa a ella y a su padre para que
salgan de casa. Se levanta de la lavadora de un salto.
-¡Papá, vámonos ya, tenemos que
irnos al cumpleaños, lo prometiste!
A las semanas se conocieron
nuevos aspectos del siniestro.
Desde París volaron hasta la ciudad de Marsella; de
Marsella, en otro avión similar, a Sanáa, en Yemen. Allí, la compañía Yemenia
Airlines les cambió de nuevo de avión para la última parte del viaje. Iban a
salir a una hora pero por problemas con el avión terminaron subiendo a otro con
un retraso importante.
El aparato, un viejo Airbus 310, sin permiso desde
2007 para volar en Europa por determinadas irregularidades, constituía lo que
los comoranos, acostumbrados a esa compañía aérea, denominan "aviones
basura" o "aviones ataúd".
El padre de la niña
manifestó que había perdido las esperanzas de ver a su pareja o a su hija de
nuevo. Cuando surgieron las noticias de una niña sobreviviente, él rezó para
que fuera Bahia.
"Cuando hablé con ella me preguntó por su madre. Le dijeron que ella estaba en una sala contigua, para no traumatizarla. Pero no es verdad. No sé quién se lo va a decir".
"Cuando hablé con ella me preguntó por su madre. Le dijeron que ella estaba en una sala contigua, para no traumatizarla. Pero no es verdad. No sé quién se lo va a decir".
Los rescatistas elogiaron a Bahia por mantenerse a flote en aguas turbulentas entre cuerpos y restos a unos 17 kilómetros de las costas. Se presume que la mayoría de los pasajeros se hundió con la nave y unos pocos se ahogaron en las horas siguientes. De hecho los pescadores encontraron cuerpos flotando en el mar que sorpresivamente nunca llegaron a hundirse.
El sargento Said Abdilai, uno de los rescatistas, relató: "Tratamos de lanzarle un salvavidas. Ella no pudo pescarlo. Yo tuve que saltar al agua para tomarla". Luego, le dio a la niña agua caliente con azúcar. "Ella estaba tiritando. La envolvimos con cuatro frazadas".
Bahia, cuya familia era de una aldea comorense, sufrió cortes en su rostro, una fractura de clavícula y quemaduras en las rodillas.
El jefe de la unidad de desastre en las Comores señaló que la adolescente sobrevivió contra todas las probabilidades. "Es verdaderamente milagroso", aseguró Ibrahim Abdoulazeb.
Alain Joyandet, ministro francés de Cooperación, visitó a Bahia en el hospital. "Es un verdadero milagro. Es una niña valiente, estuvo 16 horas luchando contra las inclemencias del tiempo, el agua y la angustia", expresó.
"La
ira ha aumentado en la comunidad comorense en Francia contra la aerolínea, que
sirve al ex archipiélago francés. Se sospecha que un error del piloto fue la
causa del accidente dos minutos después que éste abortara su acercamiento
inicial y voló en círculos a baja altura para hacer un segundo intento de
aterrizaje en medio de fuertes vientos.
El padre de Bahia se unió a aquellos
que creen que hubo prácticas "ineficientes" en la aerolínea.
Parece ser que se estaba quedando sin
gasolina y por eso trató de aterrizar pese al fuerte viento. Otra hipótesis
apunta a problemas en los motores, esto haría entender porque el piloto volaba
a tan baja altura si todavía estaba lejos del aeropuerto.
Sea cual fuere la causa del accidente lo cierto es
que a Bahía la colocan en un asiento algo alejado del de su madre, tras mucho
discutir con una azafata consiguen cambiarle el asiento a un señor que estaba
junto a la madre y así hija y madre pasan a estar juntas.
El avión era muy viejo y olía a rancio, los asientos
eran incómodos y más estrechos que los de los otros dos aviones que habíamos
cogido. Estábamos muy cansadas tras más de 14 horas volando y contábamos los
minutos que quedaban para tomar tierra y disfrutar de las vacaciones. Era la
primera vez que salía de Francia y tenía muchas ganas de conocer la isla donde
nacieron y crecieron mis padres.
Recuerdo como justo después de comer me entró ganas
de ir al lavabo, cuando llegué al servicio olía muy mal, a un producto que
sirve para matar las cucarachas. En ese momento comenzaron unas turbulencias
horribles que me dificultaron enormemente el hacer pis. Casi me golpeo con la
puerta al tratar de subirme los pantalones.
Cuando por fin logro salir del baño me encuentro
con una azafata que estaba muy tranquila, me dijo que me volviera a sentar y me
abrochara el cinturón de seguridad. En unos minutos llegamos, me dijo cuando me
volteaba y comenzaba a caminar hacia mi asiento.
Las turbulencias remitieron y mientras caminaba por
el largo pasillo me llamaba la atención los rostros serenos de la mayoría de
pasajeros, algunos dormían, otros leían o conversaban tranquilamente. Pese a
las turbulencias sufridas hacia un minuto todo parecía estar bien y nada hacía
presagiar el desastre que se cernía sobre nosotros.
Llegué junto a mi madre y tras abrocharme el
cinturón me dijo que me bebiese el vaso de agua para plegar mi mesa. Yo no
tenía sed pero me lo bebí entero para deshacerme del vaso y quizás esos 20
centilitros de agua me salvaron de no morir deshidratada. A los dos minutos de
aquello se produjo la tragedia.
Tómate el agua, esa fue la última orden que me dio
mi madre, bendita orden, ahora lo pienso y pareciese como si alguien le hubiera
dado una señal de lo que iba a suceder y por eso me pidió que me hidratara.
EL ACCIDENTE
Entonces oye un ruido insoportable parecido al que
hace una tela al rasgarse. Siente una suerte de aspiración gigante y una
descarga eléctrica en su sistema nervioso que la deja inconsciente. El avión
acaba de estrellarse en el mar sin que aún se sepa exactamente por qué. Nadie
ha dado aún con las causas de este accidente, todavía con un juicio pendiente.
Bahía despierta en el agua. Bucea, sale a flote.
Nada unos cuantos metros gracias a los conocimientos de natación de las clases
de piscina del instituto.
No recuerda el momento de caer, no recuerda el
golpetazo contra el mar. Tan sólo el hecho de verse de pronto debajo de las
olas.
Trata de subirse a él, pero la plancha de metal no
tiene superficie suficiente y se desliza por debajo de ella o se hunde. Se
resigna a quedarse recostada, con la cabeza y el torso apoyados en la plancha
pero con las piernas sumergidas.
Nota que el mar sabe a gasolina. No repara en el
queroseno que la rodea, liberado por el avión tras el accidente. No hay fuego,
ni llamas, ni luces cerca o lejos, ni luna en el cielo.
Bahía recuerda una noche cerrada y silenciosa en la
que acaba de ingresar de golpe sin comprender aún cómo. Siente que le duele el
ojo izquierdo, que le pesan las piernas, que los pantalones y los botines se
han convertido de pronto en una condena, que no puede mover el cuello hacia la
derecha, que le duele la cadera.
Entonces, a la luz de la mañana, auxiliada por
cierta lucidez que le aporta el haber dormido y descansado algo, Bahía descubre
lo sola que se encuentra en medio del océano. Por fortuna todo terminó cuando
fue rescatada esa misma tarde.
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